– Todo esto estaba escondido en el coche que utilizaba -explicó.
– ¿El Saab? -pregunté por decir algo.
Asintió.
– En el hueco para la rueda de recambio. Bajo el suelo del maletero. -Dejó la Glock en la mesa. Cogió los dos cargadores de recambio y los colocó junto al arma. Y luego el doblado punzón y el afilado escoplo. Y el llavero de Angel Doll.
Me faltaba el aire.
– Supongo que el punzón es una especie de ganzúa -dijo Beck.
– ¿Demuestra esto que era agente federal? -pregunté.
Cogió de nuevo la Glock, le dio la vuelta y señaló el lado derecho de la corredera.
– Número de serie -explicó-. Hemos consultado con Glock en Austria. Por ordenador. Tenemos acceso a estas cosas. Esta arma concreta fue vendida al gobierno de Estados Unidos hace más o menos un año. Como parte de un importante pedido para los departamentos policiales, diecisiete para hombres y diecinueve para mujeres. Por eso sabemos que era agente.
Miré el número de serie.
– ¿Ella lo negó?
Beck asintió.
– Por supuesto. Dijo que lo había encontrado. Nos soltó un buen rollo. La verdad es que le acusó a usted. Dijo que era suyo. Pero claro, siempre lo niegan todo, ¿no? Tienen la lección bien aprendida, imagino.
Aparté la vista. Contemplé el mar a través de la ventana. ¿Por qué la chica lo había cogido todo? ¿Por qué no lo había dejado donde estaba? ¿Era eso una especie de instinto doméstico? ¿No quería que se mojara o qué?
– Parece preocupado -dijo Beck.
¿Y cómo había llegado a encontrarlo? ¿Por qué siquiera estaría buscando?
– Parece preocupado -repitió.
Estaba mucho más que preocupado. La chica había muerto sufriendo atrozmente. A lo mejor pensó que me estaba haciendo un favor al mantenerlo todo seco. Al impedir que se enmoheciera. Era sólo una chica ingenua y estúpida de Irlanda que intentaba echarme una mano. Y yo la había matado, era como si yo mismo hubiera hecho una carnicería con ella.
– Soy el responsable de la seguridad -señalé-. Debería haber sospechado de ella.
– Usted es responsable sólo desde anoche -precisó Beck-. Así que no se culpe por ello. Aún no ha colocado los pies bajo la mesa. Era Duke quien tenía que haberla pillado.
– Pero yo jamás habría sospechado de ella -dije-. Creía que era una simple criada.
– Claro, y yo. Y Duke también.
Volví a desviar la mirada. Observé el mar. Estaba gris y encrespado. No lo acababa de entender. Ella lo había encontrado, pero ¿por qué después lo había ocultado?
– Este es el factor decisivo -anunció Beck.
Miré de nuevo y lo vi sacar de la bolsa un par de zapatos. Eran grandes y anticuados, negros, los zapatos que había llevado todas y cada una de las veces que yo la había visto.
– Mire esto -dijo.
Volvió el zapato del revés y sacó una horquilla con las uñas. Hizo girar la goma del tacón como si fuera una puertecita, volvió el zapato y lo sacudió. Sobre la mesa cayó con estrépito un pequeño rectángulo negro de plástico. Aterrizó boca abajo. Beck lo puso del derecho.
Era un dispositivo de e-mail exactamente igual que el mío.
Beck me pasó el zapato. Lo cogí. Lo miré fijamente, como si no comprendiese. A una mujer de su talla le correspondería un pie pequeño. Sin embargo, tenía una puntera ancha y bulbosa y, por tanto, un tacón ancho y grueso a modo de compensación visual. Una suerte de chapuza estética. El tacón albergaba una cavidad rectangular. Idéntica a la mía. Lo habían hecho con paciencia y esmero. No con una máquina. Se apreciaban las mismas marcas de herramienta que en el mío, casi imperceptibles. Me imaginé un tío en algún laboratorio, una hilera de zapatos en un banco frente a él, el olor del cuero nuevo, delante una serie de utensilios para trabajar la madera, virutas y trocitos de goma acumulándose en el suelo alrededor. La mayor parte de las tareas oficiales se lleva a cabo con una tecnología sorprendentemente rudimentaria. No todo son bolígrafos que explotan y cámaras empotradas en relojes de pulsera. En esta ocasión para conseguir tecnología punta había bastado una visita a unos grandes almacenes para comprar un aparatito de correo electrónico y unos zapatos corrientes.
