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Curtis extendió la mano hacia el arnés de Richardson y cogió la cuerda que colgaba bajo su cuerpo.

– Haga una lazada -ordenó el arquitecto.

Curtis pasó la lazada entre la barandilla y lo aseguró con un nudo en forma de ocho, como le había visto hacer a él.

Richardson asintió con aire de aprobación.

– Muy bien -jadeó-. Todavía haremos de usted un escalador.

Unos segundos después el nudo se tensó cuando, una vez más, Ismael soltó los mandos de frenado de la Mannesmann para dejar que el andamio corriera libremente por los cables.

– ¿Qué le dije? -comentó Richardson mientras el andamio se escoraba como un buque que zozobra.

La cuerda se deslizó al extremo de la barandilla y ambos hombres se encontraron comprimidos el uno contra el otro.

De pronto, los cables se tensaron de nuevo y el andamio se niveló.

– ¿Y ahora qué? -preguntó Curtis, que trataba de recobrar su posición en la diminuta plataforma.

– Parece que subimos otra vez -observó Ray-. ¿Qué le pasa? ¿No le gusta el panorama que se ve desde mi nuevo edificio? Oiga, ¿quiere ser dueño del mundo? Mírelo bien. Se lo regalo.

– Gracias.

– Creo que cuando Ismael nos lleve arriba, nos soltará de nuevo. Para ver si nos caemos con la sacudida.

Curtis miró al tejado y vio que el perfil de lanzamisiles de la Mannesmann amarilla se alejaba hacia la izquierda.

– No, yo diría que Ismael tiene otra intención -objetó-. Parece que quiere llevar el andamio al otro lado del edificio para tratar de romper el nudo de su cuerda.

Richardson siguió la dirección indicada por el dedo de Curtis.

– O el anclaje, quizá. O la propia cuerda.

– ¿Resistirán? Richardson sonrió.

– Todo depende de lo que utilice Ismael para limpiar las ventanas.

Diluir solución de ácido acético o etanoico para limpiar ventanas del edificio. Detergente surfactante basado en zumos de cítricos californianos. Pero en forma concentrada, sin diluir, ácido acético casi puro e incoloro, altamente corrosivo, sobre todo para el núcleo de los filamentos continuos de nailon cubiertos por una vaina de cuerda de escalada. Nailon y acético basados en ácidos carboxílicos. En cuanto detergente surfactante sin diluir contacte con cuerda de nailon, se alterará orientación moléculas de filamentos especialmente sometidos a tensión.

– Mira -dijo Helen señalando a la glorieta, mientras Hope Street se empezaba a llenar de destellantes luces azules-. Alguien debe haberlos visto. O a lo mejor es que Mitch ha logrado salir, después de todo.

– ¡Gracias a Dios! -repuso Jenny.

Pero nada más decirlo comprendió que el auxilio llegaría demasiado tarde para Richardson y Curtis. Miró en torno, buscando desesperadamente un medio de parar a la Mannesmann. Al ver la enorme llave inglesa en el suelo del tejado, donde Richardson la había tirado, corrió hacia ella y la cogió. Se precipitó frente a la máquina y metió la llave inglesa en el hueco entre el raíl y la rueda motriz.

Por un momento, la Mannesmann continuó su marcha. Pero mientras Jenny se apartaba a gatas de su camino, dejó de moverse bruscamente. Jenny se incorporó y volvió al parapeto a tiempo para ver que la cuerda de rappel se rompía y que el andamio, ya sin sujeción, se catapultaba a un lado y otro de la fachada. Durante unos momentos osciló como un péndulo. Tal era la fuerza de la sacudida, que las dos mujeres estaban convencidas de que verían precipitarse a los hombres por el cielo nocturno hacia una muerte segura. De manera que cuando Jenny gritó no fue de dolor ni miedo, sino por el alivio de verlos aún a bordo del andamio suspendido y, de momento, todavía vivos.

