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– Entonces nos quedamos.

No repliqué.

– Nunca fue una colaboración voluntaria, ya sabe -explicó ella-. Con Xavier, quiero decir. Por favor, usted tiene que entenderlo.

Se dirigió a la ventana y bajó la vista hacia Richard, que estaba sacando del Cadillac la última caja de municiones.

– Fue coacción -agregó.

– Sí, lo entiendo.

– Secuestró a mi hijo.

– Lo sé -dije.

Entonces se volvió y me miró a los ojos.

– ¿Qué le hizo a usted? -preguntó.

Ese día vi a Kohl otras dos veces mientras ella preparaba el último paso de su misión. Lo estaba haciendo todo bien. Era como una jugadora de ajedrez. Nunca hacía nada sin anticipar dos futuras jugadas. Ella sabía que el auditor a quien había pedido que controlara la transacción no podría formar parte del posterior tribunal militar, por lo que escogió a uno a quien los fiscales detestaban. Más adelante eso supondría una dificultad menos. Kohl había tenido tiempo de ir a la casa de Quinn en Virginia. El expediente que yo le había dado al principio llenaba ahora dos cajas de cartón. La segunda vez que la vi las llevaba a cuestas, una encima de la otra, los bíceps tensos bajo tanto peso.

– ¿Cómo lo lleva Gorowski? -le pregunté.

– No muy bien -respondió ella-. Pero mañana habrá salido del apuro.

– Va a ser famosa.

– Espero que no. Esto debería ser siempre información clasificada.

– Famosa en el mundo clasificado -corregí-. Mucha gente mira esas cosas.

– Pues supongo que debería solicitar que pasáramos revista -dijo-. Quizá pasado mañana.

– Esta noche podríamos cenar juntos. Salir por ahí. De fiesta. El mejor sitio que encuentre. Yo invito.

– Creí que andaba con los cupones de comida.

– He estado ahorrando un poco.

– Ha tenido tiempo para ello. La investigación ha sido lenta.

– Lenta como una tortuga -solté-. Es su único problema, Kohl. Es usted meticulosa pero lenta.

Ella volvió a sonreír y alzó un poco las cajas.

– Debería usted haber aceptado salir conmigo -dijo-. Le podría haber demostrado que es mejor despacio que deprisa.

Se llevó las cajas y nos vimos dos horas más tarde en un restaurante de la ciudad. Como era un sitio elegante, me duché y me puse un uniforme limpio. Ella apareció con un vestido negro. Distinto del de la otra vez. Sin puntitos blancos. Totalmente negro. Le favorecía mucho, aunque de hecho no le hacía demasiada falta. Aparentaba dieciocho años.

– Fantástico -dije-. Pensarán que está usted cenando con su papá.

– Tal vez mi tío. El hermano pequeño de mi papá.

Fue una de esas cenas en que la comida no es importante. Recuerdo todo lo que pasó aquella noche, pero no qué pedí de comer. Quizá filete. O raviolis. No sé. Pero seguro que comimos. Y hablamos mucho, de cosas que seguramente no hablaríamos con cualquiera. Estuve muy cerca de perder el control y preguntarle si quería que fuéramos a un hotel. Pero resistí. Tomamos un vaso de vino cada uno y luego pasamos al agua. Habíamos acordado tácitamente que al día siguiente debíamos estar bien despiertos. Pagué la cuenta y a medianoche nos marchamos, cada uno por su lado. Pese a lo avanzado de la hora, se mostraba brillante. Estaba llena de vida, de entusiasmo y lucidez. Rebosaba expectativas. Se le iluminaban los ojos. Me quedé en la calle viendo cómo se alejaba en su coche.

– Viene alguien -dijo Elizabeth Beck diez años después.

Miré por la ventana y divisé un Taurus gris a lo lejos. El color se confundía con las rocas, y debido al mal tiempo era difícil verlo bien. Estaría a unos tres kilómetros, tomando una curva, rápido. El coche de Villanueva. Le dije a Elizabeth que no se moviera de donde estaba y que no perdiera de vista a Richard, y bajé y salí por la puerta de atrás. Cogí las llaves de Angel Doll de mi bulto escondido. Me las metí en el bolsillo de la chaqueta. Agarré también la Glock de Duffy y sus cargadores de repuesto. Quería que lo recuperara todo intacto. Eso era importante para mí. Ella ya tenía suficientes líos. Lo guardé todo en el bolsillo del abrigo, con la Beretta, rodeé la casa y subí al Cadillac. Conduje hasta la verja, salí y aguardé oculto. El Taurus se detuvo ante la verja y vi a Villanueva al volante con Duffy al lado y Eliot detrás. Me dejé ver y abrí la verja. Villanueva pasó con cuidado y se paró a pocos metros del Cadillac. Acto seguido se abrieron tres puertas, todos salieron al frío y me miraron fijamente.

