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Ambos aguardamos.

La espera pareció larga. Cinco, seis, siete minutos. Recogí piedras, tres, más grandes que la palma de mi mano. Observé el horizonte al oeste. El cielo aún estaba lleno de nubes bajas y me figuré que las luces de los faros se reflejarían en ellas al subir y bajar. Pero el horizonte permanecía a oscuras. Y en silencio. No alcanzaba a oír nada salvo el lejano oleaje y la respiración de mi compañero.

– Ya deberían estar llegando -dijo.

– Vendrán -respondí.

Esperamos. La noche seguía negra y silenciosa.

– ¿Cómo te llamas? -pregunté.

– ¿Por qué? -respondió.

– Sólo por saberlo. No me parece bien haberte matado dos veces y no saber siquiera tu nombre.

– Terry Villanueva -dijo.

– ¿Es un nombre hispano?

– Claro.

– Tú no pareces hispano.

– Lo sé -confirmó-. Mi madre era irlandesa y mi padre hispano. Pero mi hermano y yo salimos a ella. Mi hermano cambió su nombre por el de Newton. Como el científico, o el barrio. Porque eso es lo que significa Villanueva, ciudad nueva. Pero yo me quedé con el nombre español. Por respeto al viejo.

– ¿Dónde fue eso?

– En el sur de Boston -explicó-. Hace años, no fue fácil, con un matrimonio mixto y todo eso.

Nos quedamos otra vez callados. Yo miraba y escuchaba. Nada. Villanueva cambió de posición. No parecía cómodo.

– Eres un soldado, Terry -le dije.

– De la vieja escuela -repuso.

Entonces oí el coche.

Y sonó el móvil de Villanueva.

El coche estaría a un kilómetro. Podía oír el debilísimo sonido de un motor V-6 acelerando. Llegaba a ver el distante resplandor de los faros atrapado entre la carretera y las nubes. El tono del teléfono de Villanueva consistía en una insensata versión rápida de la Tocata y fuga en re menor de Bach. Él dejó de hacer el muerto, se revolvió y lo sacó del bolsillo. Pulsó un botón y contestó. Era un cacharro diminuto, perdido en su mano. Se lo llevó al oído. Escuchó un instante. Lo oí decir «muy bien». Y luego «lo vamos a hacer ahora mismo». Después «muy bien». Y finalmente «muy bien». Lo desconectó y volvió a tenderse. Tenía la mejilla pegada al asfalto. Y el móvil agarrado a medias.

– Acaban de restablecer el servicio -me dijo.

Y otro reloj empezó a hacer tictac. Miré a mi derecha, al este. Beck estaría probando las líneas. Supuse que en cuanto oyera señal de marcar intentaría encontrarme para decirme que ya no había peligro. Miré a la izquierda, al oeste. Oí el ruido del coche, fuerte y claro. Las luces de los faros rebotaban y oscilaban, brillantes en la negrura.

– Treinta segundos -anuncié.

El sonido fue aumentando. Alcancé a distinguir por separado los ruidos de los neumáticos y del cambio automático del motor. Me agaché más. Diez segundos, ocho, siete. El coche dobló embalado el recodo y las luces me azotaron la espalda encorvada. De pronto percibí el ruido sordo del sistema hidráulico y el chirrido de los frenos y el aullido del neumático bloqueado rozando el asfalto, y el coche quedó totalmente parado, ligeramente torcido, a unos seis metros del Saab.

Alcé la vista. Era un Taurus azul, gris a la nebulosa luz de la luna. Tras él, un cono de luz. Las luces de freno llameaban rojas en la parte trasera. Dos tíos dentro. Sus rostros alumbrados por las luces reflejadas en el Saab. Se quedaron quietos un instante. Miraron al frente. Reconocieron el Saab. Lo habrían visto antes cien veces. Advertí que el conductor se movía. Oí que ponían punto muerto. Las luces de freno se apagaron. El motor quedó al ralentí. Percibía los humos del tubo de escape y el calor de debajo del capó.

Los dos tipos abrieron sus respectivas puertas a la vez. Bajaron y se quedaron de pie tras ellas. Empuñaban las Glock. Aguardaron. Salieron de detrás de las puertas. Avanzaron, despacio, con las armas bajas. Los faros los iluminaban intensamente de cintura para abajo. Era difícil verles el tronco. Sin embargo distinguí sus rasgos. Sus siluetas. Eran los guardaespaldas. No cabía duda. Eran jóvenes y corpulentos, iban tensos y cautelosos. Vestían trajes oscuros y arrugados. Sin corbata. Las camisas habían pasado del blanco al gris.

