– Muy bien -dije.
Hubo un prolongado silencio. Después Beck volvió a envolver mis cosas con la alfombra y la metió otra vez en su bolsa. Arrojó dentro también el cacharro del e-mail y colocó encima los zapatos de la criada. Tenían un aspecto triste, vacío y desamparado.
– He aprendido una cosa -dijo-. A partir de ahora registraré los zapatos de la gente, maldita sea. Téngalo por seguro.
Lo tuve por seguro. Aún llevaba mis zapatos puestos. Regresé a la habitación de Duke y miré en el armario. Había cuatro pares. Nada que yo hubiera comprado para mí, pero tampoco estaban tan mal y además eran más o menos de mi número. De todos modos, los dejé donde estaban. Aparecer de pronto con otros zapatos habría sido como hacer sonar una alarma. Iba a deshacerme de los míos pero como es debido. Ni hablar de dejarlos en la habitación para que fueran objeto de una inspección fortuita. Debería sacarlos de la casa. Y en ese preciso momento no había un modo fácil de hacerlo. Al menos no después de la reunión en la cocina. No podía bajar sin más llevándolos en las manos. ¿Qué diría? «¿Qué? -me pregunté-. ¿Esto? Nada, son mis zapatos. Sólo iba a arrojarlos al mar.» O sea, que seguí llevándolos.
Y es que aún me hacían falta. Aunque sentí la tentación de hacerlo, no estaba dispuesto a cortar la comunicación con Duffy. Aún no. Me encerré en el baño de Duke y saqué el aparatito. Había un mensaje: «Hemos de vernos.» Pulsé «contestar» y tecleé: «Desde luego, puedes apostar el cuello.» Acto seguido apagué el trasto, volví a meterlo en el tacón y bajé otra vez a la cocina.
– Vaya con Harley -me ordenó Beck-. Hay que traer el Saab.
La cocinera no estaba. La encimera se veía limpia, todo en su sitio. Había sido fregada. Los fogones estaban fríos. Daba la impresión de que en la puerta habían colgado el cartel de «Cerrado».
– ¿Hoy no se almuerza? -pregunté.
– ¿Tiene hambre?
Recordé el modo en que el mar había hinchado la bolsa y reclamado el cadáver. Vi el cabello hundiéndose en el agua, inestable y finísimo. Vi la sangre escurrirse, rosada y diluida. No tenía hambre.
– Un hambre canina -contesté.
Beck sonrió socarronamente.
– Es usted un impasible hijo de puta, Reacher.
– Ya he visto antes a gente muerta. Y supongo que veré más.
Él asintió.
– La cocinera tiene el día libre. Coma fuera, ¿vale?
– No tengo dinero.
Del bolsillo de los pantalones sacó un fajo de billetes. Comenzó a contarlos pero se interrumpió, se encogió de hombros y me lo dio todo. Habría cerca de mil dólares.
– Para gastos -dijo-. Después hablaremos del salario.
Me guardé el dinero en el bolsillo.
– Harley está esperando en el coche -indicó.
Salí fuera y me alcé el cuello del abrigo. El viento estaba amainando. La lluvia volvía a caer verticalmente. El Lincoln seguía en la esquina de la casa. Con el maletero cerrado. Harley tamborileaba con los pulgares en el volante. Subí y eché el asiento hacia atrás para hacer sitio a las piernas. Él encendió el motor, puso en marcha los limpiaparabrisas y arrancó. Tuvimos que aguardar a que Paulie quitara el candado de la puerta. Harley puso la calefacción alta. Teníamos la ropa mojada y las ventanas se empañaron. Paulie no se daba prisa. Harley volvió a tamborilear el volante.
– ¿Los dos trabajáis para el mismo tipo? -le pregunté.
– ¿Paulie y yo? Claro.
– ¿Quién es?
– ¿Beck no te lo ha dicho?
– No.
– Entonces creo que yo tampoco te lo diré.
– Sin información me resulta difícil hacer mi trabajo -puntualicé.
– Éste es problema tuyo -observó-. No mío.
