– ¿Qué hace el mecánico?
– Prepara las armas para la venta -contesté-. Supongo. Hace ajustes finos, las pone a punto, las comprueba. Algunos clientes de Beck no reaccionarían bien ante un material no del todo satisfactorio.
– Los que nosotros conocemos, no -corroboró Duffy.
– Durante una cena, Beck habló del M16 -proseguí-. De un fusil de asalto, por el amor de Dios. Y quería saber mi opinión sobre las Uzi en comparación con las H &K, como si estuviera realmente fascinado. Claro, pensé que se trataba sólo de un obseso de las armas, pero no, lo cierto es que su interés era profesional. Tiene acceso informático a la fábrica Glock de Deutsch-Wagram, Austria.
Todos se quedaron callados.
– En el sótano había un olor peculiar -proseguí-. Tenía que haberlo reconocido. Era el olor del lubricante de armas en el cartón. Es lo que se huele tras amontonar cajas de armas nuevas y dejarlas ahí una semana.
Nadie hablaba.
– Y encima los precios de los papeles de Bizarre Bazaar -continué-. Bajos, medianos y altos. Bajos para las municiones, medianos para las armas cortas, altos para las armas largas y cosas exóticas.
Duffy estaba mirando fijamente la pared. Se devanaba los sesos.
– Muy bien -dijo Villanueva-. Creo que todos hemos sido un poco tontos.
Duffy lo miró. Luego me miró a mí fijamente. Por fin había caído en la cuenta del problema táctico.
– No tenemos jurisdicción -dijo.
Nadie respondió.
– Es un asunto de la ATF -prosiguió-. No de la DEA.
– Fue un error comprensible -señaló Eliot.
Ella meneó la cabeza.
– No me refiero a entonces sino a ahora. No podemos estar aquí. Hemos de pirarnos, ahora mismo, ya.
– Yo no me piro -solté.
– Debe hacerlo porque nosotros debemos hacerlo. Hemos de liar los bártulos y largarnos. Y no puede quedarse aquí por su cuenta y sin apoyo.
Era una redefinición del trabajo solitario y clandestino.
– Me quedo -dije.
Después de que sucediera, estuve un año entero escarbando en mi interior hasta llegar a la conclusión de que no habría respondido ninguna otra cosa por mucho que ella hubiera estado perfumada y desnuda bajo su fina camiseta y sentada a mi lado en un bar al formularme la fatídica pregunta: «¿Me permite que haga yo la detención?» Habría respondido que sí en cualquier circunstancia. Sin lugar a dudas. A un tío feo y grandote de Texas o Minnesota en posición de firmes en mi despacho también le habría dicho que sí. Ella había hecho el trabajo. Merecía el honor. Por entonces yo estaba vagamente interesado en progresar, quizás algo menos que la mayoría de la gente, y es que, claro, cualquier estructura con un sistema de rangos tienta a uno a ascender por ella. Así que tenía un vago interés.
De todos modos, yo no era de esos que se apropian de los logros de sus subordinados para exhibirlos luego como propios. Jamás lo hice. Si alguien desempeñaba bien sus funciones, hacía un buen trabajo, a mí siempre me satisfacía hacerme a un lado y dejar que el otro recogiera el fruto. Era un principio. Y lo observé toda mi vida. Siempre podía consolarme dejándome acariciar por el reflejo de su resplandor. Al fin y al cabo era mi compañía. En cierto modo había un reconocimiento colectivo. A veces.
En cualquier caso, me gustaba de veras la idea de que un suboficial de la PM detuviera a un coronel del servicio de contraespionaje. Porque sabía que para un tipo como Quinn sería un verdadero golpe. Él lo consideraría el colmo de la indignidad. A un tipo que compraba Lexus y veleros y llevaba camisas de golf le sentaría como un tiro que lo humillara un maldito sargento.
«¿Me permite que haga yo la detención?», preguntó de nuevo ella.
«Quiero que la haga usted», respondí.
– Es una cuestión puramente legal -señaló Duffy.
