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– No hay mucho que contar -dije. No quería hablar de ello. Habían pasado cosas malas, y yo había decidido no recordarlas.

– Debe de haber algo -señaló Elizabeth.

Me estaban mirando los tres, por lo que me encogí de hombros y les referí una historia sobre la comprobación de un presupuesto del Pentágono y de unas facturas de ocho mil dólares correspondientes a herramientas de mantenimiento denominadas ARCTA. Les expliqué que, de puro aburrimiento, sentí curiosidad y tras un par de llamadas me enteré de que la sigla significaba «aplicadores rotatorios de cierres de torsión adaptable». Les dije que había seguido la pista de uno y localizado un destornillador de tres dólares. Esto condujo a martillos de trescientos dólares, asientos de retrete de mil dólares, todo el pastel. Era una buena historia. Una de esas que complace a todos los públicos. La mayoría de la gente reacciona ante la audacia y los contrarios al gobierno bufan de cólera. Pero era una invención. Tal vez sucedió, pero no a mí. Yo estaba en una sección totalmente distinta.

– ¿Has matado a alguien? -preguntó Richard.

«En los últimos tres días, a cuatro», pensé.

– No preguntes esas cosas -dijo Elizabeth.

– La sopa está muy buena -señaló Beck-. Tal vez le falta un poco de queso.

– Papá -dijo Richard.

– ¿Qué?

– Piensa en tus arterias. Quedarán obstruidas.

– Son mis arterias.

– Y tú eres mi padre.

Se miraron uno a otro. Ambos esbozaron tímidas sonrisas. Padre e hijo, los mejores colegas. Ambivalencia. Todo estaba dispuesto para que la comida se prolongara. Elizabeth pasó del colesterol a otra cosa. Empezó a hablar del Museo de Arte de Portland. Explicó que estaba ubicado en un edificio de I. M. Pei y que albergaba una colección de maestros americanos e impresionistas. No estaba seguro de si pretendía instruirme a mí o inducir a Richard a salir de la casa a hacer cualquier cosa. Dejé de prestarle atención. Yo quería ir al Saab. Pero en aquel preciso instante no podía, así que intenté predecir lo que hallaría en él. Era como un juego. Oí a Leon Garber en mi cabeza: «Piensa en todo lo que has visto y oído. Fíjate en las pistas.» No había oído demasiado. Sin embargo, sí había visto muchas cosas. Y supuse que todas eran pistas de alguna clase. La mesa del comedor, por ejemplo. La casa entera y todo lo que contenía. Los coches. El Saab era pura chatarra. El Cadillac y los Lincoln eran buenos vehículos, pero distaban de ser Rolls-Royce o Bentley. Los muebles eran viejos, deslustrados y macizos. Baratos no, pero en todo caso no correspondían a un gasto reciente. Todo estaba pagado hacía mucho tiempo. ¿Qué había dicho Eliot en Boston acerca del gángster de Los Ángeles? «Sus beneficios ascienden a varios millones a la semana. Vive como un rajá.» En principio Beck estaba un par de peldaños más arriba en el escalafón. Pero no vivía como un rajá. ¿Por qué? ¿Era tan sólo un yanqui tacaño al que no le interesaban las chucherías?

– Mire -dijo.

Salí de nuevo a la superficie y vi que me tendía el móvil. Lo tomé de sus manos y miré la pantalla. La intensidad de la cobertura había vuelto a los cuatro segmentos.

– Microondas -dije-. Se están recuperando poco a poco.

Me fijé otra vez. Ni sobres ni cintas. No obstante, era un teléfono minúsculo y como tengo los pulgares gordos toqué sin querer la tecla debajo de la pantalla, que al punto mostró una lista de nombres. Su agenda telefónica, pensé. La pantalla era tan pequeña que en ella sólo aparecían tres números a la vez. En la parte superior se leía «casa». Después aparecía «verja». El tercero de la lista era «Xavier». Lo observé con tal atención que la habitación quedó en silencio a mi alrededor y la sangre me zumbaba en los oídos.

– La sopa estaba muy buena -dijo Richard.

Devolví el móvil a Beck. Apareció la cocinera y retiró mi plato.

