Me incliné y observé la sección que pasaba por encima de los asientos delanteros. Palpé el techo a todo lo ancho del coche. Allí no había nada. En la siguiente sección tampoco. Pero en la última había papeles escondidos. Podía incluso adivinar el tamaño y el peso. Un montón de hojas de formato estándar, tipo folio.
Pasé del asiento trasero al del conductor y examiné la junta. Ejercía cierta presión sobre el vinilo y lo cogía por el borde. Metí una uña bajo la goma y la aflojé formando una pequeña abertura de un centímetro. Raspé lateralmente con la otra mano a través del techo, y el vinilo se salió dócilmente de debajo de la junta y la abertura se agrandó lo suficiente para introducir el pulgar.
Fui metiendo el pulgar hacia atrás, y cuando ya había despegado unos veinticinco centímetros una luz me iluminó por detrás. Luz brillante, sombras hostiles. La carretera estaba alineada con mi hombro derecho, por lo que miré por el retrovisor del acompañante. El cristal estaba resquebrajado, colmado de juegos de luces. Recordé que los objetos están más cerca de lo que parece en el espejo. Me volví en el asiento y vi unas luces largas yendo de derecha a izquierda a medida que trazaba las curvas. Se acercaba rápido. Bajé un par de centímetros la ventanilla y percibí el lejano silbido de los gruesos neumáticos y el gruñido de un silencioso V-8 en segunda. El Cadillac, con prisas. Volví a meter el vinilo en su sitio. No tenía tiempo de fijarlo bien bajo la junta. Sólo empujé hacia arriba y recé para que se quedara así.
El Cadillac apareció justo detrás de mí y frenó en seco. Las luces permanecieron encendidas. Miré por el retrovisor y vi bajar a Beck. Me llevé la mano al bolsillo y quité el seguro de la Beretta. Que Duffy dijera lo que quisiese, pero yo no tenía ningún interés en mantener una larga discusión sobre buzones de voz. De todos modos, Beck no llevaba nada en las manos. Ninguna arma, ni el Nokia. Se acercó y salí para reunirme con él a la altura del parachoques trasero del Saab. Quería mantenerlo alejado de las abolladuras y los rayones. Se quedó a medio metro de los tíos que él había enviado para recoger a su hijo.
– Los teléfonos ya funcionan -anunció.
– ¿Los móviles también? -pregunté.
Hizo un gesto afirmativo.
– Pero mire esto -indicó.
Sacó del bolsillo el pequeño móvil plateado. Yo seguí aferrando la Beretta sin que se viera. Haría un buen agujero en mi abrigo, pero el del suyo aún sería mayor. Me alcanzó el teléfono. Lo cogí con la izquierda. Lo sostuve a la luz de los faros del Cadillac. Miré la pantalla. No sabía qué estaba buscando. Ciertos móviles que había visto indicaban un mensaje de buzón de voz con el pictograma de un sobre pequeño. Algunos utilizaban un símbolo diminuto formado por dos círculos unidos por una barra en la parte inferior, como una cinta de carrete, lo que siempre me pareció extraño, pues pensaba que la mayoría de los usuarios de móviles no habían visto una cinta de ésas en su vida. Estaba casi seguro de que las compañías telefónicas no grababan los mensajes en cinta de carrete, sino digitalmente, quedando aquéllos inertes en algún tipo de circuito en estado sólido. Pero claro, en los cruces de las vías férreas todavía aparecen esas locomotoras de las que Casey Jones habría estado orgulloso.
– ¿Ve esto? -dijo.
Yo no veía nada. Ni sobres ni cintas. Sólo las barras de la cobertura y la batería, y lo del menú. Y lo de los nombres.
– ¿Qué?
– La cobertura -aclaró-. Sólo muestra tres segmentos de cinco. Normalmente tengo cuatro.
– Quizá la torre se ha estropeado -sugerí-. Se accionará de nuevo poco a poco. Será algo eléctrico.
– ¿Usted cree?
– Hay microondas implicadas -expliqué-. Seguramente es complicado. Mírelo más tarde. Tal vez ya se haya normalizado.
