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Michael Connelly

El Inocente

Título originaclass="underline" The Lincoln Lawyer

Traducción: Javier Guerrero

Ningún cliente asusta más que un hombre inocente.

J. Michael Haller, abogado penal

Los Ángeles, 1962

Primera parte. INTERVENCIÓN PREJUDICIAL

1

Lunes, 7 de marzo

El aire matinal procedente del Mojave a finales del invierno es el más limpio y vigorizante que se puede respirar en el condado de Los Ángeles. Lleva consigo el gusto de la promesa. Cuando el viento empieza a soplar desde el desierto me gusta dejar una ventana abierta en mi despacho. Hay gente que conoce esa costumbre mía, gente como Fernando Valenzuela. El fiador carcelero, no el famoso pitcher de béisbol. Me llamó cuando estaba llegando a Lancaster para asistir a una comparecencia de calendario a las nueve de la mañana. Debió de oír el silbido del viento a través de mi teléfono móvil.

– Mick -dijo-, ¿estás en el norte esta mañana?

– Por ahora sí -dije, al tiempo que subía la ventanilla para oírle mejor-. ¿Tienes algo?

– Sí, tengo algo. Creo que es un filón. Pero su primera comparecencia es a las once. ¿Podrás volver a tiempo?

Valenzuela tiene una oficina en Van Nuys Boulevard, a una manzana del edificio municipal que alberga dos juzgados y la prisión de Van Nuys. Llama a su negocio Liberty Bail Bonds. Su número de móvil, en neón rojo en el tejado de su establecimiento, puede verse desde el pabellón de máxima seguridad de la tercera planta de la prisión. Y está grabado en la pintura de la pared, junto a los teléfonos de pago de cada pabellón de la cárcel.

Podría decirse que su nombre también está grabado, y de manera permanente, en mi lista de Navidad. Al final del año regalo una lata de frutos secos salados a todos los que figuran en ella. Surtido navideño. Cada lata lleva una cinta y un lazo. Pero no contiene frutos secos, sino dinero en efectivo. Tengo un montón de fiadores carceleros en mi lista navideña. Como surtido navideño directamente del tupper hasta bien entrada la primavera. Desde mi último divorcio, a veces es lo único que tengo para cenar.

Antes de responder a la pregunta de Valenzuela pensé en la comparecencia de calendario a la que me dirigía. Mi cliente se llamaba Harold Casey. Si la lista de causas seguía un orden alfabético llegaría sin problema a una vista a las once en Van Nuys. Sin embargo, el juez Orton Powell estaba en su último periodo en la judicatura. Iba a retirarse. Eso significaba que ya no se enfrentaba a las presiones propias de la reelección como los que dependían de campañas privadas. Para demostrar su libertad -y posiblemente también como forma de vengarse de quienes lo habían mantenido políticamente cautivo durante doce años-, le gustaba complicar las cosas en su tribunal. A veces, el orden era alfabético; otras, alfabético inverso; en ocasiones, por fecha de entrada. Nunca sabías cuál sería el orden hasta que llegabas allí. No era nada raro que los abogados esperaran con impaciencia durante más de una hora en la sala de Powell. Al juez eso le complacía.

– Creo que podré llegar a las once -dije sin estar seguro-. ¿Cuál es el caso?

– El tipo ha de estar forrado. Domicilio en Beverly Hills, el abogado de la familia presentándose de entrada… Cosa seria, Mick. Le pidieron medio kilo y el abogado de su madre se ha presentado aquí dispuesto a firmar cediendo propiedades en Malibú como garantía. Ni siquiera pidió antes que rebajaran la fianza. Parece que no están muy preocupados por que se fugue.

– ¿De qué lo acusan? -pregunté.

No alteré mi tono de voz. El olor de dinero en el agua suele atraer a las pirañas, pero me había ocupado de Valenzuela las suficientes Navidades para saber que lo tenía en exclusiva. Podía actuar con tranquilidad.

– Los polis lo acusan de agresión con agravante, LCG e intento de violación, para empezar -respondió el fiador-. La fiscalía todavía no ha presentado cargos que yo sepa.

