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– No dijo casi nada. Le preocupaba que yo no me acordara de ella, como a esos tipos que me encuentro de vez en cuando y me dicen: «Billy, ¿no te acuerdas de mí? Tocamos juntos en Boston el cincuenta y cuatro.» Así me habló ella, pero yo me acordaba. Me acordé cuando le vi las piernas. Puedo reconocer a una mujer entre veinte mirándole sólo las piernas. En los teatros hay muy poca luz, y uno no ve las caras de las mujeres que hay sentadas en la primera fila, pero sí sus piernas. Me gusta mirarlas mientras toco. Las veo mover las rodillas y golpear el suelo con los tacones para llevar el ritmo.

– ¿Por qué te dio la carta? Tiene puestos los sellos.

– Ella no llevaba tacones. Llevaba unas botas planas, manchadas de barro. Unas botas de pobre. Tenía mejor aspecto que cuando me la presentaste aquí.

– ¿Por qué tenías que ser tú quien me diera la carta?

– Supongo que le mentí. Ella quería que tú la recibieras cuanto antes. Sacó del bolso el tabaco, el lápiz de labios, un pañuelo, todas esas cosas absurdas que llevan las mujeres. Lo dejó todo en la mesa del camerino y no encontraba la carta. Hasta un revólver tenía. Se arrepintió antes de sacarlo, pero yo lo vi.

– ¿Tenía un revólver?

– Un treinta y ocho reluciente. No hay nada que una mujer no pueda llevar en el bolso. Por fin sacó la carta. Yo le mentí. Ella quería que lo hiciera. Le dije que iba a verte en un par de semanas. Pero luego me marché del club y vino todo aquello de Nueva York… Puede que no le mintiera entonces. Supongo que pensaba venir a verte y que me equivoqué de avión. Pero no perdí tu carta, muchacho. La guardé en el doble fondo, como en los viejos tiempos…

Al día siguiente Biralbo despidió a Billy Swann con una doble sospecha de orfandad y de alivio. En el vestíbulo de la estación, en la cantina, en el andén, intercambiaron promesas embusteras: que Billy Swann abandonaría provisionalmente el alcohol, que Biralbo escribiría una carta blasfema para despedirse de las monjas, que iban a verse en Estocolmo dos o tres semanas más tarde. Biralbo no escribiría más cartas a Berlín, porque contra el amor de las mujeres no cabía mejor remedio que el olvido. Pero cuando el tren se alejó Biralbo entró de nuevo en la cantina y leyó por sexta o séptima vez aquella carta de Lucrecia, eludiendo sin éxito la melancolía de su apresurada frialdad: diez o doce líneas escritas en el reverso de un plano de Lisboa. Lucrecia aseguraba que regresaría pronto y le pedía disculpas por no haber encontrado otro papel donde escribirle. El plano era una borrosa fotocopia en la que había, hacia la izquierda, un punto retintado en rojo y una palabra escrita con una letra que no pertenecía a Lucrecia: Burma.

Capítulo VI

Que Floro Bloom no hubiera cerrado todavía el Lady Bird era inexplicable si uno ignoraba su inveterada pereza o su propensión a las formas más inútiles de la lealtad. Parece que su verdadero nombre era Floreaclass="underline" que venía de una familia de republicanos federales y que hacia 1970 fue feliz en algún lugar del Canadá, a donde llegó huyendo de persecuciones políticas de las que no hablaba nunca. En cuanto a ese apodo, Bloom, tengo razones para suponer que se lo asignó Santiago Biralbo, porque era gordo y pausado y tenía siempre en sus mejillas una rosada plenitud muy semejante a la de las manzanas. Era gordo y rubio, verdaderamente parecía que hubiera nacido en el Canadá o en Suecia. Sus recuerdos, como su vida visible, eran de una confortable simplicidad: un par de copas bastaban para que se acordara de un restaurante de Quebec donde trabajó durante algunos meses, una especie de merendero en mitad de un bosque a donde acudían las ardillas para lamer los platos y no se asustaban si lo veían a éclass="underline" movían el hocico húmedo, las diminutas uñas, la cola, se marchaban luego dando menudos saltos sobre el césped y sabían la hora exacta de la noche en que debían regresar para apurar los restos de la cena. A veces uno estaba comiendo en aquel lugar y una ardilla se le posaba en la mesa. En la barra del Lady Bird, Floro Bloom las recordaba como si pudiera verlas ante sí con sus lacrimosos ojos azules. No se asustaban, decía, como refiriendo un prodigio. Moviendo el hocico le lamían la mano, como gatitos, eran ardillas felices. Pero luego Floro Bloom adquiría el gesto solemne de aquella alegoría de la República que guardaba en la trastienda del Lady Bird y establecía vaticinios: «¿Te imaginas que una ardilla se acercara aquí a la mesa de un restaurante? La degollaban, seguro, le hincaban un tenedor.»