– Para mí, no -objeté.
– No tenemos competencia.
– Yo no trabajo para ustedes.
– Es un suicidio -dijo Eliot.
– Hasta ahora he sobrevivido.
– Sólo porque ella cortó los teléfonos.
– Los teléfonos ya no cuentan -repuse-. Se ha resuelto el problema de los guardaespaldas. Así que ya no necesito su apoyo.
– Todo el mundo necesita apoyo. Sin él no puede emprender una misión secreta.
– Sí, el apoyo de la ATF a la criada le sirvió de mucho -espeté irónico.
– Le prestamos un coche. Le ayudamos a dar todos los pasos necesarios.
– Ya no me harán falta más coches. Beck me ha dado mi propio juego de llaves. Y un arma. Y balas. Soy su nuevo brazo derecho. Me ha confiado la protección de su familia.
Se quedaron callados.
– Estoy muy cerca de trincarlo -añadí-. No voy a pirarme ahora.
Siguieron sin decir nada.
– Y puedo salvar a Teresa Daniel.
– La ATF puede salvar a Teresa Daniel -indicó Eliot-. Ahora hemos de acudir a la ATF, hemos perdido contacto con nuestra gente. La criada era suya, no nuestra. No vamos a correr riesgos.
– La ATF no es capaz de actuar con rapidez -protesté-. Teresa se verá cogida entre dos fuegos.
Hubo un largo silencio.
– Hasta el lunes -dijo Villanueva-. Seguiremos hasta el lunes. Se lo diremos a la ATF el lunes a más tardar.
– Deberíamos decírselo ahora mismo -señaló Eliot.
Villanueva asintió.
– Pero no lo haremos. Y si hace falta me aseguraré de que no lo hagamos. Demos tiempo a Reacher hasta el lunes.
Eliot no replicó más. Sólo apartó la mirada. Duffy apoyó la cabeza en la almohada y posó la mirada en el techo.
– Mierda -soltó.
– Para el lunes habré terminado -dije-. Les traeré a Teresa y entonces podrán volver a casa y hacer todas las llamadas que quieran.
Duffy permaneció en silencio un largo minuto antes de hablar.
– De acuerdo -dijo-. Puede volver. Y debería hacerlo enseguida. Ha estado fuera mucho rato. Esto puede levantar sospechas.
– Muy bien -dije.
– Pero primero piénselo -añadió-. ¿Está absolutamente seguro?
– No estoy bajo su responsabilidad.
– Eso da igual. Sólo responda la pregunta. ¿Está seguro?
– Sí -repuse.
– Ahora piénselo otra vez. ¿Todavía está seguro?
– Sí -repetí.
– Estaremos aquí -dijo-. Si nos necesita, llámenos.
– De acuerdo.
– ¿Aún está seguro?
– Sí -contesté.
– Pues váyase.
Duffy no se movió. Los demás tampoco. Yo me incorporé y me marché de la silenciosa habitación. Estaba a mitad de camino del Cadillac cuando Villanueva salió tras de mí. Me indicó con la mano que esperara y se acercó. Andaba rígido y lento, como correspondía a sus años.
– Méteme dentro -dijo-. Si tienes alguna posibilidad, quiero estar ahí.
No dije nada.
– Te puedo echar una mano.
– Ya lo hiciste.
– He de hacer más. Por la chica.
– ¿Duffy?
Negó con la cabeza.
– No. Teresa.
– ¿Tienes algo que ver con ella?
– Cierta responsabilidad -contestó.
– ¿Cómo?
– Era su tutor. Se decidió así. ¿Sabes qué significa?
Asentí. Sabía exactamente qué significaba, en todos sus extremos.
– Teresa trabajó una temporada para mí -explicó-. Yo la adiestré. Básicamente me encargué de curtirla. Después fue ascendida. Pero hace diez semanas vino a verme, quería saber mi parecer sobre lo de aceptar o no esa misión. Ella tenía algunas dudas.
– Pero le dijiste que sí.
Asintió.