– Voy a necesitar un compañero -dijo.
Me sentí un poco culpable. Era su tercer día y yo ni siquiera le había asignado ningún compañero. Me pregunté si le habían proporcionado una mesa. O una taquilla, o una habitación para dormir.
– ¿Ha conocido a un tipo llamado Frasconi? -pregunté.
– ¿Tony? Lo conocí ayer. Pero es teniente.
Me encogí de hombros.
– No me importa que trabajen juntos oficiales y no oficiales. No hay ninguna norma en contra. Y si la hubiera, la pasaría por alto. ¿Le importa a usted?
Negó con la cabeza.
– Pero quizás a él sí.
– ¿Frasconi? No pondrá ningún reparo.
– Entonces, ¿se lo dirá usted?
– Descuide -dije. Me lo apunté en un trozo de papel en blanco, «Frasconi y Kohl, compañeros». Lo subrayé dos veces para acordarme. Después señalé el expediente que llevaba ella-. ¿Qué ha averiguado?
– Hay noticias buenas y malas. Las malas son que su sistema para autorizar la salida de documentos clasificados está manga por hombro. Podría deberse a la ineficacia rutinaria, pero es más probable que sea algo deliberado para ocultar ciertas cosas.
– ¿Quién es el tipo en cuestión?
– Un intelectualoide llamado Gorowski. El Tío Sam lo reclutó directamente del MIT. Un tío majo, a decir de todos. Muy inteligente, por lo visto.
– ¿Es ruso?
Negó con la cabeza.
– Polaco, de pura cepa. Ni sombra de ideología alguna.
– ¿En el MIT era seguidor de los Red Sox?
– ¿Por qué?
– Son todos muy raros -dije-. Investíguelo.
– Seguramente es chantaje -señaló ella.
– ¿Y cuáles son las buenas noticias?
Abrió el expediente.
– Básicamente están trabajando en una especie de misil pequeño.
– ¿Quién lo está haciendo?
– Honeywell y la Compañía de Defensa General.
– ¿Qué más?
– Este misil ha de ser delgado. De pequeño calibre. Los tanques utilizan cañones de ciento veinte milímetros, pero la cosa esa va a ser más pequeña.
– ¿Cuánto más?
– Aún no lo sabe nadie. Pero ahora mismo están ocupados en el diseño de la bota. La bota es como una camisa que rodea el chisme para que tenga el diámetro adecuado.
– Sé qué es una bota -dije. Ella no me hizo caso.
– Es una pieza de desecho, se desprende inmediatamente después de que la cosa esa sale por el cañón. Están estudiando si ha de ser de metal o puede ser de plástico. La palabra viene del francés sabot, bota. Es como si el misil saliera llevando una pequeña bota incorporada.
– Lo sé. Hablo francés. Mi madre era francesa.
– Y está relacionada con actos de sabotaje -prosiguió ella-. De las viejas luchas sindicales en Francia. Antiguamente significaba destruir las máquinas nuevas a puntapiés.
– Con las botas -precisé.
Asintió con la cabeza.
– Exacto.
– Bien, entonces repito, ¿cuáles son las buenas noticias?
– El diseño de la bota no revelará nada a nadie -explicó-. En todo caso, nada importante. Es sólo una bota. Así que disponemos de mucho tiempo.
– Muy bien -dije-. Pero dele prioridad. Con Frasconi. Le caerá bien.
– ¿Quiere tomar una cerveza luego?
– ¿Yo?
Me miró a los ojos.
– Si rangos diferentes pueden trabajar juntos, también podrán tomar una cerveza juntos, ¿no?
– De acuerdo -dije.
Dominique Kohl no se parecía en nada a las fotos que yo había visto de Teresa Daniel, pero en mi cabeza se mezclaban ambos rostros. Dejé a Elizabeth Beck con su libro y fui a mi anterior habitación. Allí arriba me sentía más aislado. Más seguro. Me encerré en el cuarto de baño y me quité el zapato. Abrí el tacón y encendí el dispositivo del correo electrónico. Había un mensaje de Duffy: «Sin actividad en el almacén. ¿Qué están haciendo?»
Lo pasé por alto, pulsé «escribir» y tecleé: «Hemos perdido a Teresa Daniel.»
