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– No sé -dije-. No le veo sentido.

– Exacto -dijo Beck-. Es por la moda. Se trata de un capricho. Una compulsión. Favorece que todos hagan negocios pero también que todos se vuelvan chalados.

Sonó su móvil. Lo sacó con destreza del bolsillo y contestó pronunciando su nombre, brusco y tajante. Y un poco nervioso. Beck. Pareció como si tosiera. Escuchó largo rato. Hizo que le repitieran unas señas y unas instrucciones, interrumpió la comunicación y volvió a guardar el teléfono en el bolsillo.

– Era Duke -dijo-. Ha hecho algunas llamadas. Esos tipos no están en Hartford, pero al parecer tienen una casa en el campo, algo al sur y al este, donde cree que están escondidos. Así que vamos allá.

– Cuando lleguemos, ¿qué haremos exactamente?

– Nada del otro mundo. Tampoco haremos una montaña de esto. Ni detalles ni fiorituras. En un caso así, prefiero acribillarlos, sencillamente. La marca de lo irremediable, ¿entiende? Pero sin darle mucha importancia. Por ejemplo, si usted me creara problemas, el castigo sería rápido y seguro, no le quepa duda, no iba a darle demasiadas vueltas.

– Así pierde clientes.

– Puedo reponerlos. La cola de gente da la vuelta a la manzana. Esto es lo verdaderamente fabuloso de este negocio. La balanza de la oferta y la demanda se inclina del lado de la demanda.

– ¿Va a hacerlo usted mismo?

Negó con la cabeza.

– Para eso están usted y Duke.

– ¿Yo? Pensaba que sólo tenía que conducir.

– Ya se cargó a dos. No le vendrá de otros dos.

Apagué la calefacción y me esforcé por mantener los ojos abiertos. «Guerras sangrientas», pensé.

Estábamos rodeando Boston, y a mitad de camino Beck me dijo que pusiera rumbo al suroeste al llegar al Mass Pike y que luego tomara la I-84. Recorrimos otros noventa kilómetros en aproximadamente una hora. El no quería que yo condujera demasiado deprisa. No quería llamar la atención. Matrículas falsas, una bolsa llena de armas automáticas en el asiento de atrás; mejor no involucrar a la policía de carreteras. Tenía su lógica. Conduje como un autómata. Llevaba cuarenta horas sin dormir, pero no lamentaba haber dejado pasar la oportunidad de echar una siesta en el motel de Duffy. Me alegraba recordarlo, pese a no compartir ella la misma sensación.

– La próxima salida -anunció.

Inmediatamente después, la I-84 cruzaba la ciudad de Hartford. Había nubes bajas que las luces volvían anaranjadas. La salida desembocaba en una carretera ancha que al cabo de un par de kilómetros se estrechaba y llevaba al sudeste. Por delante había oscuridad. Vi unas cuantas tiendas cerradas, cebos y avíos, cerveza fría, recambios de motocicleta, y después absolutamente nada salvo la oscura silueta de los árboles.

– La próxima a la derecha -indicó al cabo de ocho minutos.

Me metí en una carretera secundaria, con el firme en malas condiciones y muchas curvas. Todo estaba oscuro. Tuve que concentrarme.

– Siga adelante -señaló.

Recorrimos otros doce o catorce kilómetros. No tenía ni idea de dónde estábamos.

– Muy bien -dijo-. Pronto deberíamos ver a Duke esperándonos.

Un par de kilómetros después mis faros iluminaron la matrícula trasera de Duke. Estaba aparcado en el arcén. El coche se hallaba ladeado en la pendiente, que bajaba hasta una zanja.

– Párese detrás de él.

Me detuve con el morro pegado al Lincoln. Quería dormir. Cinco minutos habrían bastado. Pero, en cuanto nos identificó, Duke bajó de su coche y se apresuró hacia la ventanilla de Beck. Éste bajó el cristal y Duke se puso en cuclillas e inclinó la cabeza para ver dentro.

– La casa está unos tres kilómetros más adelante -explicó-. Un largo camino de entrada que traza una curva, a la izquierda. Apenas una pista de tierra. Si vamos en silencio, despacio y con las luces apagadas, podemos hacer en coche más o menos la mitad del trayecto. El resto, a pie.

