– ¿Por qué pone «exportación»? -preguntó Duffy-. Está importando, ¿no?
– ¿Cómo entraremos? -inquirió Villanueva.
– Forzaremos la puerta -dije-. Quizá mejor la de atrás.
Los edificios estaban dispuestos uno junto a otro, con pulcros aparcamientos delante de cada uno. El resto del recinto era o bien calzada o bien áreas de césped nuevo delimitadas por impecables bordillos de hormigón. No se veían vallas por ninguna parte. En el edificio que había justo delante del de Quinn ponía «Servicios Profesionales de Catering Paul Keast & Chris Maden». Estaba cerrado y no había nadie dentro. Lo comprobé al recorrer todo el trecho hasta la puerta de atrás de la empresa de Quinn, que era un simple rectángulo metálico pintado de un rojo apagado.
– No hay nadie -dijo Duffy.
En la pared trasera, junto a la puerta roja, había una ventana de cristal grueso. Seguramente de un cuarto de baño. Tenía una reja de hierro.
– ¿Sistemas de seguridad? -preguntó Villanueva.
– Siendo un sitio nuevo, es lo más probable -dije.
– ¿Conectado directamente con la policía?
– Lo dudo -señalé-. Sería raro en un tipo listo como Quinn. No querría que la poli viniera a fisgar cada vez que un chaval le rompiera el cristal de la ventana.
– Entonces ¿una empresa privada?
– Supongo. O su propia gente.
– Así pues, ¿qué hacemos?
– Hemos de darnos mucha prisa. Entrar y salir antes de que nadie reaccione. Cinco o diez minutos.
– ¿Uno delante y dos atrás?
– Exacto -dije-. Tú delante.
Le dije que abriera el maletero, y Duffy y yo salimos. El aire estaba húmedo y frío y soplaba viento. Saqué la llave de neumáticos de debajo de la rueda de recambio, cerré la tapa y miré el coche alejarse. Duffy y yo pasamos junto a la pared del sitio del catering y cruzamos el césped divisorio hasta la ventana del baño de Quinn. Pegué el oído a la fría reja y escuché. Nada. Acto seguido miré las barras de hierro. Conformaban una suerte de rectángulo asegurado con ocho tornillos, dos en cada uno de las cuatro esquinas. Las cabezas de los tornillos eran como monedas de cinco centavos. Duffy sacó la Glock de su funda. Palpé la Beretta en el bolsillo del abrigo. Sujeté la llave con las dos manos. Apliqué otra vez el oído a la reja. Oí el coche de Villanueva detenerse en la parte delantera del edificio. Oí que se abría y cerraba la puerta. Dejó el motor en marcha. Percibí sus pies en la pasarela de delante.
– Atenta -dije.
Noté que Duffy se movía detrás de mí. Oí a Villanueva llamar ruidosamente a la puerta principal. Introduje el extremo de la llave junto a uno de los tornillos. Hice una pequeña abolladura en el metal. Metí la llave por debajo de las barras y tiré de ella. El tornillo aguantó. Así que rectifiqué la posición de la llave y di una, dos sacudidas, ahora con más fuerza. La cabeza del tornillo se rompió y las barras se movieron un poco.
Tuve que romper seis cabezas de tornillo. Tardé casi treinta segundos. Villanueva seguía llamando a la puerta. No contestaba nadie. Cuando se rompió el sexto tornillo, agarré la reja y tiré de ella hasta formar un ángulo de noventa grados, como si fuera una puerta. Los dos tornillos restantes protestaron con chirridos. Cogí de nuevo la llave y rompí el grueso cristal. Introduje la mano, encontré el pestillo y abrí la ventana. Saqué la Beretta y asomé la cabeza en el cuarto de baño.
Era un cubículo pequeño, de unos dos metros por uno y medio. Había un retrete y un lavabo con un pequeño espejo sin marco. También un cubo de la basura y un estante con rollos de papel higiénico y toallitas. En un rincón, un cubo y una fregona. En el suelo, linóleo limpio. Un fuerte olor a desinfectante. Eché un vistazo a la ventana. Había una pequeña alarma fijada al alféizar. No obstante, el edificio seguía en calma. Nada de sirenas. ¿Una alarma silenciosa? Ahora en alguna parte estaría sonando un teléfono. O se encendería una luz de alerta en la pantalla de un ordenador.
