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– Pues que los dibuje él mismo -dije-. Está en juego su pellejo.

– O el de sus niñas.

– Es lo que tiene ser padre. Así estará más concentrado.

Ella se quedó callada unos instantes. Luego dijo:

– ¿Quiere ir a bailar?

– ¿Aquí?

– Estamos muy lejos de casa. Nadie nos conoce.

– De acuerdo -dije.

Entonces pensamos que era muy temprano para bailar, así que tomamos un par de cervezas y esperamos a la noche. El bar donde estábamos era pequeño y oscuro. De madera y ladrillo. Un lugar agradable. Tenía una máquina de discos. Pasamos un buen rato apoyados en ella, uno junto al otro, intentando elegir nuestra primera canción. Lo discutimos acaloradamente. Aquello empezó a cobrar una importancia enorme. Traté de interpretar sus sugerencias analizando los ritmos. ¿Por dónde nos vamos a agarrar uno a otro? ¿Esa clase de baile? ¿Esto será lo de dar brincos idénticos? Al final habría hecho falta una resolución de las Naciones Unidas, de modo que pusimos veinticinco centavos en la máquina, cerramos los ojos y pulsamos botones al azar. Salió Brown Sugar, de los Rolling Stones. Gran canción. De toda la vida. Ella bailaba realmente bien. Pero yo era un desastre.

Cuando quedamos sin aliento, nos sentamos y pedimos más cerveza. Y de súbito comprendí qué había pretendido hacer Gorowski.

– No es el sobre -dije-. El sobre está vacío. Es el periódico. Los planos están en el periódico. En la sección de deportes. Él debería haber mirado la columna de resultados. Lo del sobre es para distraer la atención en caso de vigilancia. Lo ha ensayado mucho. Más tarde arroja el periódico en otro cubo de la basura. Después de haber hecho la marca de tiza. Seguramente al salir del aparcamiento.

– Mierda -soltó Kohl-. He desperdiciado cinco semanas.

– Y alguien tiene tres planos originales verdaderos.

– Es uno de nosotros -dijo-. Un militar, de la CIA o del FBI. Alguien tan astuto tiene que ser un profesional.

«El periódico, no el sobre», me dije. Diez años después estaba tendido en una cama, en Maine, pensando en Dominique Kohl bailando y en un tío llamado Gorowski doblando el periódico, despacio y con cuidado, y mirando un centenar de mástiles de veleros en el agua. El periódico, no el sobre. De algún modo aún parecía venir al caso. «Esto, no lo otro», pensé, y entonces recordé a la criada escondiendo mis cosas en el maletero del Saab. Allí no podía haber puesto nada más, de lo contrario Beck lo habría encontrado y añadido a las pruebas exhibidas en la mesa de la cocina. Pero las alfombrillas del Saab estaban viejas y sueltas. Si yo fuera de los que esconden un arma bajo una rueda de recambio, quizás escondería papeles bajo las alfombrillas de un coche. Y quizá sería de las personas que apunta cosas y toma notas.

Me levanté y fui a la ventana. La tarde tocaba a su fin. Pronto oscurecería. El decimocuarto día, un viernes, casi había concluido. Bajé la escalera pensando en el Saab. Beck cruzaba el vestíbulo con prisa. El semblante preocupado. Entró en la cocina y cogió el teléfono. Escuchó un momento y luego me lo pasó.

– No funciona ningún teléfono -dijo.

Llevé el receptor al oído y escuché. Nada. Ningún tono de marcar, ningún silbido chirriante procedente de circuitos abiertos. Sólo un silencio inerte y sin vida, y el sonido de la sangre circulando por mi cabeza a toda velocidad. Como una concha marina.

– Pruebe con el suyo -dijo.

Subí otra vez a la habitación de Duke. El interfono funcionaba bien. Paulie respondió al tercer tono. Le colgué. No obstante, la línea exterior estaba tiesa. Sostuve el auricular como si eso cambiara algo, y Beck apareció en la puerta.

– Se puede hablar con la verja -anuncié.

Él asintió.

– Es un circuito independiente -explicó-. Lo instalamos nosotros mismos. ¿Y la línea exterior?

– Cortada -respondí.

– Qué extraño.

Colgué. Eché un vistazo a la ventana.

– Tal vez sea el tiempo -sugerí.

– No -replicó. Alzó su móvil. Era un minúsculo Nokia plateado-. Este tampoco va.