Cinco palabras, veinticinco letras, cuatro espacios. Las miré un buen rato. Coloqué el dedo sobre la tecla de «enviar». Pero no la apreté. Fui a «retroceso» y borré el mensaje. Desapareció de derecha a izquierda. El pequeño cursor se lo comió. Decidí que lo enviaría sólo cuando no tuviera más remedio. Cuando lo supiera con absoluta seguridad.
«Es posible que hayan entrado en tu ordenador», envié.
Hubo una larga espera. Mucho más larga que los habituales noventa segundos. Pensé que no iba a responder. Pensé que estaría arrancando los cables de la pared. Aunque tal vez estaba simplemente saliendo de la ducha o algo así porque cuatro minutos después escribió un simple: «¿Por qué?»
«Han hablado con un hacker con acceso parcial a los sistemas informáticos gubernamentales», respondí.
«¿Unidades centrales o redes locales?», preguntó.
No tenía ni idea de lo que quería decir.
«No lo sé», escribí.
«¿Detalles concretos?»
«Simple charla. ¿Tienes un diario en el portátil?»
«¡Demonios, no!», escribió.
«¿En alguna otra parte?»
«¡Qué demonios, no!», contestó.
Tecleé: «¿Y Eliot?»
Hubo otra demora de cuatro minutos, al cabo de la cual Duffy escribió: «No lo creo.»
«¿Lo supones o lo sabes?»
«Lo supongo», tecleó.
Miré la pared de azulejos que tenía delante. Suspiré. Eliot había matado a Teresa Daniel. Era la única explicación. Luego aspiré. Quizá no. Quizá no lo había hecho. Envié: «¿Estos dispositivos de e-mail son seguros?»
Nos habíamos estado mandando mensajes frenéticamente durante más de sesenta horas. Ella había pedido noticias de su agente. Yo le había preguntado su nombre verdadero. Y lo había hecho sin utilizar en absoluto el género neutro. A Teresa Daniel tal vez la había matado yo.
Aguanté la respiración hasta que Duffy apareció de nuevo: «Nuestro e-mail está cifrado. En teoría el código puede ser visible pero en ningún caso puede leerse.»
Suspiré y escribí: «¿Seguro?»
«Del todo», contestó.
«¿Cómo está codificado?», pregunté.
Ella tecleó: «Proyecto mil millones de dólares ASN.»
Eso me animó, aunque sólo un poco. Algunos de los proyectos de mil millones de dólares de la Agencia de Seguridad Nacional aparecen en el Washington Post antes incluso de que se hayan concluido de redactar. Las meteduras de pata en las comunicaciones es lo que más fastidia en el mundo.
«Averigua enseguida lo del posible diario de Eliot», escribí.
«Lo haré. ¿Algún progreso?»
«Ninguno», contesté.
Acto seguido borré la palabra y puse: «Pronto.» Pensé que así ella se sentiría mejor.
Bajé al vestíbulo. La puerta del gabinete de Elizabeth estaba abierta. Ella seguía en el sillón. El Doctor Zhivago estaba boca abajo en su regazo y Elizabeth contemplaba la lluvia por la ventana. Abrí la puerta principal y salí fuera. El detector de metales chilló por la Beretta de mi bolsillo. Cerré la puerta a mi espalda, crucé la rotonda en línea recta y enfilé el sendero de entrada. La lluvia me caía con fuerza sobre la espalda. Me corría cuello abajo. No obstante, el viento me ayudaba. Soplaba hacia el oeste, empujándome hacia la verja. Me sentía ligero, como si los pies apenas tocaran el suelo. El regreso sería más duro. Debería andar contra el viento. Suponiendo que aún pudiera andar.
Paulie vio que me acercaba. Seguramente se pasaba casi todo el tiempo agazapado en su pequeño habitáculo, yendo de las ventanas traseras a las delanteras, vigilando, como un animal inquieto en su guarida. Salió con el chubasquero puesto. Para pasar por la puerta tuvo que agachar la cabeza y volverse de lado. Se quedó con la espalda apoyada contra la pared de la caseta, donde los aleros eran bajos. Pero éstos no le servían de mucho. El agua se colaba por todas partes. Alcanzaba a oír su azote en el chubasquero, fuerte, ruidoso, quebradizo. Le daba en la cara y le corría hacia abajo como riachuelos de sudor. No llevaba sombrero. Tenía el cabello pegado a la frente. El día estaba oscuro de tanta agua que caía.