– ¿Qué está pensando? -inquirió Beck.
Estaba pensando en cómo me sentía. Me hallaba en una montaña rusa. Ella seguía muerta, pero quien la había matado ya no era yo. Lo habían hecho los ordenadores del gobierno. Así que en el plano personal me notaba aliviado. Pero estaba bastante más que indignado. Porque ¿qué diablos estaba haciendo Duffy? ¿A qué puñetas estaba jugando? Hay un reglamento interno sagrado según el cual nunca hay que infiltrar a dos o más personas en el mismo sitio a menos que ambos lo sepan. Esto es absolutamente esencial. Ella me había hablado de Teresa Daniel. Entonces ¿por qué demonios no me había hablado también de esa otra mujer?
– Increíble -dije.
– La batería está agotada. -Beck sostenía el dispositivo con ambas manos, con los dos pulgares, como si fuese un videojuego-. En todo caso, no funciona.
Me lo alcanzó. Dejé el zapato y cogí el aparato. Pulsé el familiar botón para encender. Pero la pantalla siguió en blanco.
– ¿Cuánto tiempo llevaba aquí? -pregunté.
– Ocho semanas -contestó Beck-. Nos cuesta mucho conseguir servicio doméstico. Esto es muy solitario. Y está Paulie, ya sabe. Y Duke tampoco era un tipo muy hospitalario.
– Supongo que ocho semanas es demasiado tiempo para una batería.
– ¿Cuál sería ahora el proceder lógico de esa gente? -inquirió.
– No lo sé -repuse-. Nunca he sido agente federal.
– Hablo en general. Habrá conocido otras historias como ésta, ¿no?
Me encogí de hombros.
– Me figuro que se lo esperarían -dije-. Las comunicaciones son siempre lo primero que se fastidia. No creo que se preocuparan demasiado cuando ella desapareció del radar. No tenían elección. Porque, claro, no podían decirle que regresase a casa, ¿verdad? Así que confiarían en que ella volvería a cargar la batería en cuanto pudiera. -Puse el chisme de canto y señalé el pequeño enchufe de la base-. Parece que necesita un cargador de teléfono móvil o algo así.
– ¿Mandarían a alguien por ella?
– A la larga -dije-. Supongo.
– ¿Cuándo?
– No lo sé. En todo caso, aún no.
– Negaremos que siquiera haya estado aquí. Diremos que no la hemos visto jamás. No hay ninguna prueba de que estuviera en esta casa.
– Pues entonces mejor limpiar a fondo su habitación -sugerí-. Habrá huellas, pelos y ADN por todas partes.
– Nos la recomendaron -dijo-. Nosotros no ponemos anuncios en el periódico ni nada de eso. Unos tipos de Boston que conocemos la pusieron en contacto con nosotros.
Me echó una mirada. «Unos tipos de Boston tratando de llegar a un acuerdo con el fiscal, colaborando con el gobierno», pensé. Asentí y dije:
– Es un asunto peliagudo. Porque esto nos dice algo de esa gente, ¿no?
Asintió a su vez, con gesto huraño. Coincidía conmigo. Sabía a qué me refería yo. Cogió el manojo de llaves que estaba junto al escoplo.
– Creo que son de Doll -indicó.
Me quedé callado.
– De modo que tenemos una pesadilla triple -prosiguió-. Podemos ligar a Doll con la banda de Hartford, y a nuestros amigos de Boston con los federales. Por tanto, también podemos relacionar a Doll con los federales. Porque dio sus llaves a esa zorra infiltrada. Lo que significa que los de Hartford también se acuestan con los federales. Doll está muerto, gracias a Duke, pero todavía tengo a Hartford, Boston y al gobierno fastidiándome. Voy a necesitarle, Reacher.
Miré de reojo a Harley, que estaba mirando llover por la ventana.
– ¿Fue cosa sólo de Doll? -pregunté.
Beck asintió.
– Ya me he ocupado de eso. No tengo dudas. Doll lo hizo solo. Los demás son de confianza. Siguen conmigo. Me pidieron mil excusas por lo de Doll.