Me lo dio. En la diminuta pantalla, a la derecha, un diagrama de barras mostraba que la batería estaba cargada. Pero el medidor de cobertura estaba a cero. Se leía «Sin servicio», con letras grandes, negras y visibles. Se lo devolví.

– Tengo que ir al lavabo -dije-. Bajaré enseguida.

Me encerré en el cuarto de baño. Me quité el zapato. Abrí el tacón. Pulsé la tecla de encender. Y en la pantalla apareció la frase «Sin servicio». Lo apagué y lo coloqué otra vez en su sitio. Tiré de la cadena por una cuestión de forma y me senté en la tapa del retrete. Yo no era ningún experto en telecomunicaciones. Sabía que de vez en cuando las líneas telefónicas fallaban. Sabía que la tecnología de los móviles a veces no era fiable. Pero ¿cuántas posibilidades había de que las líneas terrestres de un lugar dejaran de funcionar exactamente al mismo tiempo que la torre de móviles más cercana? Me parece que muy pocas. Poquísimas, maldita sea. Así que habían cortado la línea deliberadamente. Pero ¿quién lo había solicitado? La compañía telefónica no. No efectuarían reparaciones en horas punta de un viernes. Esto podría pasar un domingo por la mañana a primera hora. Y en cualquier caso, no inutilizarían las líneas terrestres al mismo tiempo que las torres de los teléfonos móviles. Escalonarían ambos cometidos, sin duda.

Entonces ¿quién lo había organizado? Un organismo gubernamental para trabajos especiales. Como la DEA, tal vez. Quizá la DEA venía por la criada. Quizá los de operaciones especiales estaban llegando y no querían que Beck lo supiera antes de estar listos para irrumpir en la casa.

De todos modos, no era probable. La DEA dispondría de varios grupos de operaciones especiales, que llevarían a cabo acciones simultáneas. Y aunque no los tuviera, lo más fácil del mundo sería cortar la carretera entre la casa y el primer desvío. Podrían sellarla para siempre. Había una distancia de veinte kilómetros de posibilidades ilimitadas. Beck era un blanco facilísimo, con o sin teléfonos.

Entonces ¿quién?

Acaso Duffy, de manera extraoficial. Gracias a su estatus, Duffy habría conseguido uno de esos favores especialísimos tras un tête à tête con el gerente de alguna compañía de teléfonos. Un favor especial limitado a una zona geográfica. Un ramal secundario de línea terrestre. Y una torre de móviles, una que estuviera cerca de la I-95. Eso suponía crear una zona de silencio de más de cuarenta kilómetros, pero seguro que ella se las ingeniaría para conseguirlo. Sobre todo si el favor tenía una duración estrictamente limitada. Pongamos cuatro o cinco horas.

Pero ¿por qué Duffy tenía repentinamente miedo de los teléfonos durante cuatro o cinco horas? Sólo había una respuesta posible. Temía por mí.

Los guardaespaldas estaban en libertad.

10

Tiempo. El tiempo es igual a la distancia dividida por la velocidad en una dirección concreta. O me sobraba o ya no tenía. No lo sabía. Los guardaespaldas habían sido retenidos en el motel de Massachusetts donde planeamos la acción de ocho segundos. Eso estaba a menos de trescientos kilómetros al sur, no me cabía ninguna duda. Hechos tangibles. El resto, puras conjeturas. De todos modos, podía imaginar una historia probable. Se habían escapado del motel y habían cogido el Taurus oficial. Después habían conducido como locos durante más o menos una hora, tan aterrados que les faltaba el aliento. Antes de pasar a otra cosa querían estar totalmente a salvo. Quizás incluso se habían perdido al pasar por terreno despoblado. Después se orientaron y llegaron a la autopista. Aceleraron hacia el norte. Se sosegaron, miraron hacia atrás, redujeron la marcha a la velocidad permitida y empezaron a buscar un teléfono. Pero Duffy ya había cortado las líneas. Se había dado prisa. Así que la primera parada de los guardaespaldas les había supuesto una pérdida de tiempo. Quizás unos diez minutos, entre aparcar, llamar a la casa, llamar al móvil, arrancar de nuevo y tomar de nuevo la autopista. Después habrían repetido la operación en la siguiente área de descanso. En el primer caso habrían echado la culpa a alguna pega técnica fortuita. Otros diez minutos. Después, o habrían sospechado o habrían pensado que estaban lo bastante cerca para seguir adelante pasara lo que pasase. O ambas cosas.