Así fue como me encontré en el cuarto de guardia de la prisión, sin tener la más remota idea de lo que había ocurrido.
A los cautivos la libertad
Dormí y me desperté, dormí y me desperté. La primera vez que me desperté, con una intensa jaqueca, me acerqué trastabillando a la puerta y exigí una explicación: ¿por qué estaba encerrado en un lugar tan inhóspito? Durante unos minutos nadie respondió. Luego oí la voz de Pons en el pasillo; me dijo que yo era un hereje empecinado y un peligro para los demás. Quizás añadió algo más, pero no lo recuerdo. Mareado, volví a acostarme.
Cuando me desperté de nuevo, estaba más despejado. Sabía dónde me hallaba y por qué; por el tañido de las campanas, deduje que era sexta y me pregunté qué había ocurrido durante el tiempo transcurrido desde que había recibido el golpe en la cabeza. Estaba muy preocupado por Johanna. Asimismo, estaba sediento y tenía todo el cuerpo entumecido y dolorido. Cuando respiraba me dolía la espalda.
Tras incorporarme no sin dificultad, aporreé la puerta hasta que apareció Pons.
– ¿Qué queréis? -preguntó con aspereza.
– Quiero vino. Me duele todo. Ve al priorato en busca del hermano Amiel.
Tras una pausa, Pons respondió:
– Debo consultarlo con el padre Pierre-Julien.
– ¡Obedéceme!
– Ya no tengo que obedeceros, padre. Debo consultarlo con el padre Pierre-Julien.
Acto seguido Pons se marchó y comprendí que mis perspectivas eran poco halagüeñas. ¿Cómo iba a apelar al papa cuando mi petición de que me atendiera un enfermero era recibida de tan mala gana? Sin duda mi suerte sería el desprecio, el aislamiento y el abandono. En cuanto a mis escasos amigos, su amistad hacia mí tendría que ser inquebrantable para resistir la desaprobación del Santo Oficio.
Sentado en la cama que antes había ocupado Vitalia, medité sobre las alternativas que tenía. Éstas eran pocas e ingratas, pues comprendí con toda claridad que si no quería permanecer encerrado en la cárcel, perseguido por Pierre-Julien y atormentado por mis temores acerca de Johanna, tenía que fugarme. La mera idea me consternó: ¿cómo iba a fugarme? Los muros eran gruesos; el portal estaba custodiado por guardias; la puerta del cuarto de guardia estaba cerrada con llave y el único que poseía una llave era Pons. Entonces pensé que tendría que rescatar también a las mujeres y se me encogió el corazón. Sin duda, parecía una empresa imposible. Si estaban encerradas abajo, no sería difícil rescatarlas, ya que las puertas del murus largus estaban cerradas por fuera. Pero la puerta del cuarto de guardia, donde me hallaba yo, estaba cerrada con llave, y más allá de los muros de la prisión, la ciudad no ofrecía un refugio a un hereje que se había fugado.
No obstante, debía intentarlo. Cuando menos, debía tratar de averiguar el paradero de Johanna.
– ¡Pons! -grité-. ¡Pons!
Nadie respondió. Pero insistí hasta que la esposa del carcelero, resoplando y rezongando, me informó de que su marido había ido a ver a Pierre-Julien.
– ¿Qué queréis ahora? -me preguntó.
– Las mujeres… Si no están aquí conmigo, ¿dónde están?
– Abajo, naturalmente.
– ¿En el murus largus!
– Comparten una celda.
– ¿Y esa celda tiene una ventana?
– ¡Pues no! -contestó la mujer del carcelero, refocilándose-. Está situada en el ala sur, cerca de la escalera. No tiene ventanas. Es muy húmeda. Y vuestras amigas comen lo mismo que el resto de los prisioneros.
Estaba claro que mi petición de que las mujeres comieran a su mesa la había ofendido mucho. Quizás había sido una imprudencia por mi parte pedírselo. Si esa mujer se había convertido en mi enemiga, el único culpable era yo.
Mientras oía sus pasos alejándose por el pasillo, construí mentalmente un plano de la prisión, y comprendí que Johanna se encontraba prácticamente debajo de donde estaba yo. Pero el suelo era grueso y estaba bien precintado; no ofrecía ninguna rendija o grieta a través de la cual yo pudiera pasarle una nota o susurrarle un mensaje. Por lo demás, no disponía de los medios para escribir una nota. No tenía pluma ni pergamino. Si quería pedir ayuda a mis influyentes amigos, necesitaba los instrumentos con que hacerlo. ¿Y quién se atrevería a facilitármelos?
Durand, pensé. Durand me los facilitará.
Mientras reflexionaba sobre esto apareció el hermano Amiel, por cortesía de Pierre-Julien.
– Aquí está vuestro matasanos -declaró Pons, agitando sus llaves. Luego abrió la puerta, introdujo al hermano Amiel en el cuarto de un empujón y volvió a cerrar la puerta con llave-. Si me necesitáis, llamadme -dijo-¡Estaré en la cocina, al fondo del pasillo.
El hermano Amiel torció el gesto cuando el sonido de las llaves indicó que Pons se había retirado. Echó un vistazo por toda la habitación, con evidente disgusto, antes de mirarme. Al observar mi estado, sus pobladas cejas se elevaron casi hasta el nacimiento del pelo.
– Veo que alguien os ha dejado muy maltrecho, hermano Bernard.
– En efecto.
– ¿Dónde os duele?
Cuando se lo indiqué, el hermano Amiel me examinó para comprobar si tenía algún hueso roto. Al comprobar que no era así, pareció perder interés; dijo que los hematomas desaparecerían y la hinchazón remitiría. Me entregó un emplasto consistente en un paño de lino y una pasta, que extrajo de una bolsa de cuero.
– Hisopo, consuelda y ajenjo -dijo -. Un poco de mejorana. Y una poción para el dolor, pero es preciso calentarla. ¿Accederá a calentarla el carcelero?
– Lo dudo.
– En tal caso guardadla un rato debajo de la ropa. Puede que baste el calor de vuestro cuerpo. -Tras depositar en mi mano un frasco de loza de barro tapado con un corcho, dijo que esperaría hasta que me hubiera bebido la poción-. Dicen que sois un hereje -añadió-. ¿Es cierto?
– No.
– Yo no lo creí. Y así se lo dije al hermano Pierre-Julien.
– ¿Cuándo?
– Ayer por la mañana. Habló con todos los hermanos, uno tras otro. Nos preguntó por vos. -Amiel se expresó con tono indiferente; siempre me había parecido un hombre más interesado en los muertos que en los vivos-. Me preguntó por mi liebre.
– ¿Vuestra liebre?
– Mi liebre embalsamada.
– Ah. -Debí suponerlo-. Os aconsejo que os andéis con cuidado -le recomendé-. El padre Pierre-Julien tiene unas ideas muy raras sobre los animales muertos.
– ¿Cómo?
– Ve hechicería por todas partes. Andaos con cuidado. No es una persona racional.
Pero el hermano Amiel era demasiado prudente, o quizás indiferente, para seguir hablando del tema. No se lo reprochaba; no conviene denigrar a un inquisidor en las dependencias del Santo Oficio. Inquirió sobre el color de mi orina y observó que el cuarto de guardia era frío. Le pregunté si la poción me daría sueño y respondió afirmativamente.
– Entonces prefiero no bebería -contesté-. Debo estar bien despejado, hermano. Tengo que escribir unas cartas.
– Como queráis. -Con un ademán que indicada que no se responsabilizaba de mi bienestar, Amiel volvió a guardar la poción en su bolsa-. Procurad descansar. Si se produce una hemorragia o tenéis fiebre, mandadme llamar. Pero de momento no puedo hacer nada más por vos…