Выбрать главу

– Te he oído.

– ¿Ray?

– ¿Dónde está mi puñetero café? -gritó Richardson, volviendo la cabeza.

– No estarás llamando a Parkes, ¿verdad?

Richardson se limitó a mirarlo, enarcando las entrecanas cejas con aire de tranquilo desprecio.

– ¡Cabrón! -masculló Grabel, con un odio súbito y tan intenso que se sobresaltó- ¡Ojalá te murieras, hijo de…!

– ¿Kris? Soy Ray. ¿Te he despertado? ¿Sí? Qué lástima. Quiero hacerte una pregunta, Kris. ¿Tienes idea de los honorarios que esta empresa va a percibir por ese edificio? No, sólo contesta a la pregunta. Eso es, casi cuatro millones de dólares. Cuatro millones de dólares. Bueno, pues aquí estamos un montón de gente trabajando en ello a estas horas de la noche. Sólo faltas tú, Kris, y se supone que eres el coordinador del proyecto. ¿No crees que das mal ejemplo? No, ¿verdad? -Escuchó un momento y luego se puso a sacudir la cabeza-. Mira, francamente, me importa un pito el tiempo que hace que no apareces por casa. Y todavía menos que tus hijos crean que eres un tío que su madre se ha ligado en el supermercado. Es aquí donde tienes que estar, con tu equipo. ¿Vas a mover el culo, o me busco otro coordinador? ¿Que vienes? Estupendo.

Richardson colgó y miró en torno buscando a su mujer. Joan estaba inclinada sobre una vitrina cerca de las escaleras, observando una maqueta de la sede de la Yu Corporation, cuya construcción real estaba a punto de terminarse en la plaza de Hope Street.

– Voy a quedarme aquí un rato, cariño -le dijo, alzando la voz-. Espérame arriba, ¿vale?

– Vale, cielo. -Joan sonrió y, recorriendo el estudio con la mirada, se despidió-: Buenas noches a todos.

Hubo alguno que le devolvió el saludo. Los otros estaban demasiado cansados, incluso para sonrisas corteses. Además, sabían que Joan era tan odiosa como su marido. O peor. Al menos, él tenía talento. Los proyectistas más antiguos recordaban cuando ella, en un arrebato de cólera, había arrojado un aparato de fax a través de un ventanal.

Ray Richardson volvió a concentrarse en el monitor y, pulsando de nuevo el ratón, transformó la imagen en un diseño de tres dimensiones. El dibujo presentaba un gigantesco semicírculo de unos doscientos metros de diámetro, suavemente redondeado como el Royal Crescent de Bath y coronado por lo que parecían las alas desplegadas de un pájaro inmenso. Algunos críticos de arquitectura, europeos la mayoría, habían sugerido que eran las alas de un águila, de un águila nazi por más señas. Por ese motivo ya habían calificado de «posnazi» el proyecto de Richardson.

El arquitecto desplazó verticalmente el ratón sobre su alfombrilla, agrandando la imagen tridimensional. Ahora se veía que el edificio no se componía de una media luna, sino de dos, con un pórtico curvo que separaba las tiendas y oficinas de las salas de exposiciones. Eran los planos contractuales, que representaban los detalles acordados por los diversos consultores que participarían en la construcción del Kunstzentrum; y Richardson debía entregarlos al aparejador en Berlín. Tras entrar en el pórtico, el arquitecto obtuvo un primer plano del techo y pulsó dos veces el ratón, lo que hizo aparecer en la pantalla un diagrama detallado de uno de los tubos de acero provistos de memoria que sostenían los paneles de vidrio foto cromáticos.

– Pero ¿qué es esto? -dijo, frunciendo el ceño-. Mira, Allen, no has hecho lo que te encargué. Creí haberte dicho que dibujaras las dos opciones.

– Pero convinimos en que ésta era la mejor solución.

– Yo quería la otra también, por si acaso.

– ¿Por si acaso qué? No lo entiendo. O ésta es la mejor solución o no lo es.

Grabel empezó a hacer muecas de nuevo.

– Por si acaso cambiaba de opinión, por eso.

