– Ha sido sólo para reconfortarnos. Los dos estamos nerviosos y tensos.
– No tiene nada de malo.
– Complicará las cosas -dijo ella.
Negué con la cabeza.
– No, si nosotros no queremos -respondí-. No significa que tengamos que casarnos ni nada así. No nos debemos nada por ello.
– Ojalá no lo hubiéramos hecho.
– Pues yo me alegro de que lo hayamos hecho. Creo que si tienes ganas de hacer algo debes hacerlo.
– ¿Es ésa tu manera de pensar?
Aparté la mirada.
– Es la voz de la experiencia -señalé-. En una ocasión dije no cuando quería decir sí y he vivido para lamentarlo.
Duffy se ciñó el albornoz.
– Ha estado bien -dijo.
– Para mí también.
– Pero deberíamos olvidarlo. Ha significado lo que ha significado, nada más, ¿de acuerdo?
– De acuerdo -acepté.
– Y deberías pensarte bien lo de volver allá.
– De acuerdo -repetí.
Me tendí en la cama y pensé en cómo era decir no cuando en realidad uno quería decir sí. Mirándolo bien, decir sí había sido mejor, y yo no sentía ningún arrepentimiento. Duffy estaba callada. Era como si estuviéramos esperando a que sucediera algo. Tomé una larga ducha caliente y me vestí en el cuarto de baño. Ya no hablábamos. No había más que decir. Ambos sabíamos que yo iba a regresar a la casa. Me gustó que ella no intentara detenerme. Me gustó que los dos fuéramos personas prácticas y centradas. Me estaba atando los cordones de los zapatos cuando ella recibió un e-mail. El portátil emitió un sonido metálico, como el tono agudo pero apagado de una campana. Como un microondas cuando la comida está lista. Ninguna voz artificial diciendo «tienes correo». Salí del cuarto de baño y ella se sentó frente al ordenador y pulsó un botón.
– Mensaje de mi oficina -dijo-. Según los archivos, hay once ex polis sospechosos que se llaman Duke. Hice la solicitud ayer. ¿Qué edad tiene?
– Unos cuarenta.
Se desplazó por la lista.
– ¿Del sur? ¿Del norte? -preguntó.
– Del sur no.
– Se han quedado en tres -anunció.
– La señora Beck ha dicho que también fue agente federal.
Duffy hizo avanzar un poco más el texto de la pantalla.
– John Chapman Duke -dijo-. Es el único que después fue federal. Empezó en Mineápolis siendo policía y a continuación detective. Sometido a tres investigaciones por Asuntos Internos. Sin resultados. Luego estuvo con nosotros.
– ¿La DEA? ¿En serio?
– No; me refiero a la administración federal. Trabajó en Hacienda.
– ¿En qué exactamente?
– No lo pone. Pero al cabo de tres años fue procesado. Alguna corruptela. Además fue sospechoso de varios homicidios, pero sin pruebas fundadas. De todos modos estuvo cuatro años en la cárcel.
– ¿Descripción?
– Blanco, más o menos de tu talla. Aunque en la foto parece más desagradable.
– Es él -afirmé.
Duffy siguió mirando la pantalla. Leyó el resto del informe.
– Ten cuidado -advirtió-. Parece un mal bicho.
– Descuida -dije. Pensé en darle un beso de despedida en la puerta. Pero no lo hice. Supuse que ella no querría. Apreté el paso hacia el Cadillac.
Regresé a la cafetería y casi al final de mi segunda taza apareció Elizabeth. No se veía la compra por ningún lado. Nada de bolsas llamativas. Imaginé que en realidad no había estado en ninguna tienda. Habría estado deambulando durante cuatro largas horas para dejar que el agente del gobierno hiciera lo que tuviera que hacer. Levanté la mano. No me hizo caso y fue directamente al mostrador. Pidió un café con leche y lo trajo a la mesa. Yo ya había decidido lo que iba a contarle.
– No trabajo para el gobierno -le dije apenas se sentó.
– Así pues, yo estaba equivocada -dijo ella por tercera vez.
