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– Como un maldito estúpido -reconoció.

– ¿Podías haberlo impedido realmente?

Volvió a asentir con la cabeza.

– Seguramente. Si yo le hubiera expuesto razones para no aceptar, me habría escuchado. Habría tomado su propia decisión, pero me habría hecho caso.

– Entiendo -dije.

Y lo entendía, por supuesto que sí. Lo dejé allí de pie, en el aparcamiento del motel, subí al coche y vi que me miraba al alejarme.

Fui todo el rato por la carretera 1 a través de Biddeford, Saco y Old Orchard Beach, y a continuación giré hacia el este y enfilé la larga y solitaria carretera que llevaba a la casa. Mientras me iba acercando, miré el reloj y calculé que había estado fuera dos horas enteras, de las que sólo cuarenta minutos estaban justificados. Veinte para ir al almacén y otros veinte para regresar. Pero supuse que no tendría que dar explicaciones a nadie. Beck nunca sabría que yo no había vuelto inmediatamente y los otros jamás sabrían que debía hacerlo. Imaginé que estaba próximo el final, que volaba libre hacia la victoria.

Pero me equivocaba.

Lo supe antes de que Paulie hubiera abierto la verja hasta la mitad. Salió de la caseta y se acercó a la puerta. Llevaba traje. Sin abrigo. Alzó el picaporte golpeándolo hacia arriba con el puño cerrado. Hasta aquí todo normal. Lo había visto abrir la puerta una docena de veces, y ahora no estaba haciendo nada distinto. Cerró los puños en torno a los barrotes. Empujó la puerta. Pero antes de llegar a la mitad se paró en seco. Sólo dejó espacio para su enorme corpachón. Salió y se acercó a mi ventanilla, y cuando estuvo a un par de metros del vehículo se quedó quieto, sonrió y sacó dos armas de los bolsillos. Todo pasó en menos de un segundo. Dos bolsillos, dos manos, dos armas. Eran mis Colt Anaconda. A la luz grisácea, el acero no brillaba. Advertí que ambos revólveres estaban cargados. Desde cada recámara, brillantes casquillos chatos de cobre me echaban guiños. Remington Magnum 44, sin duda. Munición encamisada. Una caja de veinte, dieciocho dólares. Más IVA. Noventa y nueve centavos cada bala. Doce balas. Munición de precisión por valor de once dólares y cuarenta centavos, lista para salir, cinco dólares y setenta centavos en cada mano. Y Paulie mantenía las manos muy firmes. Eran como rocas. La izquierda apuntaba al morro del Cadillac. La derecha, directamente a mi cabeza. Los dedos, tensos en los gatillos. Las bocas de los cañones no se movían un ápice. Parecía una estatua.

Hice lo habitual. Repasé todas las posibilidades. El Cadillac era un coche grande con puertas alargadas, pero Paulie se había colocado lo bastante lejos para evitar que yo abriera la mía de golpe y le diera con ella. Y el coche estaba parado. Si pisaba el acelerador, él dispararía ambas armas al instante. La bala del revólver de la derecha quizá me pasaría por detrás de la cabeza, pero la rueda delantera se cruzaría en el camino de la de la izquierda. Acto seguido, yo me estrellaría contra la verja y perdería impulso, y con un neumático reventado y quizá la dirección averiada sería una presa fácil. Él tiraría otras diez veces, y aunque no me matara en el acto, me dejaría muy malherido y el coche quedaría inmovilizado. Sólo tendría que acercarse y observar cómo me desangraba mientras recargaba las armas.

También podía plantearlo al revés y salir zumbando hacia atrás, pero en la mayoría de los coches la marcha atrás es muy corta, con lo que me movería bastante despacio. Además me alejaría de él siguiendo una línea indefectiblemente recta. No habría desplazamiento lateral. Ninguna de las ventajas habituales de un blanco móvil. Y una Remington Magnum 44 abandona el cañón a más de mil trescientos kilómetros por hora. No es fácil darle esquinazo.

Podía probar con la Beretta. Tendría que ser un tiro rapidísimo a través del cristal de la ventanilla. Pero el cristal del Cadillac es bastante grueso. Gracias a eso, el interior es silencioso. Y aunque sacara el arma y disparara antes que él, sólo le daría de pura casualidad. Naturalmente, el cristal se haría añicos, pero a menos que yo me tomara todo el tiempo necesario para asegurarme de que la trayectoria fuera exactamente perpendicular a la ventanilla, la bala se desviaría. Tal vez muchísimo. Acaso errara completamente el tiro. Sería pura casualidad que le hiriese siquiera. Recordé el puntapié en el riñón. Si no quería la suerte que le acertara en un ojo o en pleno corazón, él pensaría que le había picado una abeja.

También podía bajar la ventanilla. Pero iba muy despacio. Y podía predecir exactamente qué ocurriría. Paulie estiraría el brazo al mismo tiempo y acercaría el Colt de su mano derecha a menos de un metro de mi cabeza. Aunque yo sacara la Beretta muy rápido, él me llevaría muchísima ventaja. Mis posibilidades eran escasas. Escasísimas. «Conserva la vida -solía decir Leon Garber-. Conserva la vida y a ver qué te depara el próximo minuto.»

Al minuto siguiente, Paulie dictó sus órdenes.

– ¡Ponlo en punto muerto! -gritó.

Pese al grueso cristal, lo oí con nitidez. Obedecí.

– ¡La mano derecha donde pueda verla!

La coloqué contra la ventanilla, los dedos extendidos, igual que cuando le indiqué a Duke «veo a cinco personas».

– ¡Abre la puerta con la izquierda!

Busqué a tientas con la mano izquierda y alcé la manija. Empujé el cristal con la derecha. La puerta se abrió de par en par. Entró aire fresco. Lo noté en las rodillas.

– Las dos manos donde yo las vea -dijo.

Ahora que el cristal ya no se interponía entre nosotros, ya no gritaba. Ahora que el coche estaba en punto muerto, acercó el Colt de la izquierda. Observé las bocas idénticas. Era como estar sentado en la cubierta de proa de un buque de guerra y alzar la vista hacia un par de cañones navales. Puse las manos de forma que él las viera.

– Los pies fuera del coche -dijo.

Giré sobre mi culo, despacio sobre el cuero. Saqué los pies al asfalto. Me sentí como Terry Villanueva junto a la verja de la universidad, a primera hora de la mañana del undécimo día.

– De pie -ordenó-. Aléjate del coche.

Me levanté con ayuda de las manos. Me aparté del coche. Paulie me apuntaba con ambas armas directamente al pecho. Estaba a poco más de un metro.

– No te muevas ni un milímetro -dijo.

No me moví ni un milímetro.

– ¡Richard! -gritó él.

Richard Beck salió de la caseta junto a la verja. Estaba pálido. Distinguí tras él a Elizabeth Beck en la penumbra, la blusa abierta por delante. Se la ceñía con fuerza al cuerpo. Paulie me dirigió una mueca. Una mueca brusca, propia de un demente. Pero las armas no vacilaban. Ni un ápice. Permanecían firmes como rocas.

– Has regresado demasiado pronto -soltó-. Estaba a punto de hacer que jodiera con su madre.

– ¿Has perdido el juicio? -repuse-. ¿Qué demonios pasa?

– Que he recibido una llamada. Eso es lo que pasa.

«Debería haber regresado hace una hora y veinte minutos», pensé.

– ¿Te ha llamado Beck?

Negó con la cabeza.

– Beck no -contestó-. Mi jefe.

– ¿Xavier? -dije.

– El señor Xavier -precisó.

Me miró fijamente, a modo de desafío. Los revólveres no se movían.

– He ido de compras -dije. «Conserva la vida. A ver qué te depara el próximo minuto.»

– No me importa lo que hayas hecho.

– No encontraba lo que quería. Por eso he llegado tarde.

– Esperábamos que llegaras tarde.

– ¿Por qué?

– Tenemos nueva información.

No repliqué.

– Camina hacia atrás -ordenó-. Cruza la verja.

Mantuvo las dos armas a algo más de un metro de mi pecho y se aproximó mientras yo retrocedía hacia la puerta. Emparejaba sus pasos con los míos. Me detuve a unos seis metros, ya dentro, en mitad del camino de entrada. Paulie dio un paso a un lado y se volvió a medias de modo que me cubría a mí con la izquierda y a Richard y Elizabeth con la derecha.