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– ¿Cuánto retraso lleva el GPS? -pregunté.

– Es en tiempo real, tío. Es donde está ahora. Acaba de cruzar por debajo de la ciento uno. Puede que vaya a su casa, Mick.

– Lo sé, lo sé. Sólo espera hasta que cruce Ventura. La siguiente calle es Dickens. Si gira allí, entonces no va a su casa.

Me levanté y no sabía qué hacer. Empecé a pasear, con el teléfono fuertemente apretado contra la oreja. Sabía que aunque Teddy Vogel hubiera puesto a sus hombres en movimiento de inmediato, aún estaban a minutos de distancia. No me servían.

– ¿Y la lluvia? ¿Afecta al GPS?

– Se supone que no.

– Es un alivio.

– Se ha parado.

– ¿Dónde?

– Debe de ser un semáforo. Creo que es Moorpark Avenue.

Eso estaba a una manzana de Ventura y a dos antes de Dickens. Oí un pitido en el teléfono.

– ¿Qué es eso?

– La alarma de diez manzanas que me has pedido que pusiera.

El pitido se detuvo.

– Lo he apagado.

– Te llamo ahora mismo.

No esperé su respuesta. Colgué y llamé al móvil de Maggie. Respondió de inmediato.

– ¿Dónde estás?

– Me has pedido que no te lo dijera.

– ¿Has salido del apartamento?

– No, todavía no. Hayley está eligiendo unos lápices y unos libros para colorear que quiere llevarse.

– Maldita sea. ¡Sal de ahí! ¡Ahora!

– Vamos lo más deprisa que podemos…

– ¡Salid! Te volveré a llamar. Asegúrate de que respondes.

Colgué y volví a llamar a Valenzuela.

– ¿Dónde está?

– Ahora está en Ventura. Debe de haber pillado otro semáforo en rojo, porque no se mueve.

– ¿Estás seguro de que está en la calle y no aparcado?

– No, no estoy seguro. Podría… No importa, se está moviendo. Mierda, ha girado en Ventura.

– ¿En qué dirección?

Empecé a caminar, con el teléfono apretado contra mi oreja con tanta fuerza que me dolía.

– A la derecha, eh…, al oeste. Va en dirección oeste.

Estaba circulando en paralelo a Dickens, a una manzana de distancia, en la dirección del apartamento de mi hija.

– Acaba de pararse otra vez -anunció Valenzuela-. No es un cruce. Parece en medio de la manzana. Creo que ha aparcado.

Me pasé la mano libre por el pelo como un hombre desesperado.

– Mierda, he de irme. Mi móvil está muerto. Llama a Maggie y dile que va hacia ella. Dile que se meta en el coche y que se largue de allí.

Grité el número de Maggie y dejé caer el teléfono al salir de la cocina. Sabía que tardaría un mínimo de veinte minutos en llegar a Dickens -y eso tomando las curvas de Mulholland a cien por hora en el Lincoln-, pero no quería quedarme gritando órdenes al teléfono mientras mi familia estaba en peligro. Cogí la pistola de la mesa y me puse en marcha. Me la estaba guardando en el bolsillo lateral de la americana cuando abrí la puerta.

Mary Windsor estaba allí de pie, con el pelo mojado por la lluvia.

– Mary, ¿qué…?

Ella levantó la mano. Yo bajé la mirada y vi el brillo metálico de la pistola justo en el momento en que disparó.

46

El sonido fue ensordecedor y el destello tan brillante como el de una cámara. El impacto de la bala fue como imagino que será la coz de un caballo. En una fracción de segundo pasé de estar de pie a ser empujado hacia atrás. Golpeé con fuerza el suelo de madera y fui impulsado a la pared, junto a la chimenea del salón. Traté de llevarme ambas manos al agujero en mis tripas, pero mi mano derecha continuaba en el bolsillo de la chaqueta. Me sostuve con la izquierda y traté de sentarme.

Mary Windsor entró en la casa. Tuve que mirarla. A través de la puerta abierta vi que la lluvia caía detrás de ella. Levantó el arma y me apuntó a la frente. En un momento de destello vi el rostro de mi hija y supe que iba a abandonarla.

– ¡Ha tratado de arrebatarme a mi hijo! -gritó Windsor-. ¿Creía que iba a permitir que lo hiciera como si tal cosa?

