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Asintió.

– Detenerle sería un drama. Es un buen tío y una víctima inocente. Al fin y al cabo, en su trabajo es competente y útil para el ejército.

– Entonces ¿qué quiere hacer?

– Es delicado -dijo-. Supongo que quiero subirlo a bordo y hacer que empiece a pasar material falso a quienquiera que le tenga pillado. Es la manera de mantener la investigación en marcha sin arriesgarnos a revelar nada verdadero.

– ¿Pero…?

– Lo verdadero también parece falso. Es un ingenio muy extraño. Parece un dardo gigante. No lleva carga explosiva.

– ¿Cómo funciona?

– Energía cinética, metales pesados, uranio empobrecido, calor, todo eso. ¿Ha estudiado física?

– No.

– Entonces no lo entenderá. Pero creo que si tergiversamos los diseños, el chico malo se va a dar cuenta. Y por tanto Gorowski correría peligro. O sus niñas, o quien sea.

– O sea, quiere darles el diseño original.

– Pienso que es lo mejor.

– Es un riesgo -dije.

– Usted decide. Para eso gana un buen sueldo.

– Sólo soy capitán -observé-. Si tuviera tiempo de comer, utilizaría los vales canjeables por alimentos.

– ¿Cuál es la decisión?

– ¿Hay información sobre el chico malo?

– No.

– ¿Está segura de que no se le escapará de las manos?

– Del todo -repuso.

Sonreí. En aquel momento ella parecía el ser humano más dueño de sí mismo que yo jamás había conocido. Ojos brillantes, semblante serio, el cabello tras las orejas, pantalones caqui cortos, escueta camiseta caqui, calcetines y botas de paracaidista, piel bronceada y con aspecto polvoriento por todas partes.

– Pues adelante -dije.

– Nunca bailo -dijo ella.

– ¿Qué?

– No era por usted -puntualizó-. De hecho me habría gustado. Agradecí la invitación. Pero nunca bailo con nadie.

– ¿Por qué?

– Una manía -respondió-. Me siento cohibida. No coordino muy bien los movimientos.

– Yo tampoco.

– Quizá deberíamos practicar en privado -indicó.

– ¿Por separado?

– Los consejeros individuales son de gran ayuda -dijo-. Como en el alcoholismo.

Entonces me guiñó un ojo y salió dejando un débil rastro de su perfume en el aire cargado y caliente.

Duffy y yo terminamos el café en silencio. El mío sabía aguado, frío y amargo. No me apetecía. El zapato derecho me apretaba. No era exactamente mi número. Empezaba a ser como si llevara grilletes. Al principio parecían algo muy ingenioso. Elegantes, fríos, inteligentes. Recordé la primera vez que abrí el tacón, tres días atrás, poco después de llegar a la casa, poco después de que Duke cerrara la puerta de mi cuarto. Me sentía como en una película. Luego recordé la última vez que lo abrí. En el cuarto de baño de Duke, hacía hora y media. Me esperaba un mensaje de Duffy: «Hemos de vernos.»

– ¿Por qué querías que nos viéramos? -le pregunté.

Meneó la cabeza.

– Ahora ya no importa. Estoy revisando la misión. Estoy desechando todos los objetivos menos el de rescatar a Teresa. Sólo localizarla y sacarla de ahí, ¿vale?

– ¿Y qué hay de Beck?

– No vamos a coger a Beck. La he fastidiado otra vez. Esa criada era una agente legítima y Teresa no. Y tú tampoco. Y la criada ha muerto, así que van a despedirme por actuar extraoficialmente con Teresa y contigo y van a abandonar el caso de Beck porque he comprometido tanto las normas que cualquier tribunal va a desestimarnos en el futuro. Así que saca a Teresa de ahí cagando hostias y volvamos a casa.

– Muy bien -dije.

– Y olvídate de Quinn -añadió ella-. Déjalo correr todo.

No contesté.

– En todo caso, hemos fracasado -dijo-. Tú no has descubierto nada útil. Nada. Ni una sola prueba. Ha sido una completa pérdida de tiempo, desde el principio al final.

Seguí sin decir nada.

– Como mi carrera -remató.

– ¿Cuándo vas a contárselo al Departamento de Justicia?

– ¿Lo de la criada?

Asentí.

