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Resultó más fácil subir que bajar. Fui elevando las manos en el tubo a medida que me impulsaba con los pies. Llegué a la altura de mi ventana y aferré el alféizar con la mano izquierda. Salté al saliente de piedra. Estiré la mano derecha y abrí. Me arrastré dentro tan en silencio como pude.

La habitación estaba fría. La ventana había permanecido abierta durante horas. La cerré bien y volví a desnudarme. La ropa estaba húmeda. La dejé encima del radiador y fui al cuarto de baño. Tomé una larga ducha caliente. Luego me encerré allí con mi zapato. Eran las seis en punto de la mañana. Estarían recogiendo el Taurus. Seguramente Eliot y el tipo mayor. Duffy se habría quedado en la base. Saqué el dispositivo del e-mail y envié: «¿Duffy?» Noventa segundos después ella contestó: «Aquí. ¿Cómo está?» Tecleé: «Bien. Comprueben este nombre donde puedan, incluso con PM Powelclass="underline" Angel Doll, posible cómplice de Paulie, ambos posibles ex militares.»

«Lo haremos», contestó.

Acto seguido envié la pregunta que me había rondado por la cabeza durante cinco horas y media: «¿Cuál es el verdadero nombre de Teresa Daniel?»

Se produjo la habitual demora de noventa segundos, y Duffy respondió: «Teresa Justice.»

6

Acostarme no tenía sentido, así que me quedé junto a la ventana y miré cómo amanecía. La luz enseguida me dio de lleno. El sol se elevaba sobre el mar. Contemplé una golondrina ártica que llegaba del norte. Volaba bajo muy cerca de la orilla. Pasaba rozando sobre las rocas. Me figuré que estaba buscando un sitio para construir un nido. Arrojaba sombras grandes como buitres. De pronto abandonó la búsqueda y serpenteó, revoloteó, descendió en picado y se hundió en el agua. Salió un instante después, y en el cielo quedó un reguero de gotitas plateadas de agua helada. No llevaba nada en el pico. Pero volaba como si estuviera igualmente feliz. Estaba mejor adaptada que yo.

Después de eso ya no hubo mucho más que ver. A lo lejos distinguí unas cuantas gaviotas argénteas. Entrecerré los ojos por el resplandor y busqué señales de ballenas o delfines, pero no vi nada. Observé marañas de algas arrastradas por corrientes circulares. A las seis y cuarto oí los pasos de Duke en el pasillo y el chasquido de la cerradura. No entró. Se limitó a alejarse pesadamente. Me volví, miré hacia la puerta y respiré hondo. Decimotercer día, jueves. Acaso habría sido mejor que cayese en viernes. No estaba seguro. «Sea lo que sea, adelante con ello», pensé. Respiré hondo otra vez, salí al pasillo y bajé las escaleras.

Esta vez Duke estaba descansado y yo agotado. Ni rastro de Paulie. Bajé al gimnasio del sótano y no vi a nadie. Duke no se quedó a desayunar. Se esfumó por algún sitio. Apareció Richard Beck para comer en la cocina. En la mesa sólo estábamos él y yo. El mecánico tampoco se encontraba ahí. La cocinera andaba atareada en los fogones. La muchacha irlandesa entraba y salía del comedor. Se movía deprisa. Se apreciaba tensión en el ambiente. Algo pasaba.

– Llega un envío importante -dijo Richard Beck-. Siempre sucede lo mismo. Todos se ponen nerviosos por el dinero que van a ganar.

– ¿Vas a volver a la universidad? -le pregunté.

– El domingo -contestó. No parecía preocupado por ello.

Pero yo sí lo estaba. Faltaban tres días para el domingo. Mi quinto día allí. El último. Para entonces ya habría pasado lo que tuviera que pasar. El chico iba a presenciar todo el fuego cruzado.

– ¿Te parece bien? -pregunté.

– ¿Regresar a las clases?

Asentí.

– Después de lo ocurrido.

– Ahora ya sabemos quiénes lo hicieron -respondió-. Unos gilipollas de Connecticut. No volverá a ocurrir.

– Pareces muy seguro.

Me miró como si yo fuese un chiflado.

– Mi padre se las ve constantemente con asuntos así. Y si para el domingo no está arreglado, me quedaré aquí hasta que lo esté.

