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Me alejé de la boca de incendios y tomé otra vez la carretera 1 para dirigirme al sur. Conduje rápido pero tardé unos buenos treinta minutos en llegar al río Kennebunk. Fuera del motel había tres Ford Taurus aparcados, todos sencillos e idénticos salvo en el color, aunque tampoco en eso había mucha diferencia: gris, azul grisáceo y azul. Dejé el Cadillac donde la otra vez, tras el depósito de propano. Caminé en el aire frío hasta la puerta de Duffy y llamé. Vi la mirilla negra un instante, y ella abrió. No nos abrazamos. Detrás estaban Eliot y Villanueva.

– No he podido encontrar a la segunda agente -dijo ella.

– ¿Dónde ha buscado?

– Por todas partes -dijo.

Duffy llevaba tejanos y una camiseta blanca de Oxford. Tejanos diferentes, camiseta diferente. Seguramente tenía un buen surtido. Calzaba zapatillas náuticas en los pies desnudos. Presentaba buen aspecto, aunque sus ojos revelaban preocupación.

– ¿Puedo entrar? -pregunté.

Ella vaciló un instante, ensimismada. Acto seguido se hizo a un lado y yo la seguí dentro. Villanueva estaba sentado en la silla del escritorio. La inclinaba un poco hacia atrás. Rogué que las patas fueran lo bastante fuertes, pues él no era pequeño. Eliot se hallaba en el extremo de la cama, igual que cuando había estado en mi habitación de Boston. Duffy se sentaba en la cabecera. No había duda. Las almohadas estaban apiladas verticalmente, evidenciando la forma de su espalda.

– ¿Dónde ha buscado? -repetí.

– En todo el sistema -respondió ella-. Por todo el Departamento de Justicia, de arriba abajo, lo que incluye tanto el FBI como la DEA. Y la mujer no aparece.

– ¿Conclusión?

– Que también efectuaba una misión extraoficial.

– Lo que nos plantea una pregunta -dijo Eliot-. ¿Qué demonios está pasando?

Duffy volvió a sentarse en la cabecera de la cama y yo me coloqué a su lado. No había otro sitio. Ella sacó como pudo una de las almohadas y la encajó tras mi espalda. Conservaba el calor de su cuerpo.

– No está pasando nada -dije-. Salvo que los tres empezamos hace dos semanas como los de la loca academia de policía.

– ¿Qué?

Hice una mueca.

– Yo estaba obsesionado con Quinn y ustedes con Teresa Daniel. Estábamos todos tan obsesionados que pusimos la directa y construimos un castillo de naipes.

– ¿Qué? -repitió Eliot.

– Es más culpa mía que de ustedes -señalé-. Remontémonos al principio, hace once semanas.

– Lo de las once semanas no tiene nada que ver con usted. Aún no estaba con nosotros.

– Cuénteme qué pasó exactamente.

Se encogió de hombros. Lo ensayó mentalmente.

– De Los Ángeles nos llegó la información de que un pez gordo acababa de comprar un billete de primera clase para Portland, Maine.

Asentí.

– Y entonces lo siguieron hasta su cita con Beck -dije-. ¿Y le sacaron fotos haciendo qué?

– Inspeccionando muestras -explicó Duffy-. Haciendo una transacción.

– En un aparcamiento privado -añadí-. Y, dicho sea de paso, si era lo bastante privado para meterle a usted en problemas con la Cuarta Enmienda, quizá podría haberse preguntado cómo Beck había entrado ahí.

Duffy no dijo nada.

– ¿Qué más? -inquirí.

– Nos fijamos en Beck -explicó Eliot-. Llegamos a la conclusión de que era un importador y distribuidor importante.

– Desde luego que lo es -repuse-. Y mandaron a Teresa a que lo trincara.

– Extraoficialmente -puntualizó Eliot.

– Ése es un dato sin importancia -dije.

– Entonces ¿qué salió mal?

– Era un castillo de naipes -repetí-. Ustedes cometieron al principio un pequeño error de apreciación. Lo que invalidó todo lo que vino después.

– ¿Qué fue?

– Algo de lo que debería haberme dado cuenta muchísimo antes.

– ¿El qué?

– Pregúntense tan sólo por qué no encuentran ni rastro de la criada en el ordenador.

– No constaba en ningún registro. Es la única explicación.

Meneé la cabeza.

– Ella era todo lo legal que se puede ser. Estaba en todos los puñeteros registros. Encontré algunas notas suyas. No cabe ninguna duda.