Desde el cuarto de baño salí a un pasillo interior. Nadie. Estaba oscuro. Retrocedí hasta la puerta de atrás mirando al frente. Hurgué a tientas sin mirar y abrí. Oí que Duffy entraba.
Seguramente Duffy había pasado seis semanas en Quantico durante su preparación básica y aún recordaba los movimientos. Sostuvo la Glock con ambas manos, pasó por mi lado y se apostó junto a una puerta que comunicaba el pasillo con el resto del edificio. Inclinó el hombro en la jamba, dobló el codo y levantó el arma para dejarme paso. Avancé, di un puntapié a la puerta, entré y me eché a la izquierda, y ella se dio la vuelta y entró hacia la derecha. Estábamos en otro pasillo. Era estrecho. Cruzaba todo el edificio hasta la parte delantera. Había habitaciones a ambos lados. Seis; tres y tres. Seis puertas, todas cerradas.
– Delante -susurré-. Villanueva.
Avanzamos pegados el uno al otro, comprobando una puerta tras otra. Pestillo corrido. Llegamos a la puerta principal y la abrimos. Villanueva entró y cerramos otra vez tras él. Llevaba una Glock 17 en su nudosa mano. El arma parecía estar en su elemento.
– ¿Alarma? -susurró.
– Silenciosa -susurré a mi vez.
– Pues démonos prisa.
– Habitación por habitación -dije.
Me daba mala espina. Habíamos hecho tanto ruido que nadie del edificio podía tener ninguna duda de que estábamos allí. Y el hecho de que no hubieran saltado sobre nosotros significaba que eran lo bastante listos para quedarse callados con las armas amartilladas y las miras puestas a la altura del pecho al otro lado de la puerta. Además el pasillo central tenía apenas un metro de ancho: poco espacio para maniobrar. No tenía buenas sensaciones. Todas las puertas se abrían hacia la izquierda, así que coloqué a Duffy a mi izquierda para que cubriera las puertas del lado contrario. No quería que los dos estuviéramos orientados hacia el mismo lado. Tampoco quería recibir un tiro por la espalda. Entonces situé a Villanueva a mi derecha. Se encargaría de echar las puertas abajo a patadas, una a una. Yo me quedé en el centro. Mi cometido consistía en entrar el primero en las habitaciones.
Empezamos con la primera a la izquierda. Villanueva pateó con fuerza. La cerradura se rompió, el marco se astilló y la puerta se abrió con estrépito. Entré al instante. La habitación estaba vacía. Era un cuadrado de tres por tres con una ventana, un escritorio y una pared llena de archivadores. Salí inmediatamente y todos nos volvimos hacia la puerta opuesta sin perder un segundo. Duffy nos cubrió las espaldas, Villanueva derribó la puerta y yo entré. También vacía. Pero aquí había premio. El tabique de separación entre esa habitación y la siguiente no estaba. Así que medía seis por seis, con dos puertas que daban al pasillo. Contenía tres escritorios. También ordenadores y teléfonos. En el rincón había un perchero con un impermeable de mujer.
Cruzamos el pasillo hacia la cuarta puerta. La tercera habitación. Villanueva pateó y yo entré. También vacía. Otro cuadrado de tres por tres. Sin ventana. Un escritorio con un enorme tablero de corcho detrás. Con notas prendidas. La mayor parte del linóleo estaba cubierto por una alfombra oriental.
Llevábamos cuatro. Quedaban dos. Elegimos la trasera de la derecha. Villanueva la pateó. Entré. Vacía. Tres por tres, pintada de blanco, linóleo gris. Sin nada dentro. Nada en absoluto. Salvo manchas de sangre. La habían limpiado, pero no del todo. Había remolinos marrones en el suelo, donde una empapada fregona las había extendido. En las paredes se veían salpicaduras. Algunas habían sido limpiadas. Otras se habían quedado allí tal cual. Regueros parecidos a encajes que llegaban a la altura de la cintura. Los ángulos comprendidos entre el zócalo y el linóleo estaban manchados de marrón y negro.