– ¿Adónde?
– A donde sea -dijo.
– ¿Todo el día?
– Mejor si es así.
Asentí. «Cuando reciben un envío no confían en un desconocido.»
– Coge el Cadillac -indicó. Dejó las llaves sobre la mesa-. Procura que no regrese demasiado pronto.
«O cuando reciben un envío no confían en la señora Beck.»
– Muy bien -dije.
– Lo encontrarás muy interesante. Sobre todo la primera parte. Por lo menos yo me lo paso en grande, todas las veces sin excepción.
No tenía ni idea de qué quería decir, y no perdí tiempo haciendo conjeturas. Tan sólo miraba fijamente la cafetera vacía. Duke se marchó, y un instante después la puerta principal se abrió y se cerró. El detector de metales pitó dos veces. Duke y Beck, armas y llaves. Richard se levantó de la mesa y se marchó sin prisas. Me quedé a solas con la cocinera.
– ¿Hay café? -pregunté.
– No.
Permanecí sentado hasta que supuse que un chófer diligente debería de estar preparado y esperando, así que salí por la puerta de atrás. El detector de metales pitó cortésmente al paso de las llaves. La marea había subido del todo y el aire era frío y estimulante. Olía a sal y algas. Ya no había marejada y escuchaba el romper de las olas. Rodeé los garajes, encendí el Cadillac y salí marcha atrás. Lo llevé hasta la rotonda delante de la casa y esperé allí con el motor en marcha para que funcionara la calefacción. En el horizonte veía diminutos barcos que iban y volvían de Portland. Se deslizaban justo en la línea de encuentro entre el cielo y el agua, medio ocultos, lentísimos. Me pregunté si alguno era el de Beck, o si ya había amarrado y estaba listo para ser descargado. Me pregunté si un funcionario de aduanas estaba dejando pasar la embarcación, los ojos al frente, derechos hacia el siguiente barco de la fila, con un fajo de billetes nuevecitos en el bolsillo.
Elizabeth Beck salió de la casa diez minutos más tarde. Llevaba una falda escocesa hasta la rodilla, un jersey blanco fino y una chaqueta de lana. Las piernas descubiertas. Sin medias. El cabello peinado hacia atrás y sujeto con una goma. Parecía tener frío. También presentaba un rostro de resignado desafío, aprensivo. Como una aristócrata que se dirigiera a la guillotina. Imaginé que estaba acostumbrada a que fuera Duke quien la llevara. Me figuré que le resultaría violento salir de paseo con el asesino de policías. Salí y me dispuse a abrirle la puerta de atrás.
– Me sentaré delante -dijo.
Se instaló en el asiento del acompañante y yo me coloqué a su lado.
– ¿Adónde vamos? -pregunté cumplidamente.
Ella miró por la ventanilla.
– Ya hablaremos de esto cuando hayamos cruzado la verja -respondió.
La verja estaba cerrada y Paulie se hallaba delante, justo en medio. Parecía más grande que nunca. Parecía que, en vez de hombros y brazos, llevara embutidas en el traje pelotas de baloncesto. Tenía la cara enrojecida del frío. Nos había estado esperando. Detuve el coche a dos metros de él. Lo miré fijamente. Me ignoró y se acercó a la ventanilla de Elizabeth Beck. Le sonrió, golpeó el cristal con los nudillos y con la mano hizo un gesto sinuoso. Ella tenía la mirada clavada en el parabrisas. Intentó no hacerle caso. Paulie golpeó de nuevo. Elizabeth se volvió hacia él. El gorila alzó las cejas. Repitió el gesto sinuoso. Ella se estremeció. Fue casi un espasmo físico que balanceó el coche. Elizabeth se miró con insistencia una uña y a continuación la posó sobre el botón y apretó. El cristal bajó con un zumbido. Paulie se agachó con el antebrazo derecho en el marco.
– Buenos días -dijo.
Se inclinó hacia dentro y le tocó la mejilla con el dorso del índice. Ella se quedó inmóvil. Se limitó a mirar al frente. Se colocó tras la oreja un mechón de pelo.
– Tu visita de anoche me encantó -dijo él.