Beck no dijo nada. Se limitó a subir de nuevo la ventanilla. Duke regresó a su coche. Abandonó el arcén dando un bote y salió a la carretera. Lo seguí los tres kilómetros. Apagamos las luces a un centenar de metros del camino de entrada y giramos. Lentamente. La luna iluminaba un poco. Delante, el Lincoln daba bandazos y se bamboleaba como si se arrastrara sobre surcos. El Cadillac hacía lo mismo, desfasado, arriba cuando el Lincoln estaba abajo, serpenteando a la derecha donde el Lincoln torcía a la izquierda. Aminoramos hasta ir a velocidad de ralentí para avanzar más pegados. De pronto brillaron las luces de freno de Duke y éste se paró en seco. Me detuve detrás. Beck se volvió en el asiento y tiró de la bolsa de deporte a través del hueco que había entre los dos, la apoyó en las rodillas y abrió la cremallera. Me entregó una de las MP5K, con dos cargadores de repuesto de treinta balas.

– Acaben el trabajo -dijo.

– ¿Usted espera aquí?

Asintió con la cabeza. Desmonté el arma y la examiné. La monté otra vez, dejé una bala en la recámara y puse el seguro. Después guardé los cargadores en los bolsillos procurando que no entrechocaran con la Glock y la PSM. Bajé del coche con cuidado. Me quedé de pie y aspiré el frío aire de la noche. Fue un alivio. Me despertó. Alcanzaba a oler un lago cercano, y los árboles, y el mantillo de hojas. Y también una pequeña cascada a lo lejos, y el débil tictac de los motores de los vehículos al enfriarse. En los árboles soplaba una suave brisa. Aparte de eso no se oía nada más. Silencio total.

Duke estaba esperándome. Aprecié tensión e impaciencia en su postura. El ya había hecho trabajitos así antes. Estaba claro. Era el vivo retrato de un poli veterano antes de una redada importante. Cierto grado de familiaridad rutinaria, combinada con un profundo conocimiento de que no hay dos situaciones idénticas. Sostenía en la mano su Steyr, con el largo cargador de treinta disparos acoplado. Sobresalía bastante por debajo del mango, por lo que el arma parecía aún más grande y amenazadora.

– Vamos, gilipollas -susurró.

Me mantuve un metro y medio por detrás de él y avancé como lo haría un soldado de infantería. Tenía que ser convincente, como si me preocupara ofrecer un blanco notorio. Yo sabía que el lugar adonde íbamos estaba vacío, pero él no.

Doblamos un recodo y vimos la casa enfrente. Detrás de una ventana había una luz encendida. Seguramente conectada a un temporizador. Duke aminoró el paso y se detuvo.

– ¿Ves alguna puerta? -susurró.

Atisbé en la oscuridad. Vi un pequeño porche. Lo señalé.

– Espera en la entrada -susurré a mi vez-. Echaré un vistazo a la ventana iluminada.

Se mostró de acuerdo. Nos dirigimos hacia el porche. Él se quedó allí a esperar y yo serpenteé en dirección a la ventana. Eché cuerpo a tierra y me arrastré los últimos tres metros. Alcé la cabeza hasta el alféizar y miré dentro. Había una bombilla de poca potencia en una lámpara de mesa con una pantalla de plástico amarillo. Observé sofás y sillones hechos polvo. Y, en la chimenea, ceniza de un fuego apagado. En las paredes, revestimientos de pino. No se veía a nadie.

Repté hacia atrás hasta que la escasa luz permitió a Duke verme y sostuve dos dedos ahorquillados bajo los ojos. Código visual estándar de tirador-observador emboscado para indicar «veo». Luego alargué la palma con los cinco dedos extendidos. Veía a cinco personas. A continuación hice una complicada serie de gestos para explicar su colocación y sus armas. Sabía que Duke no los entendería. No los entendía ni yo. Que yo supiera, no significaban nada en absoluto. Nunca había sido francotirador. De todos modos, todo pintaba muy real. Parecía profesional, clandestino, apremiante.

Gateé otros tres metros, me puse en pie y me acerqué en silencio a la puerta para reunirme con él.

– Están colgados -musité-. Borrachos o drogados. Es una buena oportunidad, tenemos la victoria asegurada.

– ¿Armas?