Richardson realizó una cruel pero perfecta imitación del tic nervioso de su proyectista. Grabel se quitó las gafas, se llevó las temblorosas manos a la cara sin afeitar y emitió un hondo suspiro, estirándose las mejillas hacia las orejas. Por un momento miró hacia lo alto, como pidiendo consejo al Todopoderoso. Al no recibirlo, se levantó, sacudió la cabeza despacio y se puso la chaqueta.

– ¡Cómo te odio a veces, por Dios! -declaró-. No, no es cierto. Te odio constantemente. Eres como un perro callejero con cáncer en el culo, ¿sabes eso? Cualquier día alguien te matará, y hará un gran favor a la humanidad. Yo lo haría con mucho gusto, pero tengo miedo de recibir demasiadas cartas de agradecimiento. ¿Quieres ese dibujo? Pues hazlo tú mismo, egoísta de mierda. Estoy hasta el gorro de ti.

– ¿Qué has dicho?

– Ya me has oído, gilipollas.

Grabel dio media vuelta y echó a andar hacia las escaleras.

– ¿Dónde coño vas?

– A casa.

Richardson se puso en pie y asintió amargamente.

– Si te vas ahora, no vuelvas. ¿Me oyes?

– Me despido -declaró Grabel, que siguió andando-. Y no volvería ni aunque te estuvieras muriendo de soledad.

– ¡A mí nadie me hace eso! -estalló Richardson-: Soy yo quien te despide. Te pongo de patitas en la calle, contorsionista de mierda. Y todos éstos son testigos. ¿Me oyes, Muecas? ¡Estás despedido, capullo!

Sin volver la vista, Grabel hizo un corte de mangas y desapareció escaleras abajo. Se oyó una carcajada y, con los puños apretados, Richardson lanzó una mirada colérica a su alrededor, dispuesto a despedir a cualquiera que no anduviese bien derecho.

– ¿Qué coño tiene tanta gracia? -soltó-. ¿Y dónde está ese puto café?

Aún temblando de rabia, Grabel recorrió la breve distancia que le separaba del Hotel St James Club, donde solía tomarse unas copas en el pianobar art déco mientras esperaba un taxi. Vodka con Cointreau y zumo de arándanos. Era lo que había bebido seis meses atrás cuando la policía lo detuvo por conducir borracho. Aunque también se había metido dos rayas de cocaína, pero sólo para estar en condiciones de llegar hasta casa. Y no se habría emborrachado si no hubiese trabajado tanto.

Sentía menos haberse despedido que haber perdido el carné de conducir. Aunque ojalá no le hubiera llamado Muecas. Sabía que así le llamaban a veces, pero hasta ahora nadie se lo había llamado a la cara. Sólo Richardson era capaz de esa cabronada.

La camarera del hotel, una actriz en paro llamada Mary, a veces se mostraba simpática con él. Ésa era casi toda la vida social que tenía Allen Grabel.

– Acabo de despedirme del trabajo -anunció con orgullo-. Le he dicho a mi socio que se lo metiera por el culo.

– Bien hecho -comentó ella, encogiéndose de hombros.

– Hace mucho que quería hacerlo, supongo. Pero nunca me había atrevido. Y ahora acabo de mandarlo a tomar por el culo. Si no, creo que le hubiera saltado la jodida tapa de los sesos.

– Algo me dice que has hecho lo que debías.

– Pues no sé, ¿entiendes? La verdad, no lo sé. ¡Pero vaya cabreo cogió, joder!

– Parece que has hecho una verdadera escena. La montaste buena, ¿no?

– Y de qué manera. Le dejé bien cabreado.

– Ojalá pudiera yo dejar este trabajo -dijo ella, pensativa.

– Ah, ya lo harás algún día, Mary. Tenlo por seguro.

Pidió otra copa y vio que desaparecía aún con mayor rapidez que la primera. Cuando Mary le avisó de que ya había llegado su taxi, se había bebido cuatro o cinco, aunque estaba tan exaltado por lo ocurrido que el alcohol apenas parecía afectarle. Sacó un par de billetes del clip donde llevaba el dinero y dio una generosa propina a la muchacha. No hacía falta, porque se había sentado a la barra, pero le daba lástima. No todo el mundo podía permitirse el lujo de despedirse del trabajo, pensó.

Cuando se marchó, Mary soltó un suspiro de alivio. No era mala persona. Pero aquel tic le crispaba los nervios. Y no le gustaban los borrachos. Aunque fuesen simpáticos.