Me dirigió otra vez su sonrisa amarillenta y desdentada. Pensé que si le golpeaba lo bastante fuerte, mi puño haría saltar todos sus muñones dentales y terminaría en la parte posterior de su flacucha garganta. Pero no le pegué. Paulie liberó el picaporte y abrió. Harley arrancó y yo me arrellané en el asiento. Él encendió los faros y pisó el acelerador. El coche levantó una estela de surtidores de agua pulverizada. En los primeros veinte kilómetros no había nada. Después giramos hacia el norte por la carretera 1, lejos de donde me había llevado Elizabeth Beck, lejos de Old Orchard Beach y Saco, hacia Portland. El tiempo era tan horroroso que no se veía nada. Apenas se alcanzaba a distinguir las luces traseras de los coches de delante. Harley no hablaba. Sólo se balanceaba de un lado a otro en su asiento, tamborileaba con los pulgares el volante y conducía. No tenía una conducción suave. Estaba todo el rato acelerando o frenando. Aumentaba la marcha, la reducía, aumentaba, reducía. Los treinta kilómetros se hicieron largos.
De repente la carretera se desvió al oeste y entonces vi cerca, a la izquierda, la I-295. Más allá se apreciaba una estrecha lengua de agua, detrás de la cual estaba el aeropuerto de Portland. En aquel momento despegaba un avión inmerso en un enorme nubarrón, que pasó rugiendo bajo por encima de nuestras cabezas y viró hacia el sur, sobre el Atlántico. Después, a nuestra izquierda, vimos un centro comercial con un estrecho aparcamiento en la parte delantera. Había allí las tiendas que cabe encontrar en un lugar atrapado entre dos carreteras cerca de un aeropuerto. En el aparcamiento había unos veinte coches colocados en fila, todos de morro y perpendicularmente al bordillo. El viejo Saab era el quinto contando desde la izquierda. Harley entró con el Lincoln y se paró exactamente detrás del otro. Tamborileó el volante.
– Todo tuyo -dijo-. La llave está en el portamapas.
Salí a la lluvia y él se marchó en cuanto hube cerrado la puerta. Pero no volvió por la carretera 1. Al final del aparcamiento dobló a la izquierda y luego a la derecha. Vi que hacía pasar el enorme coche por una improvisada salida que daba al aparcamiento adyacente. Volví a alzarme el cuello y observé que Harley conducía despacio y desaparecía tras una serie de alargadas naves bajas de brillante metal corrugado. Era una especie de recinto empresarial recién estrenado. Se advertía un entramado de estrechas calles asfaltadas, húmedas y relucientes por la lluvia. Los bordillos de hormigón eran altos. Vi otra vez el Lincoln a través de un hueco entre edificios. Se desplazaba lento, como si buscara sitio para aparcar. De súbito desapareció tras otro edificio y no volví a verlo.
Di media vuelta. El Saab estaba aparcado de morro frente a una tienda de bebidas alcohólicas. A un lado había un sitio donde se vendían aparatos estéreo para coches y en el otro un lugar con un escaparate lleno de arañas de plástico. No creí que la hubieran mandado a comprar un nuevo artefacto de luz para el techo, ni para que instalaran un nuevo reproductor de discos compactos en el Saab. Así que debió de ir a la tienda de licores. Y allí se encontraría con un montón de gente esperándola. Cuatro, tal vez cinco. Al menos. Tras un primer momento de sorpresa pasaría de ser una desconcertada criada a ser una agente experta que se defendería a muerte. Pero ellos lo habrían previsto. Miré a ambos lados de la acera. Y luego la tienda de bebidas alcohólicas. El escaparate estaba lleno de cajas. Desde allí prácticamente no se veía nada. Entré.
La tienda estaba llena de cajas pero vacía de gente. Me dio la sensación de que eso era lo habitual. Dentro hacía frío y estaba lleno de polvo. El dependiente de detrás del mostrador era un tipo gris de unos cincuenta años. Cabello gris, camisa gris, piel gris. Parecía que llevaba una década sin salir fuera. No se me ocurría nada que comprar para romper el hielo, así que formulé directamente la pregunta.
– ¿Ve ese Saab ahí fuera? -dije.
Hizo un gran alarde para alinear sus ojos con el exterior.
– Sí, lo veo -contestó.
– ¿Vio qué le pasó a la conductora?
– No.
Por lo general, la gente que dice no enseguida está mintiendo. Una persona veraz puede decir no, pero normalmente se tomará primero su tiempo antes de responder. Y añadirá un lo siento o algo parecido. Quizás en ese momento se le planteen interrogantes. Es humano. Diría: «Lo siento, no, ¿por qué?, ¿qué pasó?» Llevé la mano al bolsillo y cogí un billete del fajo de Beck. Lo saqué. Era de cien. Lo doblé en dos y lo sostuve entre el índice y el pulgar.