– Ya vienen -dijo Villanueva.
– Ayúdame con esto -respondí.
Movimos a pulso el Saab tirando de los abrigos en dirección a la casa hasta llevarlo lo más lejos que pudimos. Se deslizó por el abrigo de Villanueva hasta el mío, hasta su extremo, y paramos en seco cuando el metal tocó el firme de la calzada.
– Se va a rayar -señaló Villanueva.
Asentí.
– Es un riesgo -dije-. Ahora dale con el Taurus.
Hizo avanzar el Taurus hasta que el parachoques delantero tocó el Saab. El contacto se producía justo en el soporte que había entre las puertas. Indiqué a Villanueva que diera gas y el Saab se movió de lado a trompicones y el techo chirrió contra el asfalto. Me subí al capó del Taurus y empujé con fuerza el bastidor del Saab. Villanueva mantenía el Taurus apretando, lento y constante. El Saab se levantó de lado, cuarenta, cincuenta, sesenta grados. Apuntalé los pies en la base del parabrisas del Taurus, bajé las manos y las coloqué planas en el techo del Saab. Villanueva dio gas, mi columna se comprimió unos centímetros y el coche cayó sobre las ruedas con un ruido sordo. Rebotó una vez. Villanueva pisó el freno y yo caí hacia delante y me golpeé la cabeza contra la puerta del Saab. Acabé tirado sobre la calzada, bajo el parachoques del Taurus. Villanueva dio marcha atrás, se detuvo y salió.
– ¿Estás bien? -preguntó.
Me quedé allí tendido. Me dolía la cabeza. Me había dado fuerte.
– ¿Cómo está el coche? -inquirí.
– ¿Quieres las noticias buenas o las malas?
– Primero las buenas -dije.
– Los retrovisores laterales están intactos -explicó-. Vuelven a su posición original.
– ¿Pero…?
– Grandes desconchados en la pintura -precisó-. Una pequeña abolladura en la puerta. Creo que la has hecho tú con la cabeza. El techo también está algo hundido.
– Diré que he atropellado un ciervo.
– No creo que haya ciervos por aquí.
– Pues entonces un oso -repliqué-. O lo que sea. Una ballena varada en la playa. Un monstruo marino. Un calamar gigante. Un enorme mamut peludo salido hace poco de un glaciar en proceso de derretimiento.
– ¿Estás bien? -repitió él.
– Viviré -contesté.
Rodé de costado y me puse a cuatro patas. Me levanté, despacio y sin movimientos bruscos.
– ¿Puedes llevarte los cadáveres? -preguntó-. Porque nosotros no podemos.
– Pues entonces supongo que tendré que hacerlo.
Abrimos a duras penas la puerta de atrás del Saab. Estaba un poco desalineado porque el techo se había deformado ligeramente. Metimos los cadáveres en el amplio maletero y los apretujamos. Volví al arcén, recogí mi bulto y lo puse encima de los cuerpos. Para cerrar las puertas debimos empujar los dos. Después cogimos los abrigos de la carretera, los sacudimos y nos los pusimos. Estaban húmedos y arrugados y en algunos sitios un poco rotos.
– ¿Estás bien? -insistió Villanueva.
– Sube al coche -dije.
Subimos los cristales y nos montamos. Le di al contacto. El motor no se puso en marcha. Probé otra vez. Nada. Entre ambos intentos oí gimotear a la bomba de la gasolina.
– Deja la llave puesta un momento -señaló Villanueva-. El carburador se ha vaciado cuando el coche estaba del revés. Espera un poco a que la gasolina suba.
Esperé, y al tercer intento se encendió. Metí la marcha, arranqué sin perder un segundo y conduje hasta donde habíamos dejado el otro Taurus, un kilómetro atrás. Nos aguardaba en el arcén, espectral a la luz de la luna.
– Ahora regresa y espera a Duffy y a Eliot -dije-. Y sugiero que después salgáis de aquí zumbando. Os veré luego.
Me estrechó la mano.
– De la vieja escuela -dijo.
– Diez-dieciocho -repuse. 10-18 era un código de radio de la PM para «misión cumplida». Pero supongo que él no lo sabía, pues se limitó a mirarme.
– Cuídate -dije.
Meneó la cabeza.
– Buzón de voz -indicó.
– ¿Qué pasa con eso?
