– ¡Eh! -soltó.
Fue tras el chisme. Y yo fui tras él. Pisé el acelerador, los neumáticos aullaron y el coche dio un brinco adelante. Orienté la esquina izquierda del parachoques a su rodilla derecha. Me acerqué mucho. Pero él era rapidísimo. Recogió el busca del asfalto y se apartó de un salto. No lo atropellé por un palmo. El coche pasó disparado casi rozándolo. No reduje la velocidad. Aceleré y lo miré por el retrovisor, de pie tras mi estela, mirándome, inmerso en una nube de humo de neumático quemado. Me sentí decepcionado. Si tenía que pelear con un tío que pesaba ochenta kilos más que yo, habría preferido que estuviera lisiado. O que al menos no fuera tan rápido, puñeta.
Paré en la rotonda y Elizabeth Beck bajó frente a la puerta principal. A continuación dejé el coche en el garaje, y cuando me dirigía a la cocina Zachary Beck y John Chapman Duke salieron a mi encuentro. Estaban agitados y andaban deprisa. Tensos y preocupados. Pensé que iban a echarme la bronca por lo de Paulie. Pero no.
– Doll ha desaparecido -dijo Beck.
Me quedé quietó. Soplaba brisa. La perezosa marejada había dejado paso a olas grandes y ruidosas como las de la primera noche. El aire estaba saturado de gotitas.
– Lo último que hizo fue hablar con usted -dijo Beck-. Después cerró y se marchó y no se le ha vuelto a ver.
– ¿Qué quería de ti? -inquirió Duke.
– No lo sé -contesté.
– ¿No lo sabes? Estuviste con él cinco minutos a solas.
Confirmé con la cabeza.
– Me llevó a la oficina del almacén.
– ¿Y?
– Y nada. Él iba a decirme algo pero sonó su móvil.
– ¿Quién era?
Me encogí de hombros.
– ¿Cómo iba a saberlo? Algo urgente. Estuvo al teléfono los cinco minutos. Estaba haciéndome perder el tiempo a mí y a todos, así que me cansé y me marché.
– ¿Qué decía por teléfono?
– No escuché. No es de buena educación.
– ¿Alcanzó a oír algún nombre? -preguntó Beck.
Me volví hacia él y negué con la cabeza.
– Ningún nombre. Pero se conocían, eso seguro. Doll escuchó la mayor parte del tiempo. Creo que estaba recibiendo instrucciones.
– ¿Sobre qué?
– Ni idea -dije.
– ¿Algo urgente?
– Imagino que sí. Parecía haberse olvidado de mí por completo. Naturalmente, no trató de detenerme cuando me fui.
– ¿Es todo lo que sabe?
– Supuse que le estaban dando instrucciones. Tal vez para el día siguiente.
– ¿Para hoy?
Volví a encogerme de hombros.
– Sólo son conjeturas. Más que una conversación parecía un monólogo.
– Genial -soltó Duke-. Pues sí que nos estás ayudando.
Beck contempló el mar.
– Así que recibió una llamada urgente en el móvil, cerró y se marchó. ¿No puede decirnos nada más?
– Yo no lo vi cerrar -señalé-. Y tampoco salir. Cuando me fui, él seguía al teléfono.
– Pues cerró -dijo Beck-. Y también se marchó. Esta mañana todo estaba completamente normal.
No dije nada. Beck se volvió noventa grados y miró hacia el este. El viento procedente del mar le aplastaba la ropa contra el cuerpo. Las perneras del pantalón se agitaban como banderas. Movía los pies, restregando las suelas de los zapatos en la arenilla como si intentara entrar en calor.
– Bien, ya lo aclararemos -soltó-. Pero no ahora. Nos espera un fin de semana muy entretenido.
Guardé silencio. Los dos dieron media vuelta y regresaron a la casa.
Estaba cansado pero no iba a poder descansar. No me cabía ninguna duda. Había mucho trajín, y la calma de las dos noches anteriores se había ido a paseo. En la cocina no había comida. Nada para cenar. La cocinera no estaba. Oí pasos en el pasillo. Duke entró en la cocina, pasó delante de mí y salió por la puerta de atrás. Llevaba una bolsa de deporte Nike de color azul. Lo seguí, me paré y desde la esquina de la casa vi que entraba en el segundo garaje. Cinco minutos después sacó el Lincoln negro marcha atrás y se alejó. Le había cambiado las placas de la matrícula. Cuando lo había visto en mitad de la noche, tenían seis dígitos de Maine; ahora un número de siete cifras de Nueva York. Volví a entrar y busqué café. Encontré la cafetera, pero ningún filtro de papel. Me conformé con un vaso de agua. A mitad del trago entró Beck, también con una bolsa de deporte. El modo en que colgaba de las asas y el ruido que hacía al chocar con su pierna revelaba que contenía metal pesado. Seguramente armas; tal vez dos.
