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Se detuvo, jadeando. Yo me estaba animando. Empecé a pensar que tenía alguna posibilidad. Paulie peleaba muy mal. A muchos tíos grandotes les ocurre. Su mero tamaño intimida tanto que los combates no llegan ni a empezar, o bien les permite vencer tras el primer puñetazo. En cualquier caso, no tienen demasiada práctica. Ni adquieren mucha astucia. Además están deformados. Los aparatos de musculación y las ruedas de andar no son buenos sustitutos de la actitud alerta e intensa, la máxima rapidez, el cuello tenso y la adrenalina disparada que hacen falta para pelear en la calle. Supuse que Paulie era un ejemplo clarísimo de eso. Habría levantado pesas hasta reventar el cuerpo por las costuras.

Le lancé un beso.

Se abalanzó sobre mí. Llegó como un martinete. Me aparté a la izquierda y le clavé el codo en la cara, y él me dio con su mano izquierda y me arrojó a un lado como si yo fuera ingrávido. Caí sobre una rodilla y me incorporé justo a tiempo de arquearme y evitar su siguiente arremetida enloquecida. Su puño no se hundió en mi estómago por medio centímetro y debido al frenético impulso pasó de largo bajando algo su centro de gravedad, con lo que el costado de su cabeza quedó en la posición idónea para que le atizara un gancho de izquierda. Le di con toda el alma. Estrellé el puño en su oído y él se tambaleó hacia atrás. Le aticé un formidable derechazo en la mandíbula. Después retrocedí bailando, me tomé un respiro y traté de ver cuánto daño había hecho.

Ningún daño.

Le había golpeado cuatro veces y parecía que no le había tocado siquiera. Los dos codazos habían sido fuertes, y los dos puñetazos los más duros que había propinado en mi vida. Del segundo codazo quedaba como secuela un poco de sangre en el labio superior, pero en todo lo demás el tío estaba intacto. En teoría debía estar inconsciente. En coma. Haría unos treinta años desde la última vez que yo había tenido que golpear a alguien más de cuatro veces. Sin embargo, Paulie no revelaba el menor dolor. Ni preocupación alguna. No se hallaba inconsciente. Tampoco en coma. Bailaba alrededor y sonreía. Relajado. Moviéndose sin dificultad. Enorme. Invulnerable. «No hay manera de lastimarle.» Lo miré y me quedó clarísimo que mis posibilidades eran nulas. Y él me miró y supo exactamente qué estaba yo pensando. Esbozó una sonrisa. Guardó el equilibrio sobre ambos pies, hundió la cabeza entre los hombros y alargó las manos al frente a modo de garras. Dio patadas en el suelo, pie izquierdo, pie derecho, izquierdo, derecho. Parecía estar piafando. Parecía que iba a saltar sobre mí y hacerme papilla. Su sonrisa se deformó hasta convertirse en una enorme y espantosa mueca de placer.

Embistió directamente, y yo lo esquivé apartándome a la izquierda. Sin embargo, él había previsto esa maniobra y me asestó un gancho de derecha en todo el pecho. Sentí exactamente como si me hubiera golpeado un levantador de pesos de ciento ochenta kilos a diez kilómetros por hora. Mi esternón pareció partirse, y creí que el corazón dejaría de latir debido a la sacudida. Perdí el equilibrio y caí de espaldas. Había llegado el momento de decidir entre vivir o morir. Elegí vivir. Rodé dos veces sobre mí y, con ayuda de las manos, me levanté de golpe. Salté hacia atrás y a un lado y evité un directo de derecha que si me alcanza no lo cuento.

Después de eso, todo consistió en conservar la vida y ver qué ocurría al minuto siguiente. Me dolía mucho el pecho y mi movilidad estaba por debajo de su nivel óptimo, aunque durante un minuto me zafé de todos sus golpes. Paulie era rápido pero no habilidoso. Le di un codazo en la cara. El impacto le rompió la nariz. Debería haberle hecho un agujero hasta la parte posterior de la cabeza, pero al menos empezó a sangrar. Abrió la boca para respirar. Yo seguí esquivando, bailando y esperando. Me dio un tremendo puñetazo en el hombro izquierdo que casi me lo dejó paralizado. Luego falló por poco su derechazo y durante una décima de segundo su posición resultó vulnerable. Tenía la boca abierta porque la nariz le sangraba. Lo aproveché y solté un puñetazo-cigarrillo. Es un truco de pelea de bar que aprendí hace tiempo. Le ofreces a un tío un cigarrillo y él lo coge, se lo lleva a los labios y abre la boca dos o tres centímetros, después de lo cual calculas bien el tiempo y le lanzas un buen uppercut al mentón. Eso le cierra la boca de golpe, le rompe la mandíbula y le destroza los dientes, y a lo mejor se arranca la lengua de un mordisco. Gracias y buenas noches. No hizo falta ofrecer a Paulie ningún cigarrillo porque ya tenía la boca abierta. De modo que sólo le aticé el uppercut. Le di con todo. Fue un golpe perfecto. Yo aún estaba pensando y bien plantado en el suelo, y aunque era pequeño en comparación con él, en realidad soy un tipo grande con mucha preparación y experiencia. El puñetazo le dio justo donde la mandíbula se le estrechaba bajo la barbilla. Duro choque de hueso contra hueso. Me erguí sobre los dedos de los pies para acompañar el golpe. En condiciones normales debería haberle roto tanto el cuello como la mandíbula. La cabeza tendría que haberse desprendido y rodado por el suelo. Pero no sirvió de nada. De nada en absoluto. Tan sólo lo movió hacia atrás un par de centímetros. Él meneó la cabeza una vez y me lanzó un golpe a la cara. Lo vi venir y procedí convenientemente. Aparté al instante la cabeza hacia atrás y abrí la boca de par en par para no perder dientes de ambas mandíbulas. Al recular, mi cabeza adquirió cierto impulso, pero aun así el impacto fue tremendo. Fue como ser atropellado por un tren. Como una colisión yendo en coche. Se me apagaron las luces, me desplomé y perdí la noción de dónde estaba, con lo que el asfalto supuso una especie de segundo puñetazo en la espalda. Solté súbitamente aire de los pulmones y vi que de la boca me brotaba un surtidor de sangre pulverizada. Golpeé el firme con la parte posterior de la cabeza. El cielo se nubló.

Traté de moverme, pero yo era como un coche que no se pone en marcha al primer giro de la llave de contacto. Clic… Nada. Perdí medio segundo. Tenía el brazo izquierdo molido, así que usé el derecho. Me levanté a medias. Doblé los pies debajo del cuerpo y me impulsé hacia arriba. Me sentía mareado. Estaba hecho un caos total. En cambio Paulie seguía tranquilamente de pie y observándome. Y sonriendo.

Caí en la cuenta de que iba a tomarse su tiempo conmigo. De que procuraría pasárselo bien de verdad.

Busqué las armas. Aún estaban detrás de él. Fuera de mi alcance. Le había asestado seis golpes y se reía de mí. Él me había golpeado a mí tres veces y yo estaba hecho una pena. Llevaba una buena tunda encima. Iba a morir. Lo comprendí con repentina claridad. Iba a morir en Abbot, Maine, un triste sábado por la mañana de finales de abril. Una parte de mí decía: «Bueno, todos hemos de morir, ¿qué importa dónde o cuándo?» Pero la otra rebosaba de la furia y la arrogancia que tantas veces me habían ayudado en la vida: «¿Vas a dejar que este tipo acabe contigo?» Seguí atentamente la silenciosa discusión e hice mi elección, escupí sangre, respiré hondo y me dispuse a luchar de nuevo. Me dolía la boca. Y la cabeza. Y el hombro. También el pecho. Tenía náuseas y estaba mareado. Escupí otra vez. Recorrí mis dientes con la lengua y me sentí como si estuviera sonriendo. «Pues miremos el lado positivo», pensé. No sufría lesiones graves. Todavía. No había recibido ningún disparo. Entonces sonreí de verdad, escupí por tercera vez y me dije: «Vale, a morir luchando.»

Paulie conservaba su sonrisa. Tenía sangre en la cara, pero aparte de eso su aspecto era totalmente normal. Todavía llevaba la corbata en su sitio. Todavía llevaba puesta la chaqueta del traje. Aún parecía llevar pelotas de baloncesto metidas en los hombros. Vio que yo me aprestaba a continuar el combate y su sonrisa se ensanchó y volvió a agacharse y a hacer aquello de estirar las manos como si fueran garras, y se puso a piafar nuevamente. Supuse que podría esquivarlo una vez, quizá dos, o tres si me acompañaba la suerte, y luego todo habría terminado. Muerto, en Maine. Un sábado de abril. Me representé mentalmente a Dominique Kohl y dije: «Lo he intentado, Dom, lo he intentado de veras.» Miré al frente. Advertí que Paulie tomaba aire. Después vi que se movía. Se volvió. Caminó tres metros. Se dio otra vez la vuelta. A continuación arremetió veloz contra mí. Lo evité. Su chaqueta me abofeteó al pasar. Por el rabillo del ojo divisé a Richard y Elizabeth, a lo lejos, mirando, la boca abierta, como si estuvieran diciendo: «Los que van a morir te saludan.» Paulie cambió rápidamente de dirección y se me acercó a una velocidad endiablada.