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La Mannesmann se detuvo justo enfrente del anclaje. Por un momento, la máquina permaneció silenciosa e inactiva. Luego tuvo un sonoro estremecimiento eléctrico y el brazo motorizado empezó a extenderse sobre el borde del edificio.

Curtis se sentó. Estaba agotado. Sin inventiva. Sólo quería quedarse allí sentado, sin pensar en nada. Asomarse por el parapeto le daba vértigo. Aunque se encaramase al andamio, ¿qué podría hacer? Únicamente ponerse a merced de Ismael. Ofrecerle dos vidas por el precio de una.

– ¡Es usted policía, maldita sea! -gritó Helen-. ¡Tiene que hacer algo!

Curtis notó sus ojos verdes clavados en él. Se levantó y se asomó al borde.

Era un suicidio. Sólo un imbécil trataría de hacerlo. Curtis se dijo que estaba loco mientras sacaba del armario el segundo arnés y subía al angosto andamio.

– No digan una sola palabra más -ordenó a las dos mujeres-. ¡Joder, ni siquiera me cae simpático el cabrón ese!

Se abrochó el arnés y aseguró el mosquetón al flanco del andamio. Le temblaban las piernas y, aunque hacía buena noche, tenía la piel fría y los cabellos erizados de miedo. El brazo mecánico extendió el andamio más allá del borde de la Parrilla, hacia el vacío. Curtis miró el inquieto rostro de las dos mujeres y se preguntó si volvería a verlas. Luego el andamio osciló, iniciando su inexorable descenso. Curtis respiró hondo, sacudió la cabeza y se despidió de las mujeres con la mano. Había lágrimas en los ojos de Helen.

– ¡Qué estupidez! -dijo, sonriendo amargamente-. ¡Qué estupidez! ¡Qué estupidez!

Bien agarrado a la barandilla, se armó de valor antes de mirar abajo. Era como una lección de perspectiva lineaclass="underline" las líneas paralelas y el plano de la futurista fachada de la Parrilla convergían en un lejano punto de fuga, que era la plaza; y en medio, no mayor que una marioneta suspendida de un hilo, estaba Ray Richardson, justo en la trayectoria del lavacristales Mannesmann que ahora aceleraba.

Ray Richardson descendió unos tres metros y, describiendo un semicírculo perfecto, volvió a la fachada. Por Dios, qué trabajo le costaba, pensó. Parecía que le habían dado un patadón en los riñones. Viendo a los expertos, el rappel parecía muy fácil. Pero él tenía cincuenta y cinco años. Alzó la cabeza, vio que el andamio sólo estaba a unos diez metros y saltó de nuevo sobre el muro. No tan bien esa vez. No más de dos metros. Estaba claro que aquel cacharro iba a pillarle, y comprendió que debía realizar una maniobra evasiva. ¿Cómo? ¿Y qué coño estaba haciendo Curtis? Era como estar en medio de la falla de San Andrés. Ismael podía soltar el andamio entero cuando le diese la gana.

Richardson dio otro salto e hizo una mueca. La rodilla empezaba a dolerle bastante, y cada vez le resultaba más difícil propulsarse. Pero no era nada comparado con el creciente dolor que le producía el arnés. El lino de sus tenues pantalones Armani y el ligero algodón de su camisa no le protegían mucho contra el roce del arnés, que, cada vez que acababa un descenso, le quemaba en la cintura y en el interior de los muslos. Quizá debía de haber dejado a Curtis. Al fin y al cabo, era poli. Probablemente estaba acostumbrado a cierto grado de incomodidad.

De pronto sintió que la cuerda se humedecía bajo sus manos y alzó la cabeza. El lavacristales se había puesto a funcionar, asperjando las ventanas y la cuerda a medida que bajaba a su encuentro. Pero ¿por qué coño querían los clientes las ventanas limpias? ¿Para mejorar la actitud del personal? ¿Para impresionar al público? Desde luego no era por higiene.

