– Pague la gasolina siempre en metálico -dijo-. Es más seguro.
Me quedé el cambio, algo más de quince dólares. Supuse que estaba en mi derecho. Aún no me habían pagado. Regresé a la carretera y me puse cómodo para el viaje. Estaba cansado. Cuando uno se encuentra así, lo peor es un kilómetro tras otro de solitaria autopista. Beck iba tranquilo a mi lado. Al principio creí que estaba taciturno. O que era reservado, o se sentía cohibido. Después caí en la cuenta de que estaba nervioso. Me figuré que no se hallaba demasiado a gusto camino de la batalla. Yo sí. Sobre todo porque sabía a ciencia cierta que no íbamos a encontrar a nadie contra quien pelear.
– ¿Cómo está Richard? -le pregunté.
– Bien. Tiene fuerza interior. Es un buen hijo.
– ¿Sí? -repuse, porque tenía que decir algo. Necesitaba hablar con él para mantenerme despierto.
– Es muy leal. Un padre no puede pedir más.
Volvió a quedarse callado, y yo me esforcé en seguir despabilado. Diez kilómetros, quince.
– ¿Se las ha visto alguna vez con traficantes de poca monta? -me preguntó.
– No -respondí.
– Tienen algo característico.
Durante treinta kilómetros no dijo nada más. Luego retomó el tema como si hubiera estado todo el rato persiguiendo una idea escurridiza.
– Son esclavos de la moda -explicó.
– ¿En serio? -dije, como si tuviera algún interés. No lo tenía, pero aun así necesitaba que hablara.
– Las drogas sintéticas son artículos de moda. En realidad, sus clientes no son peores que ellos. No me aclaro con las porquerías que venden. Cada semana un nombre raro distinto.
– ¿Qué es una droga sintética?
– La que se fabrica en un laboratorio -respondió-. Ya sabe, algo elaborado, químico. Nada que ver con lo que crece en la tierra de manera natural.
– Como la marihuana.
– O la heroína -dijo-. O la cocaína. Estos son productos naturales. Orgánicos. Están refinados, claro, pero no proceden de un vaso de precipitados.
No dije nada. Sólo me esforzaba por mantener los ojos abiertos. En el coche hacía calor. Cuando uno está cansado necesita aire fresco. Para seguir despierto me mordí el labio inferior.
– La moda contamina todo lo que toca -señaló-. Absolutamente todo. Por ejemplo, los zapatos. Esos tipos que buscaremos esta noche, cada vez que los veo llevan zapatos distintos.
– ¿Qué? ¿Zapatillas de deporte y tal?
– Exacto, como si jugaran a baloncesto para ganarse la vida. Un día los veo con unas Reebok de doscientos dólares, nuevas de trinca. Y la siguiente vez, las Reebok están pasadas de moda y hay que llevar las Nike o cualquier otra. Nike-air por aquí, Nike-air por allá. O de pronto son las botas Caterpillar, o las Timberland. Piel, Gore-tex y más piel. Primero negro, después ese color amarillo como el de las botas de trabajo. Siempre con los cordones desatados. Y de nuevo es el turno de las zapatillas, sólo que ahora son Adidas, con las rayas pequeñas. Doscientos, trescientos dólares cada vez. Sin motivo alguno. Es una locura.
No abrí la boca. Me limitaba a conducir, con los párpados rígidos y un escozor terrible en los ojos.
– ¿Sabe por qué pasa esto? -preguntó-. Por el dinero. Tienen tanto dinero que no saben qué hacer con él. Como las cazadoras. ¿Ha visto qué cazadoras llevan? Una semana son North Face, brillantes e hinchadas, con relleno de plumas de ganso, da igual que sea invierno o verano pues esos tíos sólo salen por la noche. Y a la semana siguiente lo brillante ya es cosa del pasado. Quizá North Face está bien, pero ahora tocan las microfibras. Y después vienen las cazadoras con letras, de lana con mangas de piel. Cada estilo dura aproximadamente una semana.
– Qué disparate -dije por decir algo.
