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Me miró. No dijo nada. Pero estaba tranquilo. Las drogas matutinas estarían bien dosificadas.

– La señora Beck es zona prohibida, ¿vale?

– Mientras tú estés aquí -replicó-. No te vas a quedar para siempre.

«Espero que no», pensé. Sonó su teléfono. Supuse que era la línea exterior. No creía que Elizabeth o Richard lo llamaran desde la casa. El tono quebró ruidosamente el silencio. Paulie descolgó y pronunció su nombre. Después sólo escuchó. Distinguí un rastro de voz en el auricular, lejana y confusa, con pitidos y resonancias que impedían entender lo que decía. La voz habló menos de un minuto. Paulie colgó y movió la mano para hacer oscilar suavemente la ametralladora en su cadena. Reparé en que era una imitación consciente de lo que yo había hecho con el pesado saco del gimnasio la mañana que nos conocimos. Me dirigió una mueca.

– Estaré vigilándote -dijo-. Estaré vigilándote siempre.

No le hice caso, abrí la puerta y salí fuera. La lluvia me golpeaba como una manguera de incendios. Me encorvé y caminé recto. Tuve una sensación muy mala en la zona lumbar hasta que hube recorrido los cuarenta metros que podían abarcarse desde la ventana trasera. Después suspiré.

No era Beck, ni Elizabeth, ni Richard. Tampoco Paulie.

Malos dados.

Dominique Kohl me había dicho «malos dados» la noche que tomamos la cerveza. Había habido algún imprevisto y yo tuve que suspender la cita de la primera noche y luego ella tuvo que aplazar la siguiente, de modo que pasó aproximadamente una semana hasta que nos vimos. Entonces en el cuartel era difícil que los sargentos y los capitanes tomaran algo juntos, pues las cantinas estaban rigurosamente separadas, así que fuimos a un bar de la ciudad. Era el típico sitio, largo y de techo bajo, ocho mesas de billar, cantidad de gente, cantidad de neón, cantidad de ruido de la máquina de discos, cantidad de humo. Aún hacía mucho calor. Los aparatos de aire acondicionado iban a todo meter y apenas se notaba. Yo llevaba pantalones de faena y una vieja camiseta porque no tenía ninguna prenda personal. Kohl llegó con un vestido, un sencillo vestido con vuelo, sin mangas, hasta la rodilla, negro, con pequeños puntos blancos. Muy pequeños. No esos lunares grandes ni nada parecido. Un dibujo muy sutil.

– ¿Cómo va con Frasconi? -le pregunté.

– ¿Tony? Es un chico majo -contestó.

No dijo nada más sobre Tony. Pedimos unos Rolling Rocks, mi bebida preferida aquel verano. Para hablar, ella tenía que inclinarse hacia mí debido al ruido. Me gustaba aquella proximidad. Pero no me engañaba a mí mismo. Era por los decibelios, no por otra cosa. No iba a intentar nada con ella. Aunque no había ninguna razón formal para no hacerlo. Entonces había reglas, supongo, pero regulaciones todavía no. La idea de acoso sexual llegaba muy poco a poco al ejército. De todos modos, yo ya era consciente de esa potencial injusticia. No es que hubiera algún medio por el que yo pudiera ayudarla o perjudicarla en su carrera. Su expediente dejaba claro que iba a ser sargento mayor y luego sargento primero como la noche sigue al día. Sólo era cuestión de tiempo. Luego llegaba el salto al nivel E-9, brigada. También estaba a su alcance. Después tendría un problema. Tras brigada venía oficial asimilado, y sólo hay uno en cada regimiento. A continuación, subteniente, y sólo hay uno; y sanseacabó. O sea que ascendería hasta un tope, al margen de lo que dijera yo.

– Tenemos un problema táctico -dijo-. O tal vez estratégico.

– ¿Por qué?

– El intelectual, Gorowski. No pensamos que se trate de chantaje en el sentido de que él conozca algún secreto tremendo ni nada de eso. Nos parece más bien que son amenazas abiertas contra su familia. Más que chantaje, sería coacción.

– ¿Cómo lo sabe?

– Tiene un historial sin mácula. Se han comprobado sus antecedentes del derecho y del revés.

– ¿Era seguidor de los Red Sox?

Negó con la cabeza.