La policía normalmente exageraba los cargos. Lo que importaba era lo que los fiscales, en última instancia, llevaban a juicio. Siempre digo que los casos entran como un león y salen como un cordero. Una acusación que se incoaba como intento de violación, agresión con agravante y lesiones corporales graves podía terminar como un simple caso de lesiones. No me habría sorprendido, y no habría sido ningún filón. Aun así, si podía acceder al cliente y establecer mis honorarios en función de los cargos anunciados, saldría bien parado cuando el fiscal finalmente los rebajara.

– ¿Conoces los detalles? -pregunté.

– Presentaron los cargos anoche. Suena como una cita en un bar que acabó mal. El abogado de la familia dice que la mujer pretende sacar dinero. Lo clásico, la demanda civil que seguirá al caso penal. Pero no estoy seguro. Por lo que he oído le han dado una buena paliza.

– ¿Cómo se llama el abogado de la familia?

– Espera un segundo. Tengo su tarjeta por aquí.

Miré por la ventanilla mientras esperaba que Valenzuela encontrara la tarjeta de visita. Estaba a dos minutos del tribunal de Lancaster y a doce de mi comparecencia: Necesitaba al menos tres de esos minutos para hablar con mi cliente y darle la mala noticia.

– Vale, aquí está -dijo Valenzuela-. El nombre del tipo es Cecil C. Dobbs, Esquire. De Century City. ¿Ves? Te lo he dicho. Pasta.

Valenzuela tenía razón, pero no era la dirección del abogado lo que me hablaba a gritos de dinero, sino su nombre.

Conocía la reputación de C. C. Dobbs y suponía que en toda su lista de clientes no habría más de uno o dos cuyo domicilio no estuviera en Bel-Air o en Holmby Hills. Sus clientes eran de los lugares donde las estrellas parecen bajar por las noches para tocar a los ungidos.

– Dame el nombre del cliente -dije.

– Louis Ross Roulet.

Lo deletreó y lo anoté en un bloc.

– ¿Llegarás a tiempo, Mick? -preguntó Valenzuela.

Antes de responder, anoté el nombre de C. C. Dobbs en el bloc. Luego respondí a Valenzuela con otra pregunta.

– ¿Por qué yo? -dije-. ¿Preguntaron por mí? ¿O lo sugeriste tú?

Tenía que ir con cuidado con esa cuestión. Daba por sentado que Dobbs era la clase de profesional que acudiría al Colegio de Abogados de California en un suspiro si se encontraba con un abogado defensor penal que pagaba a fiadores por derivaciones de clientes. De hecho, empecé a preguntarme si todo el asunto no podía ser una operación de la judicatura en la que Valenzuela no había reparado. Yo no era uno de los hijos predilectos de la judicatura. Habían venido a por mí antes. En más de una ocasión.

– Le pregunté a Roulet si tenía abogado defensor penal, y dijo que no. Le hablé de ti. No lo forcé. Sólo le dije que eras bueno. Promoción discreta, ya ves.

– ¿Eso fue antes o después de que apareciera Dobbs?

– No, antes. Roulet me llamó esta mañana desde la prisión. Lo tenían en máxima seguridad y supongo que vio mi letrero. Dobbs apareció después. Le dije que estabas en el caso, le expliqué quién eras, y le pareció bien. Estará allí a las once. Verás cómo es.

No dije nada durante un buen rato. Me preguntaba hasta qué punto Valenzuela estaba siendo sincero conmigo. Un tipo como Dobbs tenía que contar con su propio abogado. Por más que no fuera su punto fuerte, tenía que disponer de un especialista en derecho penal en el bufete, o al menos en la recámara. Sin embargo, lo que explicaba Valenzuela parecía contradecirlo. Roulet acudió a él con las manos vacías. Eso me decía que en el caso había muchas cosas que no conocía.

– Eh, Mick, ¿estás ahí? -insistió Valenzuela.

Tomé una decisión, una decisión que a la larga me conduciría otra vez a Jesús Menéndez y que en cierto modo lamentaré durante muchos años. Pero en el momento en que la tomé era una decisión producto de la necesidad y la rutina.