– ¿Qué diablos te ha pasado? -preguntó Villanueva.

Me toqué la boca. La notaba hinchada y me dolía.

– Me di contra una puerta -expliqué.

Villanueva miró la caseta de la verja.

– ¿No sería contra un portero?

– ¿Estás bien? -preguntó Duffy.

– En mejor forma que el portero.

– ¿Por qué estamos aquí?

– Plan B -dije-. Vamos a ir a Portland, pero si allí no encontramos lo que buscamos, tendremos que regresar aquí y esperar. Así que dos de vosotros venís conmigo ahora mismo y el otro se queda vigilando. -Me volví y señalé la casa-. En la ventana central de la segunda planta hay instalada una ametralladora que cubre todo el camino de acceso. Alguien tiene que encargarse de ella.

Nadie se ofreció voluntario. Miré a Villanueva. Era lo bastante mayor para haber hecho la mili. Las ametralladoras no le resultarían ajenas.

– Venga, Terry -dije.

– Yo no -dijo-. Iré contigo a buscar a Teresa.

Por el tono quedó claro que no valía la pena discutir.

– Vale, lo haré yo -indicó Eliot.

– Gracias -dije-. ¿Has visto alguna película del Vietnam? ¿El artillero en la portezuela de un helicóptero Huey? Pues ése eres tú. Si vienen, no intentarán entrar por la verja. Se meterán por la ventana de la caseta y saldrán por la puerta o la ventana de atrás. Así que has de estar preparado para acribillarlos a medida que vayan apareciendo.

– ¿Y si está oscuro?

– Habremos regresado antes de anochecer.

– Muy bien. ¿Quién hay en la casa?

– La familia de Beck. No van a participar, pero tampoco quieren marcharse. Y la cocinera.

– ¿Y Beck?

– Llegará con los otros. Si en medio de la confusión lograra escabullirse, eso no me destrozaría el corazón. Pero si es alcanzado, tampoco.

– De acuerdo.

– Seguramente no vendrán -dije-. Están ocupados. Es sólo por precaución.

– De acuerdo -repitió.

– Quédate el Cadillac -señalé.

Villanueva subió al Taurus y salió marcha atrás. Yo cerré por fuera, puse el candado y le lancé la llave a Eliot.

– Hasta luego -dije.

Dio la vuelta con el Cadillac y lo observé dirigirse a la casa. Luego me monté en el Taurus con Duffy y Villanueva. Ella se sentó delante. Yo detrás. Saqué del bolsillo la Glock y los cargadores y se los entregué, como si de una pequeña ceremonia se tratara.

– Gracias por el préstamo -dije.

Ella guardó la Glock en la funda del hombro y los cargadores en el bolso.

– No hay de qué -contestó.

– Primero Teresa -recordó Villanueva-. Después Quinn, ¿de acuerdo?

– De acuerdo -dije.

Enfiló la carretera rumbo al oeste.

– Entonces ¿dónde buscamos? -preguntó él.

– Hay tres sitios posibles -expliqué-. El almacén, la oficina del centro y un recinto empresarial cerca del aeropuerto. No se puede mantener preso a nadie en una oficina del centro durante el fin de semana. Y en el almacén hay demasiado movimiento. Les llegaba un cargamento importante. Así que voto por el recinto.

– ¿La I-95 o la carretera 1?

– La 1 -respondí.

Fuimos en silencio durante veinticinco kilómetros tierra adentro y luego tomamos la carretera 1 hacia el norte, en dirección a Portland.

13

Era primera hora de la tarde de un sábado, de modo que el recinto empresarial estaba tranquilo. Aclarado por la lluvia, parecía limpio y nuevo. Los edificios de metal brillaban como peltre mate bajo el cielo gris. Atravesamos el entramado de calles a unos treinta por hora. No vimos a nadie. El edificio de Quinn parecía cerrado a cal y canto. Mientras pasábamos por delante, volví la cabeza y examiné otra vez el letrero: empresa de exportación xavier. Las palabras habían sido grabadas en grueso e inmaculado acero por un profesional, pero las X de mayor tamaño parecían responder a una idea de diseño gráfico más propia de un aficionado.