Ella se estremeció otra vez, como si estuviera muerta de frío. Él bajó la mano hasta el pecho de ella. Lo abarcó con la mano ahuecada y lo apretó. Ella no se movió. Pulsé el botón de mi lado. El cristal de ella subió lentamente, pero se paró al encontrarse con el brazo gigantesco de Paulie, y volvió a bajar. Abrí la puerta y salí. Rodeé el capó. Paulie seguía en cuclillas. Aún tenía la mano dentro del coche. La había bajado un poco.
– Lárgate -me espetó sin dejar de mirarla.
Me sentí como un leñador ante una secuoya sin un hacha ni una motosierra. Me pregunté por dónde empezar. Le di un puntapié en el riñón. Aquel golpe habría mandado un balón de fútbol fuera del estadio, al aparcamiento. Habría resquebrajado un poste del alumbrado público. Habría enviado a la mayoría de tíos al hospital. Pero en Paulie tuvo el mismo efecto que una cortés palmadita en la espalda. Él ni siquiera hizo ruido alguno. Colocó ambas manos en el marco de la portezuela y se puso en pie despacio. Se volvió hacia mí.
– Tranquilo, comandante -dijo-. Es sólo mi manera de darle los buenos días a la señora.
Acto seguido se alejó evitándome y abrió la verja. Lo observé. Parecía muy tranquilo. No aprecié ningún indicio de reacción. Era como si ni siquiera lo hubiese tocado. Me quedé quieto y dejé que mi nivel de adrenalina fuera bajando. Después miré el coche. El maletero y el capó. Rodear el maletero significaría que tenía miedo, de modo que opté por el capó. Aunque me aseguré de quedar fuera de su alcance. No me hacía ninguna ilusión que un cirujano estuviera seis meses ocupado en reconstruirme los huesos de la cara. A lo máximo que me acerqué fue a metro y medio. Paulie se limitó a abrir la verja de par en par y se hizo a un lado para que el coche saliese.
– Más tarde hablaremos de este puntapié, ¿vale? -me gritó al pasar.
No respondí.
– Y no te lleves una impresión equivocada, comandante -añadió-. A ella le gusta.
Elizabeth Beck había cerrado su ventanilla y miraba al frente, pálida y humillada. Giré hacia el oeste. Miré a Paulie por el retrovisor. Estaba cerrando la verja.
– Lamento que haya tenido que ver esto -dijo Elizabeth en voz baja.
Guardé silencio.
– Y gracias por haber intervenido -agregó-. Pero habrá sido en vano. Me temo que le causará más de un disgusto. El ya le odia y no es una persona demasiado razonable.
Seguí sin decir nada.
– Es una cuestión de control, naturalmente -señaló. Era como si estuviera dándose explicaciones a sí misma, no hablando conmigo-. Una demostración de poder. Nada más. No hay verdadero sexo. El no puede. Demasiados esteroides, supongo. Sólo me manosea.
Continué en silencio.
– Me obliga a desnudarme -añadió-. Me hace desfilar delante de él. Me toquetea. No hay sexo. Es impotente.
No abrí la boca. Sólo conduje despacio, manteniendo el coche estable por las curvas costeras.
– Por lo general dura aproximadamente una hora -precisó.
– ¿Se lo ha contado a su marido?
– ¿Y qué podría hacer él?
– Despedirlo.
– Eso no es posible -dijo ella.
– ¿Por qué?
– Porque Paulie no trabaja para mi marido.
La miré. Recordé cuando le dije a Duke que debería deshacerse de él. Y que Duke había respondido que no era tan fácil.
– Entonces ¿para quién trabaja? -pregunté.
– Para otra persona.
– ¿Quién?
Meneó la cabeza. Era como si no pudiera pronunciar el nombre.
– Es una cuestión de control -repitió-. No puedo oponerme a lo que me hacen igual que mi esposo no puede oponerse a lo que le hacen a él. Nadie puede oponerse. A nada, ¿entiende? Esta es la cuestión. A usted tampoco le permitirán poner objeciones a nada. A Duke ni se le ocurriría, desde luego. Es un animal.
No dije nada.
– Doy gracias a Dios por tener un hijo varón -dijo-. Y no una chica.
Seguí en silencio.
– Anoche fue horrible -continuó-. Pensaba que empezaría a dejarme tranquila. Además me estoy haciendo mayor.
La miré otra vez. No se me ocurría nada que decir.