– Ahora mismo -respondió-. Inmediatamente. Debo hacerlo. No tengo elección. Pero primero buscaré en los archivos para saber quién la infiltró ahí. Porque prefiero dar las malas noticias cara a cara a quien supongo que está en mi mismo nivel. Eso me ofrece la oportunidad de disculparme. Cualquier otra vía lo haría saltar todo por los aires antes de tener yo siquiera la oportunidad de hablar. Cancelarán todos mis códigos de acceso, me entregarán una caja de cartón y me dirán que tenga mi mesa limpia en media hora.

– ¿Cuánto tiempo has estado allí?

– Mucho. Pensé que iba a ser la primera mujer directora.

No dije nada.

– Te lo habría dicho, créeme. Si hubiera tenido ahí a otro agente te lo habría dicho.

– Lo sé. Lamento haber sacado conclusiones precipitadas.

– Es la tensión -señaló-. La clandestinidad es dura.

Asentí con la cabeza.

– Aquello parece un salón lleno de espejos. Una maldita cosa tras otra. Todo suena irreal.

Dejamos nuestras tazas a medias y salimos a las aceras interiores del centro comercial y luego a la lluvia exterior. Habíamos aparcado uno cerca de otro. Duffy me dio un beso en la mejilla. Acto seguido subió al Taurus y se dirigió al sur y yo subí al Saab y puse rumbo norte.

Paulie se tomó con pachorra lo de abrirme la verja. Me hizo esperar un par de minutos antes de salir de la caseta moviéndose pesadamente. Aún llevaba puesto el impermeable. De pronto se detuvo y me miró por unos instantes antes de acercarse al picaporte. Pero no me importó. Yo estaba enfrascado en mis pensamientos. Oía la voz de Duffy en mi cabeza: «Estoy revisando la misión.» Durante la mayor parte de mi carrera militar tuve como jefe directo o indirecto a un tipo llamado Leon Garber, quien se lo explicaba todo a sí mismo construyendo frases cortas o dichos. Tenía uno para cada ocasión. Solía decir: «Revisar objetivos es una idea inteligente porque impide que sigas malgastando dinero.» No hablaba del dinero en un sentido literal. Se refería al personal, los recursos, el tiempo, la voluntad, el esfuerzo, el ánimo. También acostumbraba a contradecirse. A menudo decía: «Nunca te distraigas del cometido concreto que tengas entre manos.» Desde luego, todos los proverbios suelen ser así. «Demasiados cocineros echan a perder el caldo, muchas manos aligeran el trabajo, las grandes mentes piensan igual, los tontos siempre están de acuerdo.» Pero en conjunto, tras eliminar unas cuantas capas de contradicción, Leon aprobaba la revisión. Y tenía éxito. Principalmente porque la revisión consistía en pensar, y él entendía que pensar no perjudicaba a nadie. Así que yo estaba pensando, devanándome los sesos, porque era consciente de que de manera lenta e imperceptible algo se me acercaba sigilosamente, justo fuera del alcance de mi comprensión consciente. Estaba relacionado con algo que me había dicho Duffy: «No has descubierto nada útil. Nada. Ni una sola prueba.»

Oí abrirse la verja. Alcé la vista y vi que Paulie esperaba que yo pasara. La lluvia le golpeaba en el impermeable. Aún no llevaba sombrero. Me vengué un poco demorándome en arrancar. La revisión de Duffy me parecía bastante bien. Beck no me importaba demasiado. En ningún sentido, ciertamente. Pero quería a Teresa. Y la encontraría. También quería a Quinn. Y también lo encontraría, a despecho de lo que dijera Duffy. La revisión tenía un límite.

Examiné otra vez a Paulie. Todavía aguardaba. Era un idiota. El se estaba mojando, yo dentro de un coche. Quité el pie del freno y crucé despacio. A continuación pisé el acelerador y me dirigí a la casa.

Guardé el Saab en el sitio donde lo había visto una vez y salí al patio. El mecánico seguía en el tercer garaje. El vacío. No alcanzaba a ver lo que hacía. Tal vez sólo se protegía de la lluvia. Corrí hasta la casa. Beck oyó al detector de metales anunciar mi llegada y fue a la cocina para reunirse conmigo. Señaló la bolsa de deporte, que seguía sobre la mesa, justo en el centro.