– Fue una simulación -soltó-. Mi madre y yo lo hemos hablado. Un montaje.
Me quedé callado un momento. ¿Confiaba ya en él?
– No, fue en serio -dije. No, aún no confiaba en él.
– Es una población pequeña -señaló-. Habrá unos cinco polis. No había visto a aquel tipo en mi vida.
No dije nada.
– Y tampoco a aquellos policías de la universidad -agregó-. Y llevaba allí casi tres años.
Seguí callado. Errores que volvían a atormentarme.
– Entonces, si todo fue un montaje, ¿por qué has dejado de ir a clase? -repuse.
No contestó.
– ¿Y cómo es que a Duke y a mí nos tendieron una emboscada?
Siguió callado.
– Así pues, ¿qué fue? ¿Verdadero o falso? -insistí.
Se encogió de hombros.
– No lo sé.
– Viste cómo les disparaba -le recordé.
No dijo nada. Yo aparté la vista. Se acercaba la séptima ola. Se encrespó a unos cuarenta metros y golpeó las rocas más deprisa de lo que puede correr un hombre. La tierra se estremeció y el agua estalló hacia arriba como una bengala.
– ¿Alguno de los dos lo ha hablado con tu padre? -inquirí.
– Yo no -repuso-. Ni pienso hacerlo. De mi madre no sé nada.
«Y yo no sé nada de ti», pensé. La ambivalencia funciona en ambos sentidos. Es como jugar con dos barajas. Quizás ahora mismo la idea de que su padre fuera a la cárcel le parecía muy bien. A lo mejor después cambiaba de parecer. Cuando veía venir el empujón, ese tío era capaz de inclinarse a un lado o al otro indistintamente.
– Te salvé el pellejo -observé-. Quieres hacerme creer que no fue así, y eso no me gusta.
– Es igual. En cualquier caso no puedes hacer nada -dijo-. Va a ser un fin de semana muy ajetreado. Has de ocuparte del cargamento. Y de todos modos, después serás uno de ellos.
– Pues échame una mano.
– No voy a traicionar a mi padre.
Muy leal. Los mejores colegas.
– No tienes por qué hacerlo -señalé.
– Entonces ¿cómo puedo ayudarte?
– Dile sólo que quieres que me quede. Dile que ahora no deberías estar solo. En cosas como ésta él te hace caso.
No dijo nada. Simplemente se alejó en dirección a la casa. Fue hacia el vestíbulo. Supuse que iba a tomar el desayuno en el comedor. Yo también regresé y me quedé en la cocina. La cocinera había puesto mi cubierto en la mesa de pino. Yo no tenía hambre, pero me obligué a comer. El cansancio y el hambre son malos compañeros. Había dormido y ahora iba a comer. No quería sentirme débil y mareado en el momento más inoportuno. Comí una tostada y tomé otra taza de café. Me fui animando y luego comí unos huevos con beicon. Iba ya por mi tercera taza de café cuando entró Beck, que me buscaba. Llevaba ropa de sábado. Tejanos azules y una camisa roja de franela.
– Vamos a Portland -dijo-. Al almacén. Enseguida.
Volvió al vestíbulo. Supuse que me esperaría en la parte delantera. Y también que Richard no había hablado con él. Porque no había podido o no había querido. Me limpié la boca con el dorso de la mano. Inspeccioné los bolsillos para asegurarme de que tenía las llaves y que la Beretta estaba bien guardada. Luego salí y fui en busca del coche. Lo llevé hasta la entrada. Beck me estaba aguardando. Se había puesto una chaqueta de lona. Parecía un tipo corriente de Maine que fuera a cortar troncos o a sangrar sus arces para extraer jarabe. Pero no lo era.
Paulie aún estaba abriendo la verja, por lo que tuve que aminorar la marcha aunque no hizo falta que me detuviera. Al cruzar le eché una mirada. Imaginé que ese día sería su último día. O quizás el siguiente. O quizá moriría yo. Lo dejé atrás y aceleré por la ya bien conocida carretera. Al cabo de un rato pasé por el lugar donde Villanueva había aparcado. Poco después tomé la estrecha curva donde habíamos sorprendido a los guardaespaldas. Beck permanecía en silencio. Llevaba las rodillas separadas con las manos colgando en medio. Se inclinaba hacia delante en el asiento. La cabeza baja, miraba fijamente a través del parabrisas. Estaba nervioso.