– Coja el Cadillac -dijo-. Ahora mismo. Recójame en la entrada.
Sacó las llaves del bolsillo y las dejó caer en la mesa, delante de mí. Después se agachó, abrió la cremallera de la bolsa y sacó dos placas de matrícula de Nueva York y un destornillador. Me lo dio todo.
– Primero póngale esto -ordenó.
Vi las armas en la bolsa. Dos Heckler & Koch MP5K, cortas, gruesas y negras, con grandes mangos bulbosos moldeados. Diseño futurista, como del atrezo de una película.
– ¿Adónde vamos? -pregunté.
– Seguiremos a Duke hasta Hartford, Connecticut. Allí tenemos negocios, ¿recuerda?
Cerró la cremallera, cogió la bolsa y se marchó por el pasillo. Me quedé quieto un instante. Acto seguido levanté el vaso de agua y brindé con la pared que tenía delante.
«Brindemos por las guerras sangrientas y las enfermedades fatales», me dije.
7
Dejé la cocina y me dirigí a los garajes. Empezaba a caer la noche en el horizonte del mar, cien kilómetros al este. El viento soplaba con fuerza y batían las olas. Me detuve y me volví con aire despreocupado. No vi a nadie. Así que me agaché y desaparecí junto al muro del patio. Encontré mi bulto oculto, dejé sobre las rocas las placas falsas y el destornillador y desenvolví las armas. La Glock de Duffy fue a parar al bolsillo derecho del abrigo. La PSM de Doll, al izquierdo. Encajé los cargadores de repuesto en el cinturón. Escondí la alfombra, cogí las placas y el destornillador y retrocedí hasta la entrada del patio.
El mecánico estaba atareado en el tercer garaje. El vacío. Engrasaba las bisagras con las puertas abiertas de par en par. El espacio tras él parecía aún más limpio que cuando lo había visto por la noche. Estaba impoluto. Habían pasado la manguera por el suelo. Había trozos que aún se estaban secando. Le saludé con un gesto de la cabeza y él hizo lo propio. Abrí el garaje de la izquierda. Me puse en cuclillas y desatornillé la placa de Maine de la tapa del maletero del Cadillac y la sustituí por una de Nueva York. Repetí la operación en la parte delantera. Dejé en el suelo las placas viejas y el destornillador, subí y encendí el motor. Salí marcha atrás y me dirigí a la rotonda. El mecánico me observó.
Beck me estaba esperando. Él mismo abrió la puerta de atrás y dejó la bolsa de deporte en el asiento. Oí las armas moverse dentro. Luego se sentó a mi lado.
– Vamos -dijo-. Coja la I-95 hacia Boston.
– Hemos de repostar -señalé.
– Muy bien. En la primera gasolinera que vea.
Paulie estaba aguardando junto a la verja, el rostro todavía crispado por la furia. Él constituía un problema que no podía durar mucho más tiempo. Me lanzó una mirada feroz. Tuvo sus ojos clavados en mí mientras abría la puerta. No le hice caso y arranqué. No miré por el retrovisor. Por lo que a él se refería, mi lema iba a ser «ojos que no ven, corazón que no siente».
La carretera costera estaba desierta. Doce minutos después llegamos a la autopista. Me estaba acostumbrando al Cadillac. Era un buen coche. Cómodo y silencioso. Pero consumía mucha gasolina. Ya lo creo. La aguja bajaba peligrosamente. Por lo que recordaba, la primera gasolinera era la que había al sur de Kennebunk. Donde había quedado con Duffy y Eliot camino de New London. Llegamos en quince minutos. Pasé por delante del aparcamiento donde habíamos forzado la furgoneta y me dirigí a los surtidores. Beck no abrió la boca. Salí y llené el depósito. Tardé lo suyo. Setenta litros. Beck bajó la ventanilla y me dio unos billetes.