Le devolví el teléfono con la mano izquierda. Él lo cogió y se lo guardó en el bolsillo, molesto aún por todo aquello.
– ¿Todo tranquilo por aquí? -preguntó.
– Como un cementerio -dije.
– Así pues, falsa alarma -comentó.
– Supongo -dije-. Lo siento.
– Le agradezco su prudencia. En serio.
– Sólo hago mi trabajo -puntualicé.
– Vamos a comer.
Volvió al Cadillac y subió. Puse el seguro de la Beretta e hice lo propio en el Saab. Beck dio marcha atrás, hizo el cambio de sentido y me esperó. Supuse que quería que cruzáramos juntos la verja para que Paulie sólo tuviera que abrirla y cerrarla una vez. Regresamos en caravana recorriendo seis escasos kilómetros. El Saab no iba bien y los faros enfocaban un poco hacia arriba, formando cierto ángulo, y la conducción era poco segura. En el maletero había ciento sesenta kilos de peso. Y cuando pillé el primer bache, el extremo del revestimiento del techo se desprendió y me dio en la cara.
Dejamos los coches en los garajes y Beck me esperó en el patio. Estaba subiendo la marea. Alcanzaba a oír las olas al otro lado de las paredes. Descargaban enormes cantidades de agua contra las rocas. Notaba el impacto a través del suelo. Era una sensación física inequívoca. No sólo sonido. Me reuní con Beck y caminamos juntos hacia la puerta principal. El detector de metales pitó dos veces, una para cada uno. Él me dio un juego de llaves de la casa. Yo lo acepté, como un distintivo de mi cargo. Luego me informó de que la cena se serviría en treinta minutos y me invitó a compartirla con su familia.
Subí a la habitación de Duke y me planté frente a la alta ventana. A unos ocho kilómetros al este me pareció ver rojas luces traseras alejándose. Tres pares de luces. Esperaba que fueran Villanueva, Eliot y Duffy, en los Taurus oficiales. 10-18, misión cumplida. De todos modos, debido al resplandor procedente del muro era difícil estar seguro de que las luces fuesen reales. Acaso fueran manchas en mi campo visual, debido a la fatiga o al golpe en la cabeza.
Tomé una ducha rápida y cogí otro conjunto de prendas de Duke. Seguí con los mismos zapatos y la misma chaqueta y dejé en el armario el estropeado abrigo. No miré si tenía correo. Duffy habría estado demasiado ocupada para mandar mensajes. Y en todo caso, ahora mismo nos encontrábamos en el mismo escenario. Ya no había nada más que ella pudiera decirme. Pronto le contaría yo algo a ella, en cuanto tuviera ocasión de arrancar el forro del Saab.
Agoté la tregua de treinta minutos y bajé la escalera. Encontré a la familia en el comedor. Aún no lo había visto. Era muy espacioso. Había una larga mesa rectangular, de roble, maciza, sin estilo. Cabían en ella veinte personas. Beck estaba a la cabecera. Elizabeth en el otro extremo. Richard se hallaba solo en un lado. Yo tenía que sentarme frente a él, de espaldas a la puerta. Pensé en pedirle que nos cambiáramos el sitio. No me gusta sentarme dando la espalda a ninguna puerta. Pero preferí no decir nada y me limité a tomar asiento.
Paulie no estaba. Naturalmente no lo habían invitado. La criada tampoco, por supuesto. La cocinera estaba haciendo todo el trabajo y no parecía muy contenta con ello. Pero la comida le había salido muy bien. De primero tomamos sopa francesa de cebolla. Muy auténtica pese a que mi madre no le habría dado el visto bueno; pero es que hay veinte millones de mujeres francesas que creen poseer la receta perfecta.
– Háblenos de su carrera militar -me dijo Beck, como si quisiera entablar conversación.
No iba a hablar de negocios, sin duda. Al menos no delante de la familia. Imaginé que acaso Elizabeth sabía más de lo que le convenía saber, pero Richard parecía bastante ajeno a todo. O tal vez sólo quería borrarlo de su mente. ¿Qué había dicho? ¿Que lo malo no ha sucedido a menos que uno decida recordarlo?