La primera vez que oí el nombre Xavier fue la sexta vez que vi a Dominique Kohl. Eso ocurrió diecisiete días después de que bailáramos en el bar de Baltimore. El tiempo se había estropeado. La temperatura había bajado en picado y el cielo estaba gris y desapacible. Ella lucía el uniforme de gala. Por un instante pensé que tal vez debía pasar revista y lo había olvidado. Pero mi ayudante, que siempre me recordaba esa clase de cosas, no había mencionado nada.

– Esto no le va a gustar -anunció Kohl.

– ¿Por qué? ¿Ha sido ascendida y se embarca?

Sonrió. Reparé en que debía haber evitado que sonara como un cumplido personal.

– He encontrado al malo -dijo.

– ¿Cómo?

– Aplicación ejemplar de las destrezas pertinentes -respondió.

La observé.

– ¿Habíamos quedado para pasar revista?

– No, pero creo que deberíamos hacerlo.

– ¿Por qué?

– Porque he encontrado al chico malo. Y porque creo que las revistas siempre salen mejor después de que un caso recibe un impulso.

– Aún trabaja con Frasconi, ¿no?

– Somos compañeros -confirmó ella, aunque eso no era una respuesta a mi pregunta.

– ¿Le ayuda?

Torció el gesto.

– ¿Puedo hablar con franqueza?

Asentí.

– Es un derroche de buenas cualidades -dijo.

Asentí de nuevo. Yo también tenía esa impresión. El teniente Anthony Frasconi era serio y responsable, pero no un prototipo de dinamismo.

– Es un tío majo -añadió-. No quiero que me confunda.

– Pero usted está haciendo todo el trabajo -señalé.

Lo corroboró con un gesto. Llevaba el expediente original, el que yo le había entregado inmediatamente después de certificar que no era un tipo feo y grandote de Texas o Minnesota. Sus notas sobresalían por todos lados.

– Pero usted también ayudó -precisó-. Tenía razón. El documento en cuestión era el periódico. Gorowski deja el periódico entero en una papelera a la salida del aparcamiento. La misma papelera dos domingos seguidos.

– ¿Y?

– Y dos domingos seguidos lo coge el mismo tío.

Era un plan ingenioso, salvo que la idea de escarbar en una papelera desvelaba cierta vulnerabilidad. Cierta falta de verosimilitud. No es fácil de hacer, a menos que uno esté dispuesto a revolverlo todo y vaya vestido como un vagabundo. Y si se quiere ser de veras convincente, tiene su miga. Los vagabundos recorren kilómetros, durante todo el día, husmeando en todos los cubos de basura y papeleras que se encuentran en el camino. Imitar su conducta de forma creíble requiere muchísimo tiempo y dedicación.

– ¿Qué clase de tío es? -inquirí.

– Me imagino lo que debe estar pensando -dijo ella-. Quién hurga en los cubos de basura salvo los sin techo, ¿no?

– Sí, ¿quién?

– Imagínese un domingo típico -explicó-. Un día cansino, estás paseando, quizá la persona que esperas se retrasa, quizás el impulso de seguir andando ha menguado un poco. Pero brilla el sol, y hay un banco para sentarse, y sabes que los periódicos del domingo son siempre gruesos e interesantes. Pero da la casualidad de que no llevas ninguno encima.

– Muy bien -dije-. Lo estoy imaginando.

– ¿Se ha dado cuenta de que un periódico usado se convierte en propiedad comunal? Vea lo que pasa en un tren, o en el metro. Una persona lee el diario y cuando se va lo deja en el asiento, y llega otro, lo coge y empieza a leerlo. Ni se le ocurriría coger una golosina a medias, pero con el periódico no tiene ningún problema.

– Ya -dije.

– Nuestro hombre tiene unos cuarenta años -prosiguió-. Alto, más de uno ochenta, apuesto, unos ochenta y cinco kilos, pelo negro corto con canas, distinguido. Lleva ropa buena, y deambula por el aparcamiento hasta la papelera.

– ¿Deambula?

– Es una forma de hablar. Hace como que pasea absorto en sus pensamientos, sin prestar atención a nada. Quizás acaba de tomar un brunch dominical. De pronto advierte el periódico en lo alto de la papelera, y lo coge y echa un vistazo a los titulares, ladea un poco la cabeza y se lo coloca debajo del brazo como para seguir leyendo después. Y continúa andando.