Duffy me taladró con la mirada.

– Reacher, ¿qué pasa exactamente?

– Beck tiene un mecánico -expliqué-. Una especie de técnico. ¿Para qué?

– No lo sé -dijo ella.

– Yo ni siquiera pensé en ello -precisé-. Debería haberlo hecho. Aunque, la verdad, tampoco tenía por qué, pues lo lógico es que lo hubiera sabido antes siquiera de conocer al maldito mecánico. Pero estaba bloqueado por una idea.

– ¿Qué idea?

– Beck sabía el precio de venta al por menor de una Colt Anaconda -dije-. Sabía cuánto pesaba. Duke tenía una Steyr SPP, un arma australiana poco común. Angel Doll una PSM, un arma rusa nada frecuente. Paulie dispone de una NSV, seguramente la única dentro de Estados Unidos. A Beck le obsesionaba el hecho de que hubiéramos atacado con Uzi y no con H &K. Sabía lo bastante para modificar una Beretta 92FS con el fin de que pareciera exactamente una M9 militar reglamentaria.

– ¿Por tanto…?

– No es quien creíamos que era.

– ¿Qué es, entonces? Acaba de admitir que sin duda es un importador y distribuidor importante.

– Así es.

– ¿Y…?

– Miraron en el ordenador equivocado -señalé-. La criada no trabajaba para el Departamento de Justicia, sino para Hacienda.

– ¿Hacienda?

– ATF -precisé-. Oficina de Alcohol, Tabaco y Armas de Fuego.

La habitación quedó en silencio.

– Beck no es un traficante de drogas -rematé-, sino un traficante de armas.

El silencio se prolongó un buen rato. Duffy miró a Eliot. Éste le devolvió la mirada. Ambos miraron a Villanueva. Éste me miró a mí, y luego por la ventana. Aguardé a que cayeran en la cuenta del problema táctico. Pero no. Al menos no inmediatamente.

– Así pues, ¿qué hacía el tipo de Los Ángeles? -preguntó Duffy.

– Examinaba muestras -respondí-. En el maletero del Cadillac. Exactamente lo que usted pensaba. Pero muestras de las armas que Beck estaba distribuyendo. Prácticamente me lo dijo él mismo. Me contó que los traficantes de droga son esclavos de la moda. Les gustan las cosas nuevas y elegantes. Cambian de armas continuamente, buscando siempre la última novedad.

– ¿Le dijo eso?

– La verdad es que yo apenas ponía atención -precisé-. Estaba cansado. Y en su discurso todo eran zapatillas, coches, chaquetas y relojes.

– Duke trabajó en Hacienda -observó ella-. Después de ser poli.

Asentí.

– Probablemente Beck lo conoció allí. Seguramente lo sobornó.

– ¿Y dónde encaja Quinn en todo eso?

– Supongo que estaba dirigiendo una misión rival -dije-. Puede que desde el principio, ya desde que abandonara el hospital de California. Tuvo seis meses para elaborar sus planes. Y a un tipo como Quinn le van más las armas que los estupefacientes. Imaginé que en algún momento consideraría la actividad de Beck como un objetivo a conquistar. A lo mejor le gustaba el modo en que Beck estaba explotando el mercado de los narcotraficantes. O acaso le gustara la parte del negocio relacionada con las alfombras. Es una tapadera fantástica. Así que movió pieza. Hace cinco años secuestró a Richard para que Beck firmara en la línea de puntos.

– Pero Beck le dijo que los tipos de Hartford eran clientes suyos -indicó Eliot.

– Y lo eran -confirmé-. Pero le compraban armas, no drogas. Por eso lo de las Uzi lo desconcertaba. ¿Les había estado vendiendo un montón de H &K y ahora usaban Uzi? No lo entendía. Pensaría que habían cambiado de proveedores.

– Fuimos muy tontos -dijo Villanueva.

– Yo más que ustedes -puntualicé-. Increíblemente tonto. Había indicios por todas partes. Beck no es lo bastante rico para ser un traficante de drogas. Gana dinero, desde luego, pero no millones a la semana. Advirtió las marcas que yo había hecho en las recámaras del Colt. Conocía el precio y el peso de una mira láser para acoplar a la Beretta que me dio. Cuando tuvo que ir a Connecticut a ocuparse de unos negocios, metió en una bolsa un par de H &K sin usar. Las cogería directamente del almacén. Tiene una colección personal de pistolas Thompson relucientes.