– Entonces ¿quién era? -dije.
Duffy jugueteó con la taza hasta dejarla en la posición inicial tras haber trazado un círculo completo. La base emitió un débil chirrido.
– Me temo que está claro -repuso-. Piensa en el tiempo transcurrido. Cuenta hacia atrás desde hoy. Hace once semanas metí la pata con las fotos de vigilancia. Hace diez semanas me sacaron del caso. Pero como Beck es un pez gordo yo no podía darme por vencida y nueve semanas atrás infiltré a Teresa sin que ellos lo supieran. Pero como Beck es un pez gordo, sin que yo lo supiera ellos seguramente volvieron a asignar el caso a otra persona, quien, hace ocho semanas, decidiría meter a esa criada allí dentro, estando ya Teresa. Teresa no sabía que la criada iba a llegar, y la criada no sabía que Teresa ya se encontraba allí.
– ¿Por qué metió las narices en mis cosas?
– Supongo que quería controlar la situación. Procedimientos habituales. Por lo que a ella se refería, tú no eras un tío legal. Eras sólo un elemento peligroso. Un asesino de polis que escondía armas. Acaso pensó que participabas en una misión rival. Igual estaba contemplando la posibilidad de traicionarte y contárselo a Beck. Eso habría aumentado su credibilidad ante él. Y a ella le convenía que tú te quitaras de en medio, pues ya sólo le faltaban complicaciones añadidas. Si no te vendía, te entregaría a nosotros, como asesino de polis. Me sorprende que no llegara a hacerlo.
– La batería estaba agotada.
Ella asintió.
– Ocho semanas. Supongo que las criadas no tienen fácil acceso a los cargadores de móviles.
– Beck dijo que venía de Boston.
– Sería lógico -dijo-. Probablemente encargaron el trabajo a la oficina de Boston. Desde un punto de vista geográfico tiene sentido. Además eso explicaría por qué en D.C. no oímos ningún rumor en la máquina de café.
– Dijo que se la habían recomendado unos amigos suyos.
Duffy volvió a asentir con la cabeza.
– Negociaciones con fiscales, seguro. Nos valemos de ellas constantemente. Se tienden trampas unos a otros encantados. Con esa gente no funcionan los códigos de silencio.
Entonces recordé otra cosa que me había dicho Beck.
– ¿Cómo se comunicaba Teresa? -inquirí.
– Tenía un dispositivo de e-mail como el tuyo.
– ¿En el zapato?
Duffy asintió. Se quedó callada. Yo oía la voz de Beck resonando en mi cabeza: «A partir de ahora registraré los zapatos de la gente, maldita sea. Téngalo por seguro.»
– ¿Cuándo supiste de ella por última vez?
– El segundo día ya se cortó la conexión.
– ¿Dónde vivía? -pregunté.
– En Portland. La instalamos en un piso. Era una secretaria, no una criada.
– ¿Has estado en el piso?
Asintió con la cabeza.
– Desde el segundo día nadie la ha visto.
– ¿Miraste en su armario?
– ¿Por qué?
– Hemos de saber qué zapatos llevaba cuando la capturaron.
Duffy palideció otra vez.
– Mierda -soltó.
– Bien -dije-. ¿Qué zapatos había en el armario?
– Otros, no los del artilugio.
– ¿Pensaría ella en deshacerse del artilugio?
– También debería haberse deshecho de los zapatos. El agujero en el tacón sería muy revelador, ¿no?
– Hemos de encontrarla -señalé.
– Desde luego -dijo ella. Hizo una breve pausa-. Hoy ha tenido suerte. Ellos andaban buscando una mujer, y dio la casualidad que se fijaron primero en la criada. No podemos contar con que siga teniendo tanta fortuna.
No dije nada. «Mucha suerte para Teresa, mucha desgracia para la criada», pensé. No hay mal que por bien no venga. Duffy tomó un sorbo de café. Hizo una ligera mueca como si el café no estuviera bueno y dejó la taza en el platillo.
– ¿Qué delató a Teresa? -dijo-. Esto es lo que quiero saber. Vamos a ver, estuvo sólo dos días. Y pasaron nueve semanas antes de que ellos se introdujeran en el ordenador.
