En total unas cuatro horas. Pero ¿desde cuándo comenzar a contar? No tenía ni idea, desde luego. Evidentemente, desde algún momento comprendido entre treinta minutos y, pongamos, cuatro horas. En resumen, me sobraba tiempo o no me alcanzaba.
Salí del cuarto de baño y miré por la ventana. Ya no llovía y la noche había caído. A lo largo del muro estaban las luces encendidas. Las rodeaba un halo de niebla. Más allá, oscuridad total. No se veían faros a lo lejos. Bajé y me encontré con Beck en el vestíbulo. Seguía manipulando el Nokia para hacerlo funcionar.
– Voy a salir -dije-. Echaré un vistazo por la carretera.
– ¿Por qué?
– No me gusta esto de los teléfonos. Probablemente no es nada, aunque podría responder a algo.
– ¿Algo como qué?
– No lo sé. Quizás está viniendo alguien. Sólo saldrá de ésta si me dice cuánta gente quiere fastidiarle.
– Tenemos el muro.
– ¿Alguna embarcación?
– No -contestó-. ¿Por qué?
– Si llegan hasta la verja, va a necesitar un bote. Podrían quedarse allí y obligarle a rendirse por hambre.
Se quedó callado.
– Cogeré el Saab -dije.
– ¿Por qué?
«Porque es más ligero que el Cadillac», pensé.
– Prefiero dejarle el Cadillac a usted -repuse-. Es más grande.
– ¿Qué va a hacer?
– Lo que haga falta -contesté-. Ahora soy su jefe de seguridad. Tal vez no está pasando nada, pero en caso contrario, me ocuparé de ello por usted.
– ¿Qué hago yo?
– Mantenga la ventana abierta y escuche -dije-. De noche, con toda esa agua alrededor, si grito a tres kilómetros de distancia me oirá. Si me oye gritar, meta a todo el mundo en el Cadillac y salga zumbando. Conduzca rápido. Yo los mantendré a distancia hasta que usted haya pasado. ¿Tiene algún otro sitio adónde ir?
Beck asintió con la cabeza. Pero no dijo el lugar.
– Pues vaya allí -añadí-. Si logro mi propósito, iré a la oficina. Esperaré allí, en el coche. Puede detenerse allí después.
– Muy bien -dijo.
– Ahora llame a Paulie por el interfono y dígale que esté atento y me deje pasar.
– Muy bien -repitió.
Lo dejé en el vestíbulo. Salí a la noche. Rodeé los garajes y recogí mi bulto del agujero. Lo llevé al Saab y lo coloqué en el asiento trasero. Acto seguido me senté al volante, encendí el motor y salí marcha atrás. Rodeé lentamente la rotonda y ya en el camino de entrada aceleré. Las luces del muro brillaban a lo lejos. Vi a Paulie en la verja. Reduje un poco la marcha para no tener que pararme. Pasé directamente. Conduje hacia el oeste, mirando con atención, buscando faros que vinieran hacia mí.
Tras recorrer unos seis kilómetros vi un Taurus del gobierno. Estaba aparcado en el arcén. Orientado hacia mí. Con las luces apagadas. El tipo mayor se hallaba sentado al volante. Apagué las luces y aminoré la marcha hasta detenerme a su lado, ventanilla con ventanilla. Bajé el cristal. Él hizo lo mismo. Me apuntó a la cara con una linterna y un arma. Guardó ambas al ver quién era.
– Los guardaespaldas están libres -explicó.
Asentí.
– Me lo figuraba. ¿Desde cuándo?
– Desde hace casi cuatro horas.
Miré instintivamente hacia delante. No quedaba tiempo.
– Hemos perdido dos hombres -dijo.
– ¿Muertos?
Asintió con un gesto.
– ¿Duffy ha informado de ello?
– No puede -señaló él-. Todavía no. Estamos trabajando extraoficialmente. Todo esto ni siquiera está sucediendo.
– Tendrá que hacerlo -repliqué-. Son dos tíos.
– Lo hará. Más adelante. Después de que usted cumpla lo convenido. Porque volvemos a tener los mismos objetivos. Duffy necesita a Beck para justificarse, ahora más que nunca.
– ¿Qué ha ocurrido?
Se encogió de hombros.