Aquel verano, con los extranjeros, el Lady Bird conoció una tenue edad de plata. Floro Bloom asistía a ella con un poco de fastidio: inquieto y fatigado andaba atendiendo las mesas y la barra, casi no tenía tiempo de conversar con los habituales, quiero decir, con los que sólo muy de tarde en tarde pagábamos. Desde el otro lado de la barra miraba el bar con el estupor de quien ve su casa invadida por extraños, venciendo una íntima reprobación ponía los discos que le reclamaban, escuchaba con indiferencia ecuánime confesiones de borrachos que sólo hablaban en inglés, acaso pensaba en las ardillas dóciles de Quebec cuando parecía más perdido.

Contrató a un camarero: ensayó un gesto ensimismado ante la máquina registradora que lo eximía de atender a quienes no le importaban. Durante un par de meses, hasta principios de septiembre, Santiago Biralbo volvió a tocar el piano en el Lady Bird gozando de un ilimitado crédito en botellas de bourbon. La timidez o el presentimiento del fracaso me han vedado siempre los bares vacíos: aquel verano también yo volví al Lady Bird. Elegía una esquina apartada de la barra, bebía solo, hablaba de la Ley de Cultos de la República con Floro Bloom. Cuando Biralbo terminaba de tocar tomábamos juntos la penúltima copa. De madrugada caminábamos hacia la ciudad siguiendo la curva de luces de la bahía. Una noche, cuando adquirí mi sitio y mi copa en el Lady Bird, Floro Bloom se me acercó y limpió la barra mirando a un punto indeterminado del aire.

– Vuélvete y mira a la rubia -me dijo-. No podrás olvidarla.

Pero no estaba sola. Sobre sus hombros caía una melena larga y lisa que resplandecía en la luz con un brillo de oro pálido. Había en la piel de sus sienes una transparencia azulada. Tenía los ojos impasibles y azules y mirarla era como entregarse sin remordimiento a la frialdad de una desgracia. Posadas sobre sus largos muslos se movían las manos siguiendo el ritmo de la canción que tocaba Biralbo, pero la música no llegaba a interesarle, ni la mirada de Floro Bloom, ni la mía, ni la existencia de nadie. Estaba sentada contemplando a Biralbo como una estatua puede contemplar el mar y de vez en cuando bebía de su copa, o contestaba algo al hombre que tenía junto a ella, trivial como la explicación de un grabado.

– No faltan desde hace dos o tres noches -me informó Floro Bloom-. Se sientan, piden sus copas y miran a Biralbo. Pero él no se fija. Está enajenado. Quiere irse a Estocolmo con Billy Swann, no piensa más que en la música.

– Y en Lucrecia -dije yo, a uno nunca le falta clarividencia para juzgar las vidas de los otros.

– Cualquiera sabe -dijo Floro Bloom-. Pero mira a la rubia, mira a ese tipo que viene con ella.

Era tan grande y tan vulgar que uno tardaba un rato en darse cuenta de que también era negro. Siempre sonreía, no demasiado, lo justo como para que su vasta sonrisa no pareciese una afrenta. Bebían mucho y se marchaban al final de la música y él siempre dejaba sobre la mesa propinas desmedidas. Una noche vino a la barra para pedir algo y se quedó junto a mí. Entre los dientes sostenía un cigarro, por un instante me envolvió el olor del humo que expulsaba enérgicamente por la nariz. En una mesa del fondo, recostada en la pared, lo esperaba la rubia, perdida en el tedio y en la soledad. Se me quedó mirando con sus dos copas en la mano y dijo que me conocía. