– ¿Cuándo piensa actuar?
– Mañana -contestó-. Es preciso. Tiene el último original. Gorowski dice que es la clave de todo.
– ¿Cuál es el plan?
– Frasconi está negociando con el sirio. Ya a marcar el dinero con un auditor militar como testigo. Después observaremos todos el canje. Abriremos delante del auditor el maletín que Quinn le dé al sirio. Comprobaremos el contenido, es decir, el proyecto original clave. Luego iremos a coger a Quinn. Lo detendremos y le confiscaremos el maletín que el sirio le habrá entregado a él. El auditor militar podrá ver cómo lo abrimos. Dentro encontraremos el dinero marcado, de modo que estaremos ante una transacción documentada oficialmente y con testigos, por lo que Quinn irá a la cárcel y allí se quedará.
– Perfecto -dije-. Buen trabajo.
– Gracias -dijo ella.
– ¿Frasconi podrá hacerlo?
– Tiene que hacerlo. Yo no puedo negociar con el sirio. Esos tíos se conducen de forma extraña con las mujeres. No pueden tocarnos, no pueden mirarnos, a veces ni siquiera pueden hablar con nosotras. Así que ha de hacerlo Frasconi.
– ¿Quiere que le eche una mano a su compañero?
– Tiene su papel fuera de escena. No es mucho lo que puede fastidiar.
– Creo que igualmente le echaré una mano.
– Gracias -repitió ella.
– Y él la acompañará a efectuar la detención.
Kohl no dijo nada.
– No puedo permitir que vaya sola -expliqué-. Ya lo sabe.
Asintió.
– Aunque le diré que es usted quien dirige la investigación -añadí-. Me aseguraré de que sobre eso no haya ninguna duda.
– Muy bien -dijo.
Pulsó el «stop» del magnetófono y la voz de Quinn se desvaneció a medio pronunciar una palabra. La palabra era dólares, siguiendo a doscientos mil, pero sólo llegó a oírse «dól…». Parecía satisfecho y despierto, como alguien que se halla en el momento culminante de la partida, plenamente consciente de que no para de jugar y ganar. Kohl sacó la cinta y se la metió en el bolsillo. Después me guiñó el ojo y salió del despacho.
– ¿Quién es Quinn? -me preguntó Elizabeth diez años más tarde.
– Frank Xavier -dije-. Antes se llamaba Quinn. Su nombre completo es Francis Xavier Quinn.
– ¿Usted lo conoce?
Asentí con la cabeza.
– ¿Por qué iba a estar aquí si no?
– ¿Quién es usted?
– Alguien que conoció a Frank Xavier cuando se llamaba Francis Xavier Quinn.
– Usted es agente del gobierno.
Negué con la cabeza.
– Esto es exclusivamente personal.
– ¿Qué le pasará a mi esposo?
– Ni idea -respondí-. Y en cualquier caso no me importa demasiado.
Volví a entrar en la caseta de Paulie y cerré la puerta. Salí por la puerta de atrás y la cerré a mi espalda. Después eché un vistazo a la verja. Estaba bien asegurada. Podía impedir el paso a cualquier intruso durante un minuto, tal vez un minuto y medio, lo que acaso bastaría. Guardé la llave del candado en el bolsillo de los pantalones.
– Ahora regresen a la casa -dije-. Tendrán que andar, lo siento.
Conduje el Cadillac por el camino de entrada, con las cajas de municiones apiladas detrás y al lado. Vi a Elizabeth y Richard apresurarse. No querían marcharse, pero tampoco tenían muchas ganas de quedarse solos, desde luego. Paré el coche frente a la puerta principal y retrocedí un poco para facilitar la descarga. Abrí el maletero, cogí el gancho y la cadena y subí a toda prisa a la habitación de Duke. Desde su ventana se veía todo el camino de entrada. Sería una buena posición. Saqué la Beretta del bolsillo del abrigo, quité el seguro y disparé al techo. Vi que Elizabeth y Richard, a unos cincuenta metros, se detenían en seco y luego echaban a correr hacia la casa. Quizá pensaron que había disparado a la cocinera. O a mí mismo. Me subí a una silla y escarbé en el yeso y agrandé el agujero hasta encontrar la viga. Después apunté con cuidado, disparé nuevamente e hice en la madera un pulcro agujero de nueve milímetros. Fijé el gancho, pasé por él la cadena y lo probé con mi peso. Aguantaba.
Bajé otra vez y abrí las portezuelas traseras del Cadillac. A Elizabeth y Richard les dije que llevaran dentro las cajas de municiones. Yo cogí la enorme ametralladora. El detector de metales de la puerta principal chilló ruidosa e insistentemente. La subí, la colgué de la cadena y le introduje el extremo de la primera cartuchera. Giré la boca del cañón hacia el muro y abrí la ventana de guillotina. Hice oscilar la boca hacia atrás y apunté de lado a lado y luego de arriba abajo. Abarcaba toda la extensión del lejano muro y todo el trecho del camino de entrada hasta la rotonda. Richard estaba de pie observándome.
– Sigue amontonando las cajas -dije.
A continuación me acerqué a la mesilla y cogí el teléfono. Llamé a Duffy al motel.
– ¿Aún quieres ayudar? -pregunté.
– Sí -contestó.
– Pues necesito que vengáis los tres a la casa. Lo antes posible.
Después de eso ya no había nada que hacer hasta que llegaran. Esperé junto a la ventana, me apreté los dientes en las encías con el pulgar y miré la carretera. Observé a Richard y Elizabeth acarrear las pesadas cajas. Contemplé el cielo. Era mediodía pero estaba oscureciendo. El tiempo empeoraba por momentos. El viento soplaba más fuerte. La costa del Atlántico Norte a finales de abril. Imprevisible. Entró Elizabeth Beck y descargó otra caja. Respiraba con dificultad.
– ¿Qué va a pasar? -preguntó.
– Imposible saberlo -repuse.
– ¿Para qué es esa arma?
– Precaución.
– ¿Contra qué?
– La gente de Quinn. Estamos de espaldas al mar. Quizá tengamos que detenerlos en el camino de entrada.
– ¿Va a dispararles?
– Si es preciso.
– ¿Y qué pasa con mi esposo? -inquirió.
– ¿Le importa mucho?
– Sí.
– También le dispararé.
Ella no dijo nada.
– Es un criminal -señalé-. Corre un riesgo.
– Las leyes que lo declaran criminal son inconstitucionales.
– ¿De veras?
Asintió de nuevo.
– La Segunda Enmienda lo deja muy claro.
– Pues acuda al Tribunal Supremo -repuse-. No me dé la lata con eso.
– La gente tiene derecho a llevar armas.
– Los traficantes de droga no -objeté-. Jamás he visto una enmienda que diga que está bien disparar armas automáticas en medio de un barrio lleno de gente. Con balas que atraviesan las delgadas paredes una tras otra. Y que atraviesan a personas inocentes, una tras otra. Niños y bebés.
Ella siguió callada.
– ¿Ha visto alguna vez qué sucede cuando una bala da en un bebé? -dije-. No penetra en él como una aguja hipodérmica. Lo tritura todo a su paso, como una cachiporra. Machacando y desgarrando.
Elizabeth permaneció en silencio.
– No le diga nunca a un soldado que las armas son divertidas -añadí.
– La ley es clara -indicó.
– Pues apúntese a la Asociación Nacional del Rifle -solté-. Yo prefiero seguir en el mundo real.
– Es mi esposo.
– Usted dijo que merecía ir a la cárcel.
– Sí. Pero no merece morir.
– ¿Usted cree?
– Es mi esposo -repitió.
– ¿Cómo efectúa las ventas? -pregunté.
– Utiliza la I-95. Corta la parte central de las alfombras baratas, mete ahí las armas y las envuelve, como si fueran tubos o cilindros. Las lleva a Boston o New Haven, donde se encuentra con los clientes.
Asentí con la cabeza. Recordé las fibras sueltas que había visto.
– Es mi esposo -insistió Elizabeth Beck.
Volví a asentir.
– Si tiene el suficiente sentido común para no ponerse al lado de Quinn, quizá no le pase nada.
– Si me promete que no le pasará nada me iré. Con Richard.
– No puedo prometer nada.