– Sería imposible -añadí-. Maté a un policía, ¿recuerda?
– Sí.
– Los agentes del gobierno no hacen esas cosas.
– O quizá sí -replicó-. Sin querer.
– Pero después no huirían. Se quedarían y apechugarían con las consecuencias.
No abrió la boca y permaneció en silencio un buen rato. Bebía lentos sorbos de café.
– He estado allí unas ocho o diez veces -explicó-. Me refiero a la universidad. De vez en cuando organizan algo para las familias de los alumnos. Procuro ir al principio y al final de cada semestre. Un verano incluso alquilé una U-Haul y lo ayudé a trasladar su equipaje a casa.
– ¿Qué más?
– Es una universidad pequeña. Pero aun así, el primer día de cada semestre está de bote en bote. Montones de padres, de estudiantes, todoterrenos, coches, camionetas, tráfico por todas partes. Los días de visita de familiares son todavía peor. ¿Y sabe una cosa?
– ¿Qué?
– Jamás he visto allí un coche de la policía local. Ni una sola vez. Y desde luego tampoco a ningún detective de paisano.
Miré por la ventana a la acera interior del centro comercial.
– Supongo que es sólo una coincidencia -continuó-. Una mañana de un martes cualquiera de abril, a primera hora, sin que pase nada especial, hay un detective esperando junto a la puerta sin ninguna razón aparente.
– ¿Qué pretende decir?
– Que tuvo usted muy mala suerte -contestó-. A ver, ¿qué probabilidades había de que sucediera algo?
– No trabajo para el gobierno -repetí.
– Se ha duchado -comentó ella-. Y lavado el pelo.
– ¿Ah, sí?
– Lo veo y lo huelo. Gel barato, champú barato.
– He ido a una sauna.
– No tenía usted dinero. Le he dado veinte dólares. Al menos se ha tomado dos tazas de café. Le quedarían unos catorce.
– He ido a una sauna barata.
– Seguramente.
– Sólo soy un tipo corriente -insistí.
– Y yo estaba equivocada al respecto.
– Parece como si deseara el hundimiento de su esposo.
– Así es.
– Iría a la cárcel.
– Ya vive en una cárcel. Y lo merece. Pero en una cárcel de verdad sería más libre que ahora. Y no estaría allí para siempre.
– Puede llamar a alguien -sugerí-. No tiene por qué esperar a que vayan por usted.
Meneó la cabeza.
– Eso sería un suicidio. Para mí y para Richard.
– Lo mismo que si hablara así de mí delante de otras personas. Yo no me quedaría quieto, recuerde. Habría gente que saldría malparada. Usted y Richard, tal vez.
Sonrió.
– ¿Otra vez negociando?
– Otra vez avisándola -corregí-. Esto es todo lo que hay.
Ella asintió.
– Sé mantener la boca cerrada -dijo, y luego lo confirmó al no decir una palabra más.
Terminamos el café en silencio y volvimos al coche andando. No hablamos. La llevé a casa, en dirección norte y este, sin saber a ciencia cierta si estaba transportando una bomba de relojería o dando la espalda a la única ayuda interior con que acaso podría contar.
Paulie aguardaba tras la verja. Probablemente había estado mirando por la ventana y tomado posición en cuanto vio el coche a lo lejos. Aminoré la marcha, me paré, y él me miró fijamente. Luego hizo lo propio con Elizabeth Beck.
– Deme el busca -dije.
– No puedo -replicó ella.
– Hágalo y basta -ordené.
Paulie alzó el picaporte y empujó la verja. Elizabeth abrió la cremallera del bolso y me dio el busca. Hice avanzar el coche y bajé la ventanilla. Me detuve donde Paulie esperaba para cerrar.
– Mira esto a ver si funciona -le dije.
Arrojé el aparato delante del coche. Fue un lanzamiento con la izquierda. Flojo y torpe. Pero cumplió su cometido. El pequeño rectángulo negro hizo un tirabuzón en el aire y aterrizó en mitad del sendero de entrada, a unos seis metros del vehículo. Paulie observó la trayectoria y cuando reparó en lo que era, se quedó petrificado.