Richardson se apartó del muro con una patada y pasó cuerda por el descendeur, tratando de recordar si en la fórmula del detergente había algún producto corrosivo. El contacto con elementos químicos, tal como le habían enseñado en su curso de escalada, era la causa más corriente de que se rompiera la cuerda: si se tenía la menor sospecha de que la cuerda estaba corroída, había que tirarla. Era un espléndido consejo, a menos que, por casualidad, uno estuviera colgado de la cuerda cuando se producía la corrosión. Olfateó el líquido vagamente jabonoso que tenía en las manos. Olía a limón. ¿Sería orgánico, o ácido?

La máquina ya estaba a poco menos de siete metros sobre su cabeza. Le asombraba que todavía no hubiera corroído la cuerda. Le quedaba el sitio justo para otro salto, luego tendría que apartarse del trayecto de la máquina. Tomó impulso en una ventana, casi deseando atravesarla como un infante de marina, y se encontró de vuelta sobre la fachada mucho antes de lo esperado, sin haber bajado más de un metro. ¡Pues claro! El andamio había inmovilizado la cuerda contra el muro. Tenía el tiempo justo para dar un pequeño impulso y encaramarse al pretil de al lado.

Preparado para lanzarse fuera del alcance del cabezal de lavado, Richardson iba y venía sobre el reborde de la ventana cuando el andamio cayó de pronto, recorriendo la distancia de tres metros en un segundo.

Bajo sus pies, Curtis sintió que el suelo del andamio golpeaba con fuerza a Richardson. Miró por la barandilla y vio que la cuerda aguantaba de momento, aunque el impacto había dejado al arquitecto sin sentido.

Cuando le ataba las manos a la espalda con una tira de plástico, uno de los policías observó el reloj en la muñeca de Mitch.

– Oye, fíjate en eso -dijo a su compañero.

El otro policía, que seguía empuñando la pistola Taser por si había que asestar otra descarga al sospechoso, se inclinó a mirar.

– ¿En qué?

– Ese reloj. Es un Submariner de oro, tío. Un Rolex.

– Un Submariner, ¿eh? A lo mejor es por eso por lo que está hecho una sopa.

– ¿Cómo es que un drogota lleva un reloj de diez mil dólares?

– Lo habrá robado.

– No. Un drogota habría vendido un reloj así. A lo mejor dice la verdad. ¿Qué ha dicho que era? ¿Arquitecto?

Mitch soltó un gemido.

– ¿Cuánta T le has soltado?

– Sólo esa descarga, poca cosa.

Le desataron las manos, le sentaron en el asiento trasero del coche patrulla y esperaron a que se recobrase.

– A lo mejor pasa algo, después de todo.

– ¿Que le atacó el edificio? Vamos, hombre.

– El tío de la cárcel del condado dijo que el ordenador había matado a alguien, ¿no?

– ¿Y qué?

– Que sería mejor echar una mirada.

El otro policía se removió incómodo y miró al cielo. Entornó los ojos sobre la fachada de la Parrilla.

– ¿Qué es eso? Allá arriba.

– No sé. Cogeré los prismáticos nocturnos.

– Parecen limpiacristales.

– ¿A estas horas de la noche?

El policía sacó del maletero unos gemelos Starlight y los enfocó a la fachada principal del edificio.

A casi setenta metros sobre sus colegas de la policía de Los Ángeles, Frank Curtis se esforzaba por recuperar el cuerpo semiinconsciente de Ray Richardson, suspendido perpendicularmente del cordaje junto al andamio Mannesmann. Había soltado la cuerda de descenso, y sólo el agarre del descendeur había impedido que se desplomase hacia la muerte. Tenía sangre en un lado de la cabeza y, aun después de abrir los ojos y ver la mano tendida de Curtis, tardó unos momentos en sentirse lo bastante fuerte para agarrarse a ella.

– Ya le tengo -gruñó Curtis, tirando de Richardson hacia el andamio.

Richardson sonrió débilmente, aguantando bien.

– Sí, pero ¿quién le tiene a usted? -Sacudió la cabeza, para liberarse del aturdimiento, y añadió-: Coja la cuerda de rappel y átenos, si no quiere que muramos los dos. Deprisa, hombre, antes de que nos suelte de nuevo.