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La primera señal fueron las palabras que ella pronunció.

– Lo que devoras te acaba devorando a ti -gritó por el camino en dirección a Aleksandr-. Deja la botella, abuelo, antes de que te unas a los Mártires.

– A los Mártires les doy el vaho de mis meados. -La voz de Aleksandr se descolgó por un cordel de saliva que quedó colgando en la brisa. En medio de la pelusa de su cara brillaban manchas de color jengibre, y la sombra de su barba convertía en ojos enormes sus cuencas oculares. Era como una abeja que flotara con una sonrisa lasciva bajo el sol.

– Abuelo, tu mujer se está quedando ronca de tanto preguntar por ti.-Ludmila se volvió para ofrecerle un costado esbelto al viento y dejar que le apartara el pelo de la cara-. Vuelve conmigo, no hagas que el día sea demasiado difícil. El sol ya está demasiado bajo para hacerse el duro.

– ¡Bah! Como los cerdos, solamente hacéis ruidos en mi dirección cuando tenéis hambre.

– Pero te reverenciamos por hacerte cargo de nosotros. Eres un santo en la casa, si no fuera por ti, oleríamos el polvo de nuestros propios huesos. Ven, honra el hogar que te honra.

– Al hogar le doy el vaho de mi mierda.

La luz de color lavanda del sol se derramaba como jarabe sobre las ondulaciones de la nieve, enmarcando los pastos altos. Su escenario era un despliegue deslumbrante, con un telón de montañas al oeste y con paños oscuros de cielo al este. Sobre la aldea, trescientos metros más abajo, flotaban nubéculas de vaho de boñigas. La línea que discurría por detrás de la aldea como un cable eléctrico deshilachado era la carretera de Uvila. Ludmila observó que una furgoneta de color verde lima avanzaba lentamente por la misma como un juguete.

– Además, tu chico ni siquiera tiene polla. -Aleksandr señaló con un dedo acusador-. La cabra tiene más agallas que tu amante, y es francamente más guapa, hasta si le miras el culo.

– Todo va como debe ser con Misha, abuelo, gracias por tu interés. Además, no me imagino por qué regurgitas su recuerdo ahora, cuando hace un mes que no trastorna tu hogar con su rostro. Así que por favor, basta de mal humor. Deja la botella; las madres nos azotarán si volvemos a llegar tarde al almacén.

– No tiene polla y es feo. Y su cerebro le vendría pequeño a un gusano. Ésa es la verdad sobre tu amiguito. Y tiene nombre de chica.

Ludmila cruzó los brazos sobre el pecho y frunció el ceño. Fruncir el ceño era una herramienta importante en Ublilsk, algo que se enseñaba a una edad temprana y se practicaba a menudo. El fruncimiento de ceño de ella iba acompañado de unos ojos verdes y afilados como lanzas de bambú joven.

– Bueno, pues de chica no tiene nada. Simplemente Michael, debido a su naturaleza amigable, se ha ganado el diminutivo de Misha. -Caminó por aquel escenario de cristal en dirección a su abuelo-. Venga, ven, antes de que manden el tractor…

– ¡Bah! -El puño de Aleksandr salió catapultado de su manga. Ludmila recibió el puñetazo en la cara, y como no se inmutó, él le dio otro.

Entre los labios de Ludmila salió culebreando un filamento de sangre, brillante como una vena de neón. Ella se encogió y cayó de frente.

– Y no creas que voy a suplicar ese agujero que tienes que es como el culo de una cabra. Te voy a dar una lección de polla: te voy a enseñar una polla como el tronco de un árbol. Abre el agujero para el hombre que te mantiene y da gracias porque no te venda al Gnez más cercano. -El viejo tiró la botella y se puso de rodillas de un traspiés. Le aplastó los pechos con un antebrazo pesado como una losa y le bajó a la fuerza los pantalones que llevaba debajo de sus faldas.

Ludmila forcejeó y chilló.