– ¿Qué tipo de historial le proporcionaste?
– El habitual para esta clase de trabajo. Soltera, sin ataduras, sin familia, sin raíces. Como tú, sólo que tú no tenías que fingir.
Asentí despacio. Una atractiva mujer de treinta años a la que nadie echaría jamás en falta. Una gran tentación para tipos como Paulie o Angel Doll. Acaso irresistible. Para tener diversión a mano. Y los demás de la cuadrilla quizás eran peores. Como Harley, por ejemplo, quien no me había parecido precisamente una prueba tangible de las ventajas de la civilización.
– Tal vez no hubo nada que la delatara -dije-. Quizá sólo desapareció, ya sabes, como sucede a veces. Muchas mujeres desaparecen. Jóvenes, sobre todo. Mujeres solteras, libres. Pasa continuamente. Miles cada año.
– Pero tú encontraste la habitación donde la tenían encerrada.
– Todas las mujeres desaparecidas han de estar en alguna parte. Sólo están desaparecidas para nosotros. Ellas saben dónde están, y los hombres que las han capturado también.
Me miró fijamente.
– ¿Crees que es eso?
– Podría ser.
– ¿Estará bien ella?
– No sé -dije-. Espero que sí.
– ¿La mantendrán con vida?
Asentí.
– Creo que la quieren viva. Porque no saben que es una agente federal. Creen que es sólo una mujer.
Para tener diversión a mano.
– ¿Puedes encontrarla antes de que examinen sus zapatos?
– Quizá nunca se los miren -precisé-. No sé, si la ven bajo una óptica concreta, por así decirlo, sería difícil que empezaran a verla de otra forma.
Ella desvió los ojos.
– Una óptica concreta -repitió-. ¿Por qué no decimos exactamente lo que queremos decir?
– Porque no queremos.
Duffy permaneció en silencio. Un minuto. Dos. De pronto me miró fijamente. Un pensamiento recién alumbrado.
– ¿Y qué hay de tus zapatos?
Meneé la cabeza.
– Lo mismo -repuse-. Ellos se están acostumbrando a mí. Les resultaría difícil comenzar a verme con otra óptica.
– Aun así es un riesgo.
Me encogí de hombros.
– Beck me dio una Beretta M9 -expliqué-. Así que esperaré a ver qué pasa. Si se agacha para echar un vistazo a mis zapatos le pegaré un tiro entre ceja y ceja.
– Pero él es sólo un hombre de negocios, ¿no? En esencia es eso. ¿Le haría realmente daño a Teresa sin saber que ella supone una amenaza para sus actividades?
– No lo sé -respondí.
– ¿Ha matado él a la criada?
Negué con la cabeza.
– Fue Quinn -dije.
– ¿Has sido testigo?
– No.
– Entonces ¿cómo lo sabes?
Aparté la vista.
– He reconocido la técnica.
La cuarta vez que vi a la sargento de primera Dominique Kohl fue una semana después de la noche que nos reunimos en el bar. Aún hacía calor. Se hablaba de una tormenta tropical procedente de las Bermudas. Yo tenía sobre la mesa cientos de expedientes. Incluían violaciones, homicidios, suicidios, robos de armas, agresiones; la noche anterior se había producido un motín porque al estropearse la refrigeración en las cocinas de los comedores de la tropa el helado se había licuado. Había acabado de hablar por teléfono con un colega de Fort Irwin, California, quien me explicó que allí sucedía lo mismo cada vez que soplaba el viento del desierto.
Kohl apareció con pantalones cortos y una camiseta sin mangas. Su piel aún parecía cubierta de polvo. Llevaba el expediente, que ya era ocho veces más grueso que cuando se lo entregué el primer día.
– La bota ha de ser de metal -dijo-. Esta es la conclusión final.
– Vaya -exclamé.
– Habrían preferido plástico, pero creo que lo dicen por fardar.
– Muy bien -dije.
– Lo que quiero decir es que han terminado el diseño de la bota. Ahora están listos para pasar al asunto importante.
– Sobre el tipo ese, Gorowski, ¿sigue sintiéndose confusa pero aun así le respalda?