– Esperaron el momento oportuno. Ellos eran dos, nosotros cuatro. Debería haber sido fácil reducirlos. Pero supongo que los nuestros fueron poco contundentes. No es fácil tener a gente encerrada en un motel.
– ¿Quiénes eran?
– Los dos chicos que iban en la Toyota.
No dije nada. Habíamos aguantado aproximadamente ochenta y cuatro horas. Tres días y medio. De hecho, había ido algo mejor de lo que yo imaginaba al principio.
– ¿Dónde está Duffy ahora? -pregunté.
– Nos hemos desplegado todos en abanico. Se halla en Portland, con Eliot.
– Ha hecho muy bien lo de los teléfonos.
Él asintió.
– Ya. Se preocupa por usted.
– ¿Cuánto tiempo estarán las líneas cortadas?
– Cuatro horas. Es todo lo que pudo conseguir. Así que pronto volverán a funcionar.
– Creo que los tipos vendrán directamente hacia aquí.
– Yo también lo creo -dijo-. Por eso he venido enseguida.
– Si hace casi cuatro horas, ahora estarán saliendo de la autopista. Así que los teléfonos ya no importan mucho, supongo.
– Eso me parece a mí.
– ¿Tiene algún plan? -pregunté.
– Le esperaba a usted. Supusimos que lo deduciría.
– ¿Van armados?
– Tienen dos Glock -precisó-. Con los cargadores llenos. -Hizo una breve pausa y apartó la mirada-. Menos cuatro disparos en el lugar de los hechos -aclaró-. Así nos lo han descrito. Cuatro tiros, dos tíos. Todos a la cabeza.
– No será fácil.
– Nunca lo es -dijo.
– Hemos de encontrar un sitio.
Le dije que subiera a mi coche. Se sentó en el asiento del acompañante. Llevaba el mismo impermeable que lucía Duffy en la cafetería. Condujimos otro kilómetro y me puse a buscar un sitio. Encontré uno donde la carretera se estrechaba de golpe y describía una curva larga y abierta. El asfalto estaba un poco reforzado, a modo de terraplén de poca pendiente. Los arcenes tenían apenas un palmo de anchura y descendían bruscamente hacia la vertiente rocosa. Paré el vehículo, giré bruscamente, di marcha atrás y luego avancé un poco hasta que quedó atravesado en la calzada. Salimos y echamos un vistazo. Era una buena barricada. No había sitio para pasar. Pero se veía mucho, como ya me había figurado. Los dos tíos aparecerían lanzados por la curva, frenarían en seco y luego darían marcha atrás y empezarían a disparar.
– Hemos de volcarlo -dije-. Como si hubiera sido un accidente.
Saqué el bulto del asiento trasero. Lo dejé en el arcén por si acaso. Después le dije a mi colega que colocara su impermeable sobre la calzada. Vacié mis bolsillos y puse mi abrigo al lado del suyo. Quería que el Saab quedara sobre los abrigos. Tenía que devolverlo relativamente intacto. A continuación nos situamos hombro con hombro de espaldas al coche y comenzamos a balancearlo. Volcar un coche es bastante fácil. Lo he visto hacer en todas partes. Dejas que los neumáticos y la suspensión cooperen. Lo haces oscilar y luego botar, y sigues así sin parar hasta que se halla suspendido en el aire y entonces calculas el momento exacto para volcarlo. El tío mayor era fuerte. Cumplió su cometido. Hicimos botar el coche hasta unos cuarenta y cinco grados, luego nos volvimos y afirmamos las manos bajo el bastidor y lo impulsamos hasta hacerlo caer de lado. A continuación lo volcamos del todo hasta que descansó sobre el techo.
Los abrigos sirvieron para que se deslizara bien sin rozar el pavimento, y así pudimos situarlo en la posición adecuada. Después abrí la puerta del conductor al revés y le dije a mi compañero que entrara y fingiera estar muerto por segunda vez en cuatro días. Se deslizó dentro como pudo y se tendió en la parte delantera, mitad dentro y mitad fuera, con los brazos por encima de la cabeza. En la oscuridad parecía muy convincente, y en las sombras provocadas por los faros aún daría más el pego. Los abrigos no eran visibles a menos que uno los buscara de veras. Me alejé y cogí el fardo con mis armas. Luego bajé por las rocas que había tras el arcén y me agaché.