Su carpeta era impresionante. Había hecho un poco de todo y en todo había destacado de manera espectacular. Tiradora experta, diversas especialidades, impresionante historial de detenciones, excelente porcentaje de casos resueltos. Era una buena líder y fue ascendida rápidamente. Había matado a dos personas, a una con arma de fuego, a la otra desarmada, ambos incidentes considerados justificados por las posteriores comisiones de investigación. Era una nueva promesa. De eso no cabía duda. Me di cuenta de que su traslado suponía para mí un gran honor que algún superior me concedía.
– Encantado de tenerla a bordo -dije.
– Señor, gracias, señor -dijo sin desviar la mirada.
– A paseo todas esas gilipolleces -repliqué-. No temo desintegrarme si me mira y no me gusta que se incluya la palabra «señor» en las frases, y menos dos veces. ¿Vale?
– Vale -dijo. Lo pilló rápido. Nunca más volvió a llamarme señor.
– ¿Le importa empezar con un asunto peliagudo? -pregunté.
– En absoluto.
Abrí un traqueteante cajón, saqué un delgado expediente y se lo tendí. Ella no lo miró. Sólo lo cogió con una mano que pegó al costado, sin apartar la mirada de mí.
– Aberdeen, Maryland -aclaré-. En el polígono de pruebas. Hay un diseñador de armas que está actuando de manera extraña. Información confidencial de un colega preocupado por si es espionaje. A mí me parece más probable que sea chantaje. Podría ser una investigación larga y delicada.
– No hay problema -dijo.
Ella era la verdadera razón por la que no crucé la verja abierta y sin vigilancia.
Entré y tomé una buena ducha caliente. A nadie le gusta arriesgarse a un enfrentamiento estando desnudo y mojado, pero ya no me importaba. Supongo que me sentía fatalista. «Sea lo que sea, adelante con ello», pensé. Después me envolví con una toalla, bajé un tramo de escaleras y encontré la habitación de Duke. Le robé otro conjunto de prendas. Me las puse, me calcé los zapatos y cogí la chaqueta y el abrigo. Volví a la cocina a esperar. Allí estaba caliente. Y al oír bramar el mar y cómo la lluvia batía las ventanas, aún me sentí mejor. Era como un refugio. Estaba la cocinera, preparando algo con un pollo.
– ¿Hay café? -le pregunté.
Meneó la cabeza.
– ¿Por qué no?
– Por la cafeína -dijo.
Observé la parte posterior de su cabeza.
– La cafeína es la gracia del café -protesté-. En todo caso, el té también la tiene, y he visto que lo prepara.
– El té tiene tanino -replicó.
– Y cafeína -insistí.
– Pues entonces beba té -soltó.
Eché un vistazo a la estancia. Había un bloque de madera colocado verticalmente sobre la encimera de donde sobresalían negros mangos de cuchillos formando ángulo. También vasos y botellas. Supuse que bajo el fregadero habría esprays de desinfectante. Quizás una botella de lejía clorada. Armas improvisadas para un combate cuerpo a cuerpo. Si a Beck le contrariaba disparar en una habitación llena de gente, perfecto. Yo podría sorprenderle a él antes que él a mí. Sólo me haría falta medio segundo.
– ¿Quiere café? -preguntó la cocinera-. ¿Ha dicho eso?
– Sí. Exacto.
– Sólo tiene que pedirlo.
– Lo he pedido.
– No; ha preguntado si había -repuso-. No es lo mismo.
– Bien. ¿Puede preparar un poco de café? Por favor.
– ¿Qué le ha pasado al señor Duke?
Dudé un instante. Tal vez ella estaba pensando en casarse con él, como en las películas antiguas, en que la cocinera se casa con el mayordomo y se jubilan y viven felices y comen perdices.
– Lo mataron -respondí.
– ¿Anoche?
Asentí.
– En una emboscada -dije.
– ¿Dónde?
– En Connecticut.
– De acuerdo -dijo-. Le prepararé un poco de café.