– Cuando un teléfono móvil no funciona, normalmente desvían las llamadas hacia un buzón de voz.
– ¿No es que la torre ha sido inutilizada?
– Pero la red de móviles no lo sabía. En lo que a la maquinaria respecta, Beck sólo tenía su teléfono desconectado. Por lo que tendrán su buzón de voz en algún servidor central de por ahí. Quizás ellos le dejaron un mensaje.
– ¿Por qué motivo?
Villanueva se encogió de hombros.
– Tal vez le dijeron que iban de regreso. No sé, a lo mejor suponían que él miraría enseguida si tenía algún mensaje. Acaso le contaron toda la historia. O quizá no fueron capaces de pensar con claridad y se imaginaron que era como un contestador normal y dijeron: «Eh, señor Beck, cójalo, ¿vale?»
No dije nada.
– En resumidas cuentas, que tal vez dejaron sus voces ahí -precisó-. Hoy.
– Muy bien -dije.
– ¿Qué vas a hacer?
– Empezar a disparar -respondí-. Los zapatos, el buzón de voz. Ahora Beck nos lleva ventaja.
– No puedes hacerlo -me advirtió-. Duffy ha de llevarlo ante un tribunal. Ahora es la única posibilidad que tiene de salvar el pellejo.
Aparté la mirada.
– Dile que haré lo que pueda. Pero si se trata de él o yo, me lo cargo.
Villanueva se quedó callado.
– ¿Qué pasa? ¿Es que ahora soy el chivo expiatorio?
– Haz lo que puedas -dijo-. Duffy es una buena chica.
– Ya lo sé.
Salió a duras penas del Saab, con una mano en el marco de la puerta y la otra en el respaldo del asiento. Cruzó la calzada, se subió a su coche y se alejó, despacio y en silencio, con las luces apagadas. Lo vi saludar con la mano. Lo observé hasta perderlo de vista y acto seguido di marcha atrás, giré y crucé el Saab en mitad de la calzada, mirando al oeste. Supuse que, cuando me viera, Beck pensaría que yo estaba realizando tareas defensivas.
Pero o bien Beck no probaba los teléfonos o bien no pensaba demasiado en mí, porque me quedé allí sentado unos diez minutos y no hubo el menor indicio de él. Pasé parte del tiempo examinando mi anterior hipótesis de que una persona que oculta un arma bajo la rueda de recambio también escondería notas bajo las alfombrillas. Éstas ya estaban sueltas y al estar el coche al revés se habían salido de sitio. Pero debajo no había nada salvo manchas de herrumbre y una capa húmeda de guata acústica que parecía confeccionada a partir de viejos jerséis de color gris y rojo. Nada de notas. Hipótesis incorrecta. Puse las alfombrillas otra vez en su sitio lo mejor que pude, golpeándolas con los pies hasta dejarlas razonablemente planas.
A continuación salí y eché un vistazo a los daños externos. Con los rayones en la pintura no podía hacer nada. Se notaban, pero no había para tanto. No era un coche nuevo. Tampoco tenía remedio la abolladura de la puerta, a menos que quisiera desmontarla y alisar la plancha. El techo había quedado un poco hundido. Recordé que tenía una clara forma redondeada. Ahora estaba bastante plano. Sin embargo, me pareció que desde dentro podía hacer algo al respecto. Me coloqué en el asiento trasero y con ambas palmas en el revestimiento empujé con fuerza. Recibí el premio de dos sonidos. Uno fue el de la lámina de metal al volver a su sitio. El otro, el crujido de un papel.
No era un coche nuevo, por lo que el forro no era esa cosa de piel de ratón moldeada en una sola pieza que hoy tiene todo el mundo, sino un anticuado vinilo de color crema con varillas metálicas de lado a lado que lo dividían en tres secciones plisadas. Los bordes quedaban atrapados bajo una junta de goma negra que recorría todo el techo. Sobre el asiento del conductor el vinilo estaba un poco arrugado. Supuse que se podía tensar estirándolo y después despegarlo de la junta. Y luego tirar de él e irlo separando a lo largo de la goma. Eso daría acceso lateral a cualquiera de las secciones plisadas que uno decidiera usar. Después harían falta tiempo y buenas uñas para volver a encajar el vinilo en la junta. Si se ponía cuidado, en un coche tan hecho polvo como aquél sería una manipulación difícil de ver.