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– No os servirá de nada. Adopta muchos nombres.

– En ese caso, dádnoslos todos.

Dudé unos instantes. Desde luego, no deseaba implicar a mi valioso familiar. Pero como sabía que si me negaba lo considerarían prueba de mi contumacia, no tuve más remedio que facilitarles los nombres. A fin de cuentas, lo hice para defender a un hombre; era preferible que fuera públicamente identificado como un siervo del Santo Oficio que condenado como hereje.

Asimismo proporcioné a Pierre-Julien una effictio del familiar, pidiéndole que obrara con prudencia si se proponía interrogar al huidizo «S» en calidad de testigo.

– Si os habéis propuesto detener a ese hombre, no reveléis a nadie el motivo -dije-. Arrestadlo por ser un perfecto, no un espía.

– ¿Es un perfecto?

– Finge ser un perfecto.

– ¿Y él os dio el tratado sobre la pobreza?

– Por supuesto que no. ¿Por qué iba un perfecto cátaro a tener en su poder un libro de Pierre Jean Olieu?

– ¡Aja! ¡Así que reconocéis que es un perfecto!

– ¡Uf!-exclamé irritado-. Padre Hugues, este despropósito ha durado demasiado. Sabéis que los cargos son infundados. ¿Aceptáis comparecer como mi compurgador? No seréis el único.

El prior me miró con expresión sombría y guardó silencio durante unos momentos. Luego arrugó el ceño, suspiró y respondió indirectamente:

– Bernard, sé de dónde procede ese tratado. Vos mismo me lo dijisteis, ¿no os acordáis? Y sé adonde os han conducido vuestras pasiones. -Cuando le miré horrorizado, el prior añadió-: Quizás os han llevado más lejos de lo que supuse. Os lo advertí, Bernard. Lo hemos comentado en muchas ocasiones.

– ¿Habéis…?

– No. No he roto el sello de la confesión. Tan sólo he expresado mis dudas.

– ¿Vuestras dudas? -repliqué furioso. No, ese término no describe con acierto mi cólera. Estaba fuera de mí. Indignado. Le habría asesinado con mis propias manos-. ¡Cómo os atrevéis! ¿Cómo os atrevéis a juzgarme vos, un insensato, bulboso y pusilánime analfabeto?

– Hermano…

– ¡Y yo voté a favor de que os aceptaran en el priorato! ¡Para que me traicionarais con esa cabeza de mosquito que tenéis! ¡Responderéis por esto, Hugues, ante Dios y el superior general!

– ¡Siempre habéis sido rebelde! -gritó el prior-. En el asunto de Durand de Saint Pourcain y su obra…

– ¿Estáis loco? ¡Durand de Saint Pourcain! ¡Una discrepancia sobre definiciones!

– ¡Podéis ser heterodoxo! ¡No lo neguéis!

– ¡Lo niego rotundamente!

– ¿Eso es lo que alegáis? -intervino de pronto Pierre-Julien-. ¿Hacemos constar que os declaráis inocente, padre Bernard?

Durante unos momentos le miré confundido. Entonces vi al notario aguardando y espeté:

– ¡Inocente! ¡Sí, soy inocente! ¡Otros comparecerán como mis compurgadores! ¡Inquisidores! ¡Priores! ¡Canónigos! ¡No ando escaso de amigos y en caso necesario apelaré al papa! ¡Todo el mundo se enterará de esta abyecta conjura!

Pero por más que proferí esas amenazas, sabía que eran vanas. Me llevaría tiempo reunir a un nutrido número de personas dispuestas a apoyarme, y apenas disponía de tiempo. Mientras escribía y mandaba las cartas, mi amada correría un grave peligro; Pierre-Julien emplearía el potro sin contemplaciones, de eso estaba seguro. Por tanto, mientras profetizaba la condenación eterna para mis enemigos, simultáneamente apliqué mi facultad de razonar a las posibilidades de huir.

Analicé las armas que me quedaban, y me pregunté cómo podía emplearlas.

– ¿Cómo os llamáis, mujer? -preguntó Pierre-Julien.

Oí a Alcaya responder que se llamaba Alcaya de Rasiers.

– Alcaya de Rasiers, se os acusa del delito de herejía contumaz. ¿Juráis sobre los sagrados Evangelios decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad en relación con el delito de herejía?

– Alcaya -interrumpí-, debes solicitar tiempo para reflexionar. Debes solicitar pruebas de infamia.

– ¡Silencio! -El senescal me propinó un empujón con un movimiento brusco y agresivo-. El padre Pierre-Julien ha terminado con vos.

– ¿Pruebas de infamia? -preguntó Alcaya, claramente perpleja, Pero no pude aclararle ese concepto, porque Pierre-Julien le colocó los Evangelios debajo de las narices y le ordenó que jurara.

– ¡Jurad! -dijo-. ¿O es que sois hereje y teméis jurar?

– No, estoy dispuesta a jurar, aunque jamás mentiría.

– Entonces jurad,

Alcaya obedeció, mirando sonriente el texto sagrado, y tuve miedo. Pues sabía que, de todas las mujeres, Alcaya era la que se había desviado más del camino de la ortodoxia durante su vida, Y sabía que no trataría de ocultar este hecho a sus torturadores.

– Alcaya de Rasiers -prosiguió Pierre-Julien-, ¿habéis oído alguna vez a alguien difundir la creencia y afirmar que Cristo y sus apóstoles no poseían nada, ni personalmente ni en común?

– Alcaya -dije presuroso, antes de que la anciana pudiera responder y se condenara con su propia lengua-, debes pedir tiempo para reflexionar. Debes exigir pruebas de infamia.

– ¡Silencio! -Esta vez el senescal me golpeó en la cabeza con una mano y yo me volví hacia él y le golpeé en el brazo.

– Si volvéis a ponerme una mano encima -le advertí-, pagaréis por ello.

Roger me miró con ojos centelleantes.

– ¿De veras? -preguntó esbozando una sonrisa siniestra.

Pierre-Julien solicitó entonces que me desalojaran de la sala, y Roger se mostró encantado de hacerlo personalmente. Como es natural, quería averiguar mi destino; como es natural, apelé al prior para que me ayudara. Pero el senescal me lo impidió por la fuerza, asiéndome de los brazos con el fin de expulsarme de la estancia.

¿Qué habríais hecho vos? ¿Condenarme por pisar el pie del senescal o, cuando relajó la fuerza con que me asía, asestarle un codazo en las costillas? Tened presente que yo había sido traicionado de un modo cruel por ese hombre, al que durante mucho tiempo había considerado mi amigo. Tened presente que ambos estábamos enzarzados en un combate a muerte, que como es natural se manifestaba en actos de violencia física.

El caso es que le ataqué, y él me atacó a mí. Por supuesto, yo no confiaba en salir vencedor. Aunque era más alto que el senescal, era más débil y no había sido instruido en las artes de la lucha. Por lo demás, no tenía a unos sargentos que me respaldaran. Cuando Roger se alejó trastabillando y acariciándose el pecho, dos soldados apostados en la puerta avanzaron al unísono y me cubrieron de golpes. Protegiéndome la cabeza con los brazos, caí de rodillas, vagamente consciente de las protestas horrorizadas de Johanna, antes de desplomarme de bruces debido a una patada que me asestaron entre los hombros.

Recuerdo que permanecí tendido boca abajo, temiendo el siguiente golpe, pero al cabo de unos instantes comprendí que no iba a producirse. Poco a poco, el zumbido en mis oídos cesó y empecé a oír otros sonidos: gritos, alaridos, súplicas de auxilio. A través de mis lágrimas de dolor presencié un altercado. Vi al senescal tratando de librarse de Babilonia, que le arañaba y mordía como un animal salvaje, mientras los sargentos corrían en su ayuda. Uno de ellos golpeó con el palo de su pica a Babilonia en la espalda y la joven cayó al suelo. Acto seguido Alcaya se interpuso entre la joven y el arma, Johanna se arrojó sobre el soldado y Pierre-Julien se ocultó debajo de una silla.

No recuerdo con claridad lo que ocurrió a continuación, pues creo que el golpe que recibí en esos momentos en la sien me hizo perder la memoria. Lo único que sé es que, aunque me dolía todo el cuerpo, traté de apartar a Johanna de la refriega.

Luego vi las estrellas y durante unos momentos nada más.

Según me dijeron, me derribó el mismo palo empleado contra Babilonia. También me dijeron que Johanna, creyendo durante unos instantes que yo estaba muerto, prorrumpió en unos lamentos tan desgarradores que todos los presentes se detuvieron de golpe, sin saber qué hacer. Los sargentos depusieron sus armas. El senescal me buscó nervioso el pulso, y Alcaya se puso a rezar. Al poco rato recobré el conocimiento, aunque me sentía aturdido, y la asamblea decidió, de mutuo acuerdo y en silencio, dispersarse hasta nueva orden.