– De los Yanquees. Es del Bronx. Estudió en el Politécnico de allí.

– Muy bien -dije-. Ya me gusta.

– Sin embargo, según el reglamento deberíamos detenerle ahora mismo.

– ¿Qué está haciendo?

– Le he visto llevarse papeles del laboratorio.

– ¿Aún están ocupados con la bota?

Asintió.

– De todas maneras, podrían publicar el diseño de la bota en Stars and Stripes y eso no revelaría nada a nadie. Vamos, que la situación aún no es crítica.

– ¿Qué hace con los papeles?

– Los lleva a Baltimore.

– ¿Ha visto quién los recoge?

– Malos dados -dijo.

– ¿Qué opina del intelectualillo?

– No quiero detenerle. Creo que deberíamos pillar al que lo está fastidiando y a él dejarle tranquilo. Tiene dos niñas pequeñas.

– ¿Qué piensa Frasconi?

– Está de acuerdo.

– ¿De veras?

Ella sonrió.

– Bueno, lo estará -aclaró-. Pero el reglamento dice otra cosa.

– Déjese de reglamentos.

– ¿En serio?

– Órdenes directamente mías -añadí-. Si quiere, lo pondré por escrito. Guíese por la intuición. Siga todo el rastro hasta el otro extremo. Si podemos, sacaremos a Gorowski de este apuro. Con los fans de los Yanquees es mi enfoque habitual. Pero no le quite ojo.

– Descuide -dijo.

– Termine antes de que ellos hayan acabado con la bota. Si no, deberemos buscar un enfoque distinto.

– De acuerdo.

Después hablamos de otras cosas y tomamos otro par de cervezas. Al cabo de una hora sonaba algo bueno en la máquina y le propuse que bailáramos. Por segunda vez en la noche me dijo «malos dados». Más tarde pensé en esa frase. Sin duda procedía de la jerga de los jugadores de dados. Seguramente en un principio significaría «juego sucio», como un aviso, como cuando no se hacen rodar los dados como es debido. «¡Malos dados!» O como cuando un árbitro de béisbol pita falta por una pelota rasa a la altura de los pantalones. «¡Bola mala!» Más tarde recibí aún otra negativa, como «ni hablar, de eso nada». Pero ¿hasta dónde había excavado ella en la etimología de esas palabras? ¿Había dicho un no categórico o estaba pitando falta? No estaba yo muy seguro.

Llegué a la casa calado hasta los huesos, por lo que subí y tomé posesión de la habitación de Duke, me sequé con una toalla y me cambié de ropa enteramente. La habitación se hallaba en la parte delantera de la casa, más o menos en el centro. La ventana me ofrecía una vista al oeste, de todo el sendero de entrada. Al estar alto, podía ver por encima del muro. Distinguí a lo lejos un Lincoln Town Car. Se acercaba velozmente. Era negro. Llevaba los faros encendidos debido al mal tiempo. Paulie salió enfundado en su impermeable y abrió la puerta mucho antes, con lo que el coche pudo entrar sin pararse, deprisa. Paulie lo estaba esperando. Una llamada telefónica lo había avisado. Vi el vehículo acercarse hasta desaparecer debajo de mí. Luego me volví.

La habitación de Duke era cuadrada y sencilla, como casi todas las de la casa. Incluía revestimientos oscuros y una gran alfombra oriental. Un televisor y dos teléfonos. Exterior e interior, pensé. Las sábanas estaban inmaculadas y en ninguna parte había objetos personales, salvo la ropa del armario. Supuse que a primera hora de la mañana Beck le habría explicado a la criada los cambios en el personal. Le habría dicho que dejara ropa para mí.

Regresé a la ventana y unos cinco minutos después vi a Beck llegando en el Cadillac. Paulie volvía a estar listo. El enorme coche apenas tuvo que desacelerar. Tras él, Paulie hizo girar la puerta sobre sus goznes. Luego la cerró y aseguró el picaporte con un candado. Pese a que me encontraba a unos cien metros de la verja, alcancé a ver lo que hacía el grandullón. El Cadillac desapareció debajo de mí y giró en dirección a los garajes. Bajé a la planta baja. Imaginé que si Beck había regresado, sería hora de almorzar. Me figuré que si Paulie había cerrado a cal y canto era porque se reuniría con nosotros.