La relación de poder era como sigue: si Aleksandr la sodomizaba, se le podría convencer con mayor facilidad para que firmara el cupón de su pensión y aquella noche aparecería pan en la mesa de la familia. Si ella no se resistía a ser enculada -si se ponía en cuclillas, resplandeciendo sonrosada sobre la nieve, o bien de pie y doblada hacia delante, abriéndose el trasero con las manos-, también aparecería cerdo en la mesa. Y si ella lubricaba el aire con gemidos lujuriosos, tal vez habría incluso Fanta de naranja.

Ludmila cerró los ojos con fuerza y sintió que las manos de él la sujetaban como si fuera una niña a lomos de un burro. Recordó la mueca que ponía él después de un chiste y le pareció oír los gemidos diminutos que solía soltar entre las risas entrecortadas. Aquello despertó un instinto de abrazarlo con fuerza, de drenar su dolor y de devolverle su bienestar. Intentó resistirse a aquel instinto, pero éste volvió con fuerza.

Aleksandr se abrió el botón de los pantalones y le arrancó a ella uno de sus guantes.

– Cógela con la mano: cógela fuerte, métete dentro a tu salvador. -Él la puso boca abajo y le abofeteó rítmicamente las nalgas, dejándoselas rojas como nectarinas.

Pero cuando Ludmila sintió la respiración pastosa de él en el cuello y oyó aquellos gemidos que uno hace cuando tiene los ojos cerrados, algo dentro de ella se rompió. Se giró debajo de su abuelo, cogió el guante y se lo embutió en la garganta.

Aleksandr tuvo una arcada y el guante se le hundió más. Ella vio cómo se arqueaba, se inflaba y vomitaba hacia dentro. El ceño se le elevó bruscamente, el cuerpo se le tensó y se le retorció. Ella lo empujó lejos, como a una serpiente que hubiera encontrado en la cama, y dejó escapar un sollozo entrecortado.

Ahora bien: si ella le metió un dedo en la garganta para intentar sacarle lo que se la obstruía, y en caso de hacerlo, si se esforzó mucho en su intento, de eso no se acuerda. De lo único que se acuerda es del pelo de él, rígido bajo el viento como hierba muerta, y de una punzada gélida en los márgenes del ojo. Por mucho que durara el momento de aquella frontera personal -porque fue una frontera en el sentido más grandioso, una evolución crucial para ella y para la cultura que la rodeaba-, un momento más tarde ella bajó la vista y vio a Aleksandr completamente quieto. Su cabeza ya no era más que otra roca en el Cáucaso. Ella estaba empapada de sudor.

No pasó mucho tiempo antes de que llegara resoplando por la cuesta el tractor de la familia. Se detuvo un momento a escuchar y arrancó de nuevo. Por fin apareció, debajo de las nubes del humo de la máquina, su hermano Maksimilian, una comadreja larguirucha enfundada en abrigos parecidos a alfombras.

– Milochka, ¿eres tú la que va pegando chillidos por ahí? -gritó-. ¿Tengo que ir hasta ahí para subirte? Tu familia ya tiene alucinaciones de pura hambre, de tanto esperarte.

Ludmila se secó la cara con una manga y hundió la cara boquiabierta de Aleksandr en la nieve.

– Bueno, ¿no puedes darte prisa? -gritó ella. Volvió a ponerle el pene lloroso en su sitio a su abuelo, le abrochó los pantalones y le pasó una mano por el pelo.

– ¡Ja! Escucha lo que te digo: si solamente haces los ruidos sin sentido de un jerbo, ¿cómo esperas que yo sepa que tengo que darme prisa?

– No son sin sentido, el abuelo se ha caído.

– ¿Qué quieres decir?

– ¡Espabila! Se ha caído y no se mueve.

Maksimilian estrujó el motor hasta sacarle un rugido hueco que sonó como una queja. La vieja máquina roja no se podía arrastrar más deprisa. Su mirada encontró la de su hermana y la sostuvo durante el minuto que al tractor le costó reunirlos.

– Ni siquiera te podemos mandar a que traigas al viejo de una colina. ¿Qué le has hecho?

– Nada, se ha caído solo.

– ¿Y entonces por qué da la impresión de que ha caído una granada alrededor de él?