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– Muchas, pero ninguna a su alcance. -Indiqué el porche-. Creo que al otro lado hay un pasillo. Una puerta interior y el pasillo. Tú vas por la izquierda y yo por la derecha. Aguardaremos en el pasillo. Los sorprenderemos cuando salgan a averiguar la causa del ruido.

– ¿Ahora das las órdenes tú?

– Yo he hecho el reconocimiento.

– Procura no meter la pata, gilipollas.

– Tú tampoco.

– Nunca lo hago -replicó.

– Muy bien -dije.

– Hablo en serio -advirtió-. Si te cruzas en mi camino, me encantará matarte igual que a los demás, no lo dudes.

– Estamos en el mismo bando.

– ¿Ah, sí? -soltó-. Ahora podremos averiguarlo.

– Tranquilízate.

Se calló. Tenso. Cabeceó en la oscuridad.

– Yo me encargo de esta puerta y tú de la de dentro. Uno tras otro -ordenó.

– De acuerdo -dije. Di media vuelta y sonreí. Sin duda era un poli veterano. Si yo abría la puerta interior, él entraría primero y yo después, y teniendo en cuenta los tiempos de reacción normales del enemigo, el segundo es el que generalmente recibe los disparos.

– Preparados -murmuré.

Dispuse la H &K para un único disparo y él quitó el seguro de su Steyr. Asentí con la cabeza y él hizo lo propio. Dio un puntapié a la puerta. Pegado a su hombro, me adelanté y propiné una patada a la puerta interior. Él pasó por mi lado, saltó a la izquierda y yo seguí detrás por la derecha. Duke no lo hizo mal. Formábamos un equipo bastante bueno. Estábamos agachados en perfecta posición antes incluso de que las destrozadas puertas hubieran dejado de oscilar sobre sus goznes. Él miraba al frente, a la puerta de entrada a la sala que había delante de nosotros. Sujetaba la Steyr con las dos manos, los brazos rectos, los ojos abiertos de par en par. Respiraba ruidosamente. Casi resollaba, superando lo mejor que podía ese prolongado momento de peligro. Saqué del bolsillo la PSM de Angel Doll. La empuñé con la mano izquierda, quité el seguro, me arrastré por el suelo y se la metí en la oreja.

– No se te ocurra moverte -le dije-. Tendrás que tomar una decisión. Voy a hacerte una pregunta. Sólo una. Si mientes o te niegas a contestar, te volaré la cabeza. ¿Has entendido?

Se quedó inmóvil, cinco segundos, seis, ocho, diez. Miraba desesperado la puerta de enfrente.

– No te apures, gilipollas -dije-. Ahí no hay nadie. Fueron detenidos la semana pasada. Por agentes del gobierno.

Seguía como una estatua.

– ¿Has entendido lo que te he dicho antes? ¿Lo de la pregunta?

Asintió con la cabeza, dubitativo, torpe, sintiendo el arma hincada en su oreja.

– Si no respondes, te levanto la tapa de los sesos. ¿Comprendido?

Asintió de nuevo.

– Muy bien, ahí va -dije-. ¿Estás listo?

Asintió otra vez.

– ¿Dónde está Teresa Daniel?

Hubo una larga pausa. Se volvió a medias hacia mí. Moví la mano para que el cañón de la PSM siguiera en su sitio. De pronto sus ojos revelaron que lo entendía todo.

– En tus sueños -me espetó.

Le volé la cabeza. Sólo separé apenas el cañón de su oreja y le disparé en la sien derecha. La detonación demolió el silencio. Sangre, fragmentos de cerebro y esquirlas de hueso salpicaban la pared. El fogonazo prendió en su cabello. Acto seguido, con la H &K que empuñaba en la mano derecha disparé dos veces al techo y con la PSM de la izquierda una al suelo. Cambié la H &K a fuego automático, me levanté y vacié el cargador a quemarropa en su cuerpo. Recogí su Steyr y acribillé el techo, sin parar, quince tiros seguidos, la mitad del cargador. El pasillo se llenó de humo acre, astillas de madera y trozos de yeso que volaban por todas partes. Cargué la H &K y acribillé las paredes de alrededor. El estruendo era ensordecedor. Los casquillos vacíos salían despedidos y caían como un chaparrón. Se agotó el cargador de la H &K y disparé el resto de la munición de la PSM contra la pared del pasillo. Abrí de un puntapié la puerta que daba a la sala iluminada y con la Steyr abrí fuego contra la lámpara de mesa. Vi una mesilla, la arrojé contra la ventana y utilicé el segundo cargador de repuesto de la H &K para acribillar los árboles a distancia mientras con la mano izquierda disparaba la Steyr contra el suelo hasta agotar las balas. A continuación recogí la Steyr, la H &K y la PSM y me di a la fuga con la cabeza retumbando. Había disparado ciento veintiocho balas en unos quince segundos. Estaba sordo. A Beck le parecería que había estallado la Tercera Guerra Mundial.

Bajé corriendo por el camino de entrada. Tosía y dejaba atrás una nube de pólvora. Me dirigí hacia los coches. Beck ya se había instalado en el asiento del conductor del Cadillac. Me vio llegar y abrió un poco su puerta. Más rápido que con la ventanilla.

– Una emboscada -dije. Jadeaba y mi voz retumbaba dentro de mi cabeza-. Eran al menos ocho.

– ¿Y Duke?

– Está muerto. Hemos de largarnos. Ahora mismo, Beck.

Se quedó paralizado un instante. Luego reaccionó.

– Coge su coche -dijo.

El Cadillac ya estaba en marcha. Pisó el acelerador y retrocedió por el camino dando marcha atrás. Yo subí al Lincoln. Encendí el motor. Puse marcha atrás, apoyé un codo en el respaldo del asiento, miré por la ventanilla trasera y pisé el acelerador. Ambos reculamos hasta la carretera, uno detrás de otro, y la desanduvimos uno junto a otro, como en una carrera de dragsters. Los neumáticos aullaban en las curvas evitando los peraltes y sin bajar de los cien por hora. No aminoramos hasta llegar al cruce que nos llevaría de nuevo a Hartford. Beck me adelantó un poco y yo me coloqué detrás y lo seguí. Él condujo rápido durante unos ocho kilómetros hasta que se arrimó a un almacén de embalajes cerrado y aparcó al fondo del aparcamiento. Yo hice lo mismo a unos tres metros de distancia y me limité a recostarme en el asiento y aguardar a que él se acercara. Beck rodeó el capó y abrió mi puerta.

– ¿Ha sido una emboscada? -preguntó.

Lo confirmé con un gesto de la cabeza.

– Estaban esperándonos. Eran ocho. Tal vez más. Ha sido una carnicería.

No dijo nada. No tenía nada que decir. Cogí la Steyr de Duke del asiento del acompañante y se la di.

– La he recuperado -dije.

– ¿Por qué?

– He pensado que usted lo habría querido así. Además podría ser un arma localizable.

Asintió.

– No lo es. Pero bien pensado.

También le entregué la H &K. Él volvió al Cadillac y lo observé meter ambas armas en la bolsa. Luego se incorporó, apretó los puños y alzó la vista al negro cielo. Después me miró.

– ¿Ha visto sus caras? -preguntó.

Negué con la cabeza.

– Demasiado oscuro. Pero hemos abatido a uno. Esto era suyo.

Le enseñé la PSM. Era como propinarle un puñetazo en el estómago. Palideció, alargó una mano y se agarró al techo del Lincoln para mantener el equilibrio.

– ¿Qué pasa?

Beck apartó la mirada.

– No me lo puedo creer.

– ¿Cómo?

– ¿Le ha dado a alguien que la empuñaba?

– Me parece que fue Duke quien lo liquidó.

– ¿Usted lo vio?

– Estaba oscuro -respondí-. Sólo vi montones de destellos en la boca de las armas. Duke le dio a uno que yacía en el suelo cuando yo salía, y de paso recogí su arma.

– Es la de Doll.

– ¿Está seguro?

– Hay una posibilidad entre un millón de que no lo sea. ¿Sabe qué es?

– Nunca había visto otra igual.

– Se trata de una pistola especial del KGB -explicó-. De la antigua Unión Soviética. Aquí es muy poco común.

A continuación se alejó en la oscuridad del aparcamiento. Cerré los ojos. Quería dormir. Cinco segundos habrían bastado.

– ¡Reacher! -gritó-. ¿Qué pruebas ha dejado ahí?

Abrí los ojos.

– El cadáver de Duke -repuse.

– Eso no llevará a nadie a ningún sitio. ¿Balística?