Yo iba con ambas manos metidas en los bolsillos, el cuerpo encorvado y la cara protegida por el cuello del abrigo. La mano derecha bien cerrada en torno a la Beretta. El seguro quitado. De todos modos, no quería utilizarla. Si lo hacía, tendría que dar complicadas explicaciones. Y Paulie sería reemplazado por otro. Y yo no quería que lo reemplazaran hasta estar listo para ello. Así que no quería utilizar la Beretta. Aunque estaba preparado para hacerlo.
Me paré a un par de metros. Fuera de su alcance.
– Hemos de hablar -dije.
– Yo no quiero hablar -replicó.
– Entonces ¿quieres echar un pulso?
Tenía los ojos entrecerrados. Supuse que su desayuno había consistido exclusivamente en cápsulas y polvos.
– ¿Hablar de qué?
– De la nueva situación -dije.
Se quedó callado.
– ¿Cuáles tu EOM?
EOM son unas siglas del ejército. Al ejército le encantan las siglas. Estas significan «Especialidad Ocupacional Militar». Y utilicé el verbo en presente. «Cuál es», no «cuál era». Quería hacerle retroceder en el tiempo. Ser un ex militar es como ser un católico que ha dejado de ir a misa. Aunque estén muy alejados en el recuerdo, los viejos rituales ejercen un efecto poderoso. Viejos rituales como el de obedecer a un oficial.
– Once bang bang -contestó, y sonrió.
No era una gran respuesta. «Once bang bang» era argot de veteranos para referirse a «11B», que significaba «11-Bravo, Infantería», lo que a su vez equivalía a «Armas de Combate». Pensé que la siguiente vez que me encontrara con un gigante de ciento sesenta kilos con las venas llenas de alcohol de quemar y esteroides preferiría que la EOM fuera mantenimiento o mecanografía. No armas de combate. Sobre todo en el caso de un monstruo a quien no le gustaban los oficiales y había cumplido una condena de ocho años en Fort Leavenworth por darle una paliza a uno.
– Entremos -dije-. Aquí hay demasiada agua.
Lo dije con el tono que uno adquiere cuando ha sido ascendido más allá de capitán. Es un tono razonable, casi coloquial. No el que utilizas cuando eres teniente. Es una sugerencia, pero también una orden. Es imperativo pero amistoso. Algo como «eh, sólo somos un par de tíos. No dejemos que se interpongan formalidades de rango, ¿vale?».
Me miró largamente. Después se volvió y entró de lado por la puerta. En el interior, el techo tenía poco más de dos metros de altura. Yo lo sentía muy encima. El casi lo tocaba con la cabeza. Mantuve las manos en los bolsillos. El agua de su impermeable estaba formando un charco en el suelo.
La caseta apestaba a un fuerte y acre olor animal. Como a visón. Y estaba mugrienta. Había una salita que daba a la cocina. Más allá, un corto pasillo con un cuarto de baño en un lado y un dormitorio al final. Nada más. Era más pequeña que un apartamento de ciudad, pero estaba arreglada como una casa en miniatura. Se veía desorden por todas partes. Platos sucios en el fregadero. Platillos, tazas, prendas deportivas, todo esparcido por la salita. Había un viejo sofá frente a un televisor nuevo. El sofá estaba aplastado debido a la corpulencia de su usuario. Observé frascos de pastillas en los estantes, en las mesas, por todos lados. Algunos eran de vitaminas, aunque muchos no.
En la habitación había una ametralladora. La vieja NSV soviética. Era de la torreta de un tanque. Paulie la tenía suspendida de una cadena en mitad de la estancia. Colgaba como una escultura macabra. Como esa cosa de Alexander Calder que ponen en los vestíbulos de los aeropuertos. Paulie podía colocarse detrás y hacerla girar para que diera una vuelta completa. Podía disparar por la ventana delantera o por la trasera, como si fueran cañoneras. El campo de fuego era limitado, si bien podía abarcar cuarenta metros de la carretera al oeste y otros cuarenta del sendero de entrada al este. El arma estaba alimentada por una cartuchera que salía de una caja de municiones abierta en el suelo. Habría otras veinte cajas amontonadas junto a la pared. Eran de color verde oliva apagado, todas llenas de caracteres cirílicos y estrellas rojas.
El arma era tan grande que tuve que pegarme a la pared para rodearla. Vi dos teléfonos. Uno correspondería a una línea exterior. El otro seguramente era un interfono que conectaba con la casa. En la pared había dos alarmas. Una sería para los sensores del exterior, en tierra de nadie. La otra para el detector de movimiento de la verja. Observé un monitor de vídeo en el que se apreciaba una imagen monocroma lechosa procedente de la cámara del poste de la verja.
– Me diste un puntapié -dijo.
No contesté.
– Después intentaste atropellarme -continuó.
– Señales de advertencia -le expliqué.
– ¿De qué?
– Duke ha muerto -dije.
– Ya me he enterado.
– Así que ahora el responsable soy yo -señalé-. Tú tienes la verja, yo la casa.
Asintió sin abrir la boca.
– Ahora protejo a los Beck -proseguí-. Soy el nuevo responsable de seguridad. El señor Beck confía en mí. Hasta el punto que me ha dado un arma.
Mientras hablaba no dejé de mirarle ni un instante. Esa clase de mirada que ejerce presión entre los ojos. Ése sería el momento en que el alcohol metílico y los esteroides deberían de actuar y hacerle sonreír enseñando los dientes como un idiota y decir: «Bueno, me parece que va a dejar de confiar en ti cuando le cuente lo que encontré en las rocas, ¿no crees? Cuando le diga que tú ya tenías un arma.» Se movería agitado, haría una mueca burlona y pondría voz cantarina. Pero no dijo nada. No hizo nada. Aparte de un ligero desenfoque de los ojos, no reaccionó; era como si le resultara difícil calibrar las repercusiones.
– ¿Entendido? -dije.
– Antes era Duke y ahora tú -respondió con tono indiferente.
No era él quien había encontrado el escondrijo.
– Me encargaré de que estén bien -expliqué-. Incluida la señora Beck. Se ha acabado, ¿de acuerdo?
No dijo nada. Empezaba a dolerme el cuello de tanto mantener alzados los ojos hacia Paulie. Mis vértebras están acostumbradas a mirar a la gente bajando la vista.
– ¿De acuerdo? -repetí.
– Y si no qué.
– Si no, tú y yo nos veremos las caras.
– Eso me gustaría.
Meneé la cabeza.
– No, no te gustaría. Ni una pizca. Te haría trizas.
– ¿Ah, sí?
– ¿Golpeaste alguna vez a un PM? -pregunté-. ¿En el ejército?
No respondió. Se limitó a apartar la mirada y quedarse callado. Seguramente recordaba su detención. Seguramente se había resistido un poco y habían tenido que reducirlo. Así que probablemente había tropezado en unas escaleras y se había hecho bastante daño. En algún sitio entre el lugar de la agresión y la celda. Puro accidente. Cosas que pasan en determinadas circunstancias. El oficial que lo había arrestado seguramente llamó a seis tipos para que lo sujetaran. Yo habría llamado a ocho.
– Y luego te pegaría un tiro -agregué.
Sus ojos regresaron a mí, lentos y perezosos.
– Tú no puedes dispararme -señaló-. No trabajo para ti. Ni para Beck.
– Entonces ¿para quién trabajas?
– Para alguien.
– ¿Ese alguien tiene nombre?
– Malos dados -contestó meneando la cabeza.
Mantuve las manos en los bolsillos y empecé a rodear la ametralladora hacia la puerta.
– ¿Ha quedado todo claro?