– Aún no hemos hablado -dije-. Necesito información que me ponga en antecedentes.
– Luego -dijo.
Dejé la carretera 1 y tomé la I-95. Me dirigí al norte, hacia la ciudad. El cielo seguía gris. El viento era tan fuerte que el coche se salía del carril. Cogí la I-295 y pasé junto al aeropuerto, a mi izquierda, más allá de la lengua de agua. A mi derecha estaba la parte posterior del centro comercial donde habían apresado a la criada, y también la parte de atrás del nuevo recinto empresarial donde supuse que ella había muerto. Seguí adelante y puse rumbo a la zona del puerto. Dejé a un lado el aparcamiento donde Beck guardaba sus vehículos. Un minuto después llegábamos al almacén.
Estaba rodeado de vehículos, cinco, aparcados de cara a la pared, como aviones en una terminal. Como animales en un pesebre. Como rémoras en un cadáver. Había dos Lincoln Town Car negros, dos Chevy Suburban azules y un Mercury Grand Marquis gris. Uno de los Lincoln era el coche en que Harley me había llevado a recoger el Saab. Después de haber arrojado la criada al mar. Busqué sitio para el Cadillac.
– Déjeme aquí y ya está -dijo Beck.
Aminoré la marcha hasta parar.
– ¿Y qué hago?
– Vuelva a casa -ordenó-. Cuide de mi familia.
Asentí. Así que, después de todo, tal vez Richard había hablado con él. Quizá su ambivalencia estaba ahora de mi lado, aunque fuera de momento.
– Muy bien -dije-. Lo que haga falta. ¿Quiere que después venga a recogerle?
Negó con la cabeza.
– Seguro que alguien me llevará.
Bajó del coche y se encaminó a la deteriorada puerta gris. Rodeé el almacén y enfilé hacia el sur.
En vez de la I-295, tomé la carretera 1 y fui directamente al recinto empresarial. Entré y recorrí el entramado de calles flamantes. Habría tres docenas de edificios de metal idénticos. Muy sencillos. No era uno de esos sitios que confía en atraer transeúntes ocasionales. Había muy poca gente paseando a pie. No se veían tiendas. Tampoco letreros llamativos. Ni vallas publicitarias. Tan sólo discretos rótulos numerados con los nombres de las empresas en letras pequeñas. Había cerrajerías, comercios de baldosas de cerámica, un par de imprentas. Y un mayorista de productos de belleza. Unidad 26 era un distribuidor de sillones de ruedas eléctricos. Y junto a él estaba la Unidad 27: «Empresa de eXportación Xavier.» Las equis eran mucho mayores que las otras letras. En el letrero se leía la dirección de una oficina principal que no coincidía con la ubicación del recinto. Supuse que sería algún lugar del centro de Portland. Así que me dirigí de nuevo al norte, y volví a cruzar el río con la idea de conducir un rato por la ciudad.
Entré por la carretera 1 dejando un estadio a mi izquierda. Doblé a la derecha y me metí en una calle llena de edificios de oficinas. No eran los edificios que buscaba. La calle tampoco. Seguí buscando por el distrito durante cinco largos minutos hasta divisar un indicador callejero con el nombre correcto. Después miré los números y me detuve junto a una boca de incendios frente a una torre donde unas inmaculadas letras de acero desplegadas en toda su anchura deletreaban un nombre: «Casa de Misiones.» Debajo había un aparcamiento. Observé la entrada de vehículos y estuve casi seguro de que Susan Duffy la había cruzado once semanas antes cámara en mano. Luego recordé una lección de historia en el instituto, sobre algún lugar de España cuatro siglos atrás, y al profesor hablándonos de un jesuita español llamado Francisco Javier. Incluso recordé las fechas de su nacimiento y su muerte: 1506-1552. Francisco Javier, misionero español. Francis Xavier, Casa de Misiones. En Boston, al principio, Eliot había acusado a Beck de gastar bromas. Se equivocaba. Era Quinn quien tenía un retorcido sentido del humor.