– ¿Tu padre lleva todo esto él solo? ¿No tiene ningún socio?

– Lo lleva solo -repuso. Ya no había ambivalencia. Parecía contento de estar en casa, seguro y cómodo, orgulloso de su padre. Su mundo se había encogido hasta un cuarto de hectárea de granito yermo y solitario, rodeado por un mar agitado y un alto muro de piedra coronado con alambre de espino.

– Creo que no mataste realmente a aquel poli -me dijo.

Lo miré fijamente.

– Me parece que sólo lo heriste -aclaró-. En todo caso, eso espero. Ya sabes, a lo mejor ahora mismo se está recuperando en algún hospital. Es lo que creo. Deberías hacer lo mismo, tener una actitud más positiva. Es mejor así. Te quedas con la rosa sin las espinas.

– No sé -dije.

– Pues sólo fíngelo -repuso-. Utiliza la fuerza del pensamiento positivo. Has de decirte a ti mismo: Hice algo correcto ante lo que no cabían reparos.

– Veo que tu padre llamó a la policía -repliqué.

– Sólo fíngelo -repitió-. Es lo que hago yo. Lo malo no sucedió a menos que uno decida recordarlo.

Richard había dejado de comer y tenía la cabeza apoyada en su mano izquierda. Sonreía alegre, pero su subconsciente recordaba varias cosas malas, en aquel preciso instante. Estaba claro. Las rememoraba en toda su dimensión.

– Muy bien -dije-. Sólo fue una herida superficial.

– Orificio de entrada y salida -precisó-. Limpia como una patena.

No respondí.

– Fallaste por una décima de segundo -agregó-. Fue un milagro.

Lo admití como cierto. Habría sido una especie de milagro. Eso seguro, maldita sea. Si disparas a alguien en el pecho una bala expansiva Magnum 44 le haces un agujero del tamaño de Rhode Island. Por lo común, la muerte es instantánea. El corazón se para inmediatamente, sobre todo porque ya no está. Supuse que el chico nunca había visto a alguien que le hubieran disparado. Pero después pensé que tal vez sí. Y que quizá no le había gustado mucho.

– Pensamiento positivo -insistió-. Es la clave. Imagínate que está bien atendido y cómodo en algún sitio, restableciéndose.

– ¿Qué trae el envío? -pregunté.

– Seguramente falsificaciones -dijo-. Procedentes de Pakistán. Importamos alfombras persas de doscientos años de antigüedad fabricadas allí el mes pasado. Así de imbécil es la gente.

– ¿Ah, sí?

Me miró y asintió con la cabeza.

– Ve lo que quiere ver.

– ¿De verdad?

– Siempre.

Aparté la vista. No había café. Al cabo del tiempo uno se da cuenta de que la cafeína es adictiva. Me sentía irritado. Y cansado.

– ¿Qué vas a hacer hoy? -preguntó.

– No lo sé.

– Yo voy a leer. Después quizá pasearé un poco. Por la orilla, a ver qué ha arrojado el mar por la noche.

– ¿El mar arroja cosas?

– A veces. Ya sabes, cosas que caen de las embarcaciones.

Lo observé. ¿Me estaba diciendo algo? Yo había oído hablar de contrabandistas que hacían flotar fardos de marihuana hasta la costa en lugares aislados. Presumí que para la heroína funcionaría el mismo sistema. ¿Me estaba diciendo algo? ¿Me estaba avisando? ¿Sabía él algo de mi bulto escondido? ¿Y qué era toda esa monserga sobre el poli que recibió el disparo? ¿Psicoparloteo? ¿Estaba jugando conmigo?

– Ocurre sobre todo en verano -puntualizó-. Ahora hace demasiado frío para los botes. Creo que me quedaré dentro. Tal vez pinte un rato.

– ¿Pintas?

– Soy estudiante de bellas artes. Ya te lo dije.

Asentí. Clavé la mirada en la nuca de la cocinera, como para persuadirle de que preparara café por telepatía. Entonces entró Duke. Se acercó a mí. Puso una mano en el respaldo de la silla y la otra plana sobre la mesa. Se inclinó como para hacerme alguna confidencia.

– Tu día de suerte, capullo -soltó.

No respondí.

– Vas a llevar en coche a la señora Beck. Quiere ir de compras.