Se acuclillaron junto a Villanueva, al que tapaban con su sombra. Se movieron un poco y giraron el rostro de mi colega hacia la luz. Yo sabía que ellos lo habían visto antes. Tan sólo un fugaz vislumbre cuando pasaron frente a él, fuera de la verja de la universidad, hacía ochenta y cuatro horas. Supuse que no lo recordarían. Y creo que así fue. Pero los habían engañado una vez y no querían que volviera a ocurrir. Se mostraban muy precavidos. No se dispusieron enseguida a prestarle los primeros auxilios. Tan sólo se agacharon y no hicieron nada. De repente, el más próximo a mí se puso en pie.

Yo me hallaba a metro y medio de él y tenía una piedra en la mano derecha. Algo más grande que una bola de béisbol. Estiré el brazo con rapidez, horizontalmente, como si fuera a abofetearle. Si hubiera fallado, el impulso habría sacado mi brazo al arcén. Pero no fallé. La piedra le dio de lleno en la sien y el tío se desplomó como si le hubiera caído un peso desde arriba. El otro fue más rápido. Se alejó gateando y se levantó a duras penas. Villanueva intentó sujetarlo por las piernas, pero falló. El tipo dio un salto y se volvió de repente. Su Glock se elevó en mi dirección. Yo sólo quería impedir que disparara, por lo que me dispuse a lanzarle la piedra directamente a la cabeza. Él se dio otra vez la vuelta, y el proyectil le dio de lleno en la parte posterior del cuello, en el preciso lugar donde el cráneo se curva para unirse a la columna. Fue como un puñetazo violento. Lo tiró hacia delante. El hombre soltó la Glock y cayó de bruces como un árbol y se quedó inmóvil.

Me quedé allí de pie y contemplé la oscuridad hacia el este. No vi nada. Ninguna luz. No oí nada salvo el mar lejano. Villanueva salió a gatas del coche volcado y se agachó sobre el primer tipo.

– Éste está muerto -dijo.

Comprobé que lo estaba. Es difícil sobrevivir a un golpe de una piedra de cuatro kilos en la sien. Tenía el cráneo nítidamente hundido y los ojos abiertos de par en par, en los cuales no se apreciaba vida alguna. Fui a echar un vistazo al segundo tío. Me puse en cuclillas a su lado. También estaba muerto. Tenía el cuello bien roto. No me sorprendió demasiado. La piedra pesaba cuatro kilos y yo la había lanzado como Nolan Ryan.

– Dos pájaros de un tiro -dijo Villanueva.

Guardé silencio.

– ¿Qué? -soltó-. ¿Querías llevarlos detenidos? ¿Después de lo que nos han hecho a nosotros? Para un policía eso sería lisa y llanamente suicida.

Seguí callado.

– ¿Te pasa algo? -preguntó Villanueva.

Yo no era de los suyos. Yo no era de la DEA, y tampoco policía. Pero pensé en la señal privada que me envió Powelclass="underline" «10-2, 10-28. Estos tipos han de estar muertos, no cometer errores al respecto.» Y yo estaba dispuesto a creer en la palabra de Powell. Para eso son las lealtades en la unidad. Villanueva tenía las suyas y yo las mías.

– No pasa nada -contesté.

Encontré la piedra donde había ido a parar y la mandé rodando al arcén. Acto seguido me dirigí al Taurus, me incliné y apagué las luces. Indiqué a Villanueva que se acercara.

– Ahora hemos de darnos mucha prisa -dije-. Llama a Duffy para que Eliot venga aquí. Ha de retirar este coche.

Villanueva se valió de un sistema de marcado rápido y empezó a hablar, y yo vi en la carretera las dos Glock, que devolví a los bolsillos de los tipos muertos, una cada uno. Luego me acerqué al Saab. Ponerlo otra vez derecho iba a ser más difícil que volcarlo. Por un instante pensé que igual sería imposible. Los abrigos impedían todo agarre en el pavimento. Si lo empujábamos, sólo se deslizaría sobre el techo. Cerré la invertida puerta del conductor y esperé.