Atrincherado en los niveles cuatro y cinco del sótano del Ayuntamiento, a prueba de terremotos, el comisario de policía Harry Olsen dirigía la operación Parrilla mediante el SMCCE, el sistema de mando y control de comunicaciones de emergencia del Departamento de Policía de Los Angeles. Concebido por la Hughes Aerospace y la NASA, el centro de control, cuyo coste había ascendido a cuarenta y dos millones de dólares, semejaba una versión más modesta de la sala de misiones del Centro Espacial Kennedy de Cabo Cañaveral. Las cámaras de tierra y las emplazadas en los helicópteros de la policía ofrecían a Olsen una imagen casi completa de lo que sucedía en el exterior.

Su ordenador evaluó la fragmentaria narración de Mitchell Bryan y no consideró prudente que un grupo de intervención penetrara en el edificio hasta que no se cortara el suministro principal de energía.

Mediante una línea telefónica exclusiva, el SMCCE se comunicaba con los servicios públicos más importantes y, entre ellos, el hidroeléctrico. En cuanto Olsen estudió el plan de acción recomendado por el ordenador, habló con el encargado de servicio y le pidió que cortaran el circuito correspondiente.

Los pilotos de los helicópteros lanzaban ya arneses de salvamento a las dos mujeres del tejado. Olsen pensó que tenían aspecto de haberlo pasado bastante mal. Se trataba de un rescate bastante sencillo. Pero el de los dos hombres del andamio podía resultar un poco más delicado.

– Tenemos que salir de este puto agujero -dijo Richardson-. Antes de que besemos la acera, como el Papa.

Desenganchó el mosquetón que le unía al extremo de la cuerda de rappel, esperó a que el andamio se estabilizara un poco y luego se encaramó ágilmente a uno de los tirantes que daban su fisonomía característica a la fachada de la Parrilla. El travesaño ofrecía un apoyo de unos cincuenta centímetros de ancho. Allí, en el extremo del edificio, no había ventanas, sólo hormigón. Y el andamio se encontraba ahora a metro y medio de la fachada, más retirado que cuando había estado frente a las ventanas.

Curtis, al tiempo que se quitaba el arnés y se preparaba para el salto, contemplaba el vacío con aire inseguro. Era una distancia insignificante, lo sabía. Pero a casi setenta metros de altura parecía mayor. Sobre todo cuando tenía las piernas como dos columnas de gelatina.

– Vamos, hombre, salte. ¿Qué coño le pasa?

Los cables que soportaban el andamio se tensaron amenazadoramente.

– ¡Rápido!

Curtis saltó sobre el tirante y se cogió a la mano de Richardson. Recobró el equilibrio, se volvió de cara a la ciudad y descubrió que el andamio ya no estaba donde lo había dejado unos segundos antes. Había desaparecido. Sobre sus cabezas sólo quedaban los dos cables del brazo de la Mannesmann para recordarles dónde habían estado un momento antes. El descubrimiento le sobrecogió y, cerrando los ojos, apoyó la espalda contra el muro de hormigón y emitió un hondo suspiro.

– ¡Joder, se ha librado por un pelo! -dijo Richardson, que se sentó cuidadosamente con las piernas colgando.

Curtis abrió los ojos y vio que Richardson, al parecer inconsciente del abismo que se abría a sus pies, se desgarraba una manga de la camisa para vendarse la herida de la cabeza, que le sangraba.

– ¡No sé cómo puede quedarse así sentado, coño! ¡Como si se refrescara los pies en el río! ¡Son veinte pisos!

– Es más cómodo que estar de pie.

– Yo vomitaría si no tuviera tanto miedo de caerme con las arcadas.

Richardson miró tranquilamente el cielo, lleno del zumbido de helicópteros. De cuando en cuando, los reflectores eran tan intensos que debía protegerse los ojos.

– ¡Qué ruido tan agradable! -comentó- Un Bell Jet Ranger. Lo sé porque tengo uno. De manera que tómeselo con calma. Creo que no pasaremos mucho tiempo aquí. ¡Hay que joderse, me parece que vamos a salir en la tele!

– ¿Cómo?

– Uno de esos helicópteros lleva en el flanco el anagrama de la KTLA.

– ¡Gilipollas!

– Su horrible experiencia está a punto de terminar, amigo mío. Pero me temo que la mía acaba de empezar.

– ¿Por qué?

– Éste es el país de los abogados. Van a perseguirme como putas barracudas. Incluso usted, Frank.