Y entonces lo supe. Todo cristalizó. Supe que le había dicho palabras similares a Levin antes de matarlo. Y supe que no había habido ninguna violación en una mansión vacía de Bel-Air. Ella era una madre haciendo lo que tenía que hacer. Recordé entonces las palabras de Roulet. «Tiene razón en una cosa. Soy un hijo de puta.»

Y supe también que el último gesto de Levin no había sido para hacer la señal del demonio, sino para hacer la letra M o W, según como se mirara.

Windsor dio otro paso hacia mí.

– Váyase al infierno -dijo.

Ajustó la mano para disparar. Yo levanté mi mano derecha, todavía enredada en mi chaqueta. Debió de pensar que era un gesto de defensa, porque no se dio prisa. Estaba saboreando el momento. Lo sé. Hasta que yo disparé.

El cuerpo de Mary Windsor trastabilló hacia atrás con el impacto y aterrizó sobre su espalda en el umbral. Su pistola repiqueteó en el suelo y oí un lamento agudo. En ese mismo momento oí el ruido de pies que corrían en los escalones de la terraza delantera.

– ¡Policía! -gritó una mujer-. ¡Tiren las armas!

Miré a través de la puerta y no vi a nadie.

– ¡Tiren las armas y salgan con las manos en alto!

Esta vez fue un hombre el que había gritado y reconocí la voz.

Saqué la pistola del bolsillo de mi chaqueta y la dejé en el suelo. La aparté de mí.

– El arma está en el suelo -grité lo más alto que pude hacerlo con un boquete en el estómago-. Pero me han herido. No puedo levantarme. Los dos estamos heridos.

Primero vi el cañón de un arma apareciendo en el umbral. Luego una mano y por último un impermeable negro mojado. Era el detective Lankford. Entró en la casa y rápidamente lo siguió su compañera, la detective Sobel. Al entrar, Lankford apartó la pistola de Windsor de una patada. Continuó apuntándome con su propia arma.

– ¿Hay alguien más en la casa? -preguntó en voz alta.

– No -dije-. Escúcheme.

Traté de sentarme, pero el dolor se transmitió por mi cuerpo, y Lankford gritó.

– ¡No se mueva! ¡Quédese ahí!

– Escúcheme. Mi fami…

Sobel gritó una orden en una radio de mano, pidiendo ambulancias para dos personas heridas de bala.

– Un transporte -la corrigió Lankford-. Ella ha muerto.

Señaló con la pistola a Windsor.

Sobel se metió la radio en el bolsillo del impermeable y se me acercó. Se arrodilló y apartó mi mano de la herida. Me sacó la camisa por fuera de los pantalones para poder levantarla y ver la herida antes de volver a colocar mi mano sobre el agujero de bala.

– Apriete lo más fuerte que pueda. Sangra mucho. Hágame caso, apriete con fuerza.

– Escúcheme -repetí-, mi familia está en peligro. Han de…

– Espere.

Ella buscó en su impermeable y sacó un teléfono móvil de su cinturón. Lo abrió y pulsó una tecla de marcado rápido. El receptor de la llamada contestó de inmediato.

– Soy Sobel. Será mejor que lo detengáis otra vez. Su madre acaba de dispararle al abogado. Él llegó antes.

Sobel escuchó un momento y preguntó.

– Entonces, ¿dónde está?

La detective escuchó un poco más y se despidió. Yo la miré en cuanto ella cerró el teléfono.

– Lo detendrán. Su hija está a salvo.

– ¿Lo estaban vigilando?

Sobel asintió con la cabeza.

– Nos hemos aprovechado de su plan, Haller. Tenemos mucho sobre él, pero esperábamos tener más. Le dije que queríamos solucionar el caso Levin. Esperábamos que si lo dejábamos suelto nos mostraría su truco, nos mostraría cómo llegó a Levin. Pero creo que la madre acaba de resolvernos el misterio.

Entendí. Incluso con la sangre y la vida yéndose por la herida de mi estómago logré entenderlo. Soltar a Roulet había sido una trampa. Esperaban que viniera a por mí, revelando el método que había usado para burlar el sistema GPS del brazalete del tobillo cuando había matado a Raúl Levin. Sólo que él no había matado a Raúl. Su madre lo había hecho por él.