– Es por el dinero -repitió-. No saben qué hacer con él, así que cambian por cambiar. Lo contamina todo. También las armas, desde luego. A esos tíos les gustaban las Heckler & Koch MP5K. Ahora, según usted, tienen Uzi. ¿Me entiende? Para ésos, incluso las armas son objetos que siguen la moda, como las zapatillas o las cazadoras. O tomemos su producto propiamente dicho, y llegamos al punto de partida. Sus exigencias cambian constantemente, en todos los terrenos. Incluso en lo referente a los coches. Les gustan sobre todo los coches japoneses, modas que vienen de la Costa Oeste, supongo. Pero una semana son los Toyota, y la siguiente los Honda. Y después los Nissan. Hace dos o tres años preferían la Nissan Maxima, como la que usted robó. Después llegaron las Lexus. Es una manía. También pasa con los relojes. Ahora llevan Swatch y luego Rolex. No ven la diferencia. Es demencial. Naturalmente, estando como estoy en el mercado, como proveedor que soy, no me quejo. El mercado acabará siendo obsoleto, pero a veces va todo demasiado rápido. Es difícil seguir.
– ¿Así que está en el mercado?
– ¿Qué creía? -dijo-. ¿Que era un contable?
– Un importador de alfombras.
– Y lo soy. Importo montones de alfombras.
– Ajá.
– Pero eso esencialmente es una tapadera -aclaró. Soltó una carcajada y añadió-: Hoy en día hay que tomar precauciones al vender zapatillas de deporte a gente como ésa.
Continuó riendo. Una risa en la que había mucha tensión nerviosa. Seguí conduciendo. Se tranquilizó. Miró por la ventanilla y luego por el parabrisas. Habló de nuevo, como si esto le conviniera tanto a él como a mí.
– ¿Usted nunca lleva zapatillas?
– No -respondí.
– Es que estoy buscando a alguien que me lo explique. ¿Verdad que no hay ninguna diferencia racional entre unas Reebok y unas Nike?
– No sé.
– A ver, probablemente salen de la misma fábrica. De algún lugar de Asia. Seguramente son idénticas hasta que les ponen el logotipo.
– Tal vez -dije-. Lo cierto es que no lo sé. Nunca he hecho deporte. Jamás he llevado esa clase de calzado.
– ¿Hay diferencia entre un Toyota y un Honda?
– No lo sé.
– ¿Cómo es que no lo sabe?
– Porque jamás he tenido un VP.
– ¿Qué es un VP?
– Un vehículo de propiedad. Así llamábamos en el ejército a un Toyota o un Honda. O a un Nissan o un Lexus.
– Así pues, ¿qué sabe usted?
– Sé cuál es la diferencia entre llevar un Swatch y un Rolex.
– Vale. ¿Cuál es?
– Ninguna -precisé-. Los dos te dicen la hora.
– Eso no es una respuesta.
– Conozco la diferencia entre una Uzi y una Heckler & Koch.
Se volvió y me miró.
– Bien. Fantástico. Explíquemela. ¿Por qué esos tíos desechan sus Heckler & Koch y prefieren las Uzi?
El Cadillac avanzaba zumbando. Me encogí de hombros ante el volante. Reprimí un bostezo. Era una pregunta estúpida, claro. Los tipos de Hartford no habían desechado sus MP5K porque prefirieran las Uzi. Nada de eso. Eliot y Duffy no habían tenido en cuenta cuál era el «arma del día» en Hartford y que Beck lo sabía todo de allí, de modo que dieron a sus hombres las Uzi porque serían las que estaban más a mano.
Sin embargo, en teoría era una buena pregunta. Una Uzi es un arma buena de veras. Acaso algo pesada. No tiene la mayor velocidad cíclica del mundo, lo que podría ser importante para mucha gente. Ni mucho estriado en el cañón, lo que reduce algo la precisión, pero es muy fiable, muy sencilla, de probada eficacia, y admite un cargador de cuarenta balas. Un arma excelente. De todos modos, cualquier derivado de una Heckler & Koch es mejor. Disparan la misma munición con más fuerza y más deprisa. Son muy precisas. En ciertas manos, tan precisas como un buen fusil. Muy seguras. Rotundamente mejores. Un gran diseño de los setenta frente a un gran diseño de los cincuenta. No en todos los casos se cumple, pero si hablamos de material de guerra militar, lo moderno siempre es mejor.