Puso la cafetera al fuego. Me fijé de dónde lo sacaba todo. Los papeles de filtro estaban en un aparador junto a las servilletas de papel. El café, en el congelador. La cafetera era vieja y lenta, y emitía un fuerte y pesado sonido. Como eso se sumaba a la lluvia que azotaba los cristales y a las olas que rompían en las rocas, seguramente por eso no oí el Cadillac. Lo primero que vi fue abrirse de golpe la puerta de atrás y a Elizabeth Beck entrando de súbito con Richard pegado a ella y el propio Beck cerrando la marcha. Se movían con esa jubilosa y jadeante urgencia de los que acaban de correr bajo una fuerte lluvia.
– Hola -me dijo Elizabeth.
Asentí. Sin decir palabra.
– ¡Café! -exclamó Richard-. Magnífico.
– Hemos ido a desayunar fuera -explicó su madre-. En Old Orchard Beach, en un pequeño restaurante que nos gusta.
– Paulie ha pensado que era mejor no despertarle -dijo Beck-. Ha dicho que anoche usted parecía muy cansado. Así que se ha ofrecido a llevarnos.
– Muy bien -dije. ¿Había encontrado Paulie mi escondrijo? ¿Ya se lo había contado a ellos?
– ¿Café? -me ofreció Richard. Estaba junto a la cafetera, con una taza en la mano.
– Solo -contesté-. Gracias.
Me lo sirvió. Beck estaba quitándose el abrigo y mojando el suelo al sacudirlo.
– Tráigalo -dijo-. Hemos de hablar.
Se encaminó al pasillo y miró atrás como esperando que yo le siguiera. Cogí la taza. Estaba caliente y humeaba. Si era preciso, podría arrojársela a la cara. Me condujo hacia la habitación cuadrada con revestimientos en la que ya habíamos estado. Yo llevaba mi café, por lo que avancé despacio. Llegó mucho antes que yo. Cuando entré, él ya estaba en el otro extremo, junto a una de las ventanas, dándome la espalda, mirando la lluvia. Cuando se volvió sostenía en la mano una pistola. Me quedé inmóvil. Me hallaba demasiado lejos para usar la taza. A unos cuatro metros. Habría trazado una serie de bucles y giros y el café se habría desparramado en el aire y seguramente no le habría alcanzado.
El arma era una Beretta M9 Special Edition, o sea una Beretta civil 92FS toda acicalada para que pareciera una M9 militar de serie. Tenía un cargador de quince balas y mira de guión. Recuerdo con singular claridad que el precio de venta al público era de 861 dólares. Yo había usado una M9 durante trece años. Había disparado con ella miles de veces en las prácticas de tiro y no pocas en situaciones reales. En la mayoría de las ocasiones había dado en la diana porque es un arma precisa. La mayoría de las dianas habían resultado destruidas porque también es un arma potente. Me había prestado un gran servicio. Incluso recuerdo los originales argumentos de la gente encargada de armamento y materiaclass="underline" «Tiene un retroceso manejable y es fácil de desmontar sobre el terreno.» Lo repetían como si fuera un mantra. Una y otra vez. Supongo que había contratos en juego. Existía cierta polémica. Los de la Marina la detestaban. Decían que les habían explotado montones de esas pistolas en la cara. Incluso habían compuesto una canción dedicada a eso: «No serás de la Armada hasta que comas acero de Italia.» Pero a mí la M9 me fue muy útil. A mi juicio, era un arma excelente. La de Beck parecía nueva y de acabado perfecto. Bien lubricada. Se apreciaba pintura luminiscente en el alza. Relucía débilmente en la penumbra.
Aguardé.
Beck seguía allí de pie, sosteniendo el arma. De pronto se movió. Cogió el cañón con la palma izquierda y bajó la derecha ya libre. Se inclinó sobre la mesa de roble y me alargó la pistola por la culata, con la izquierda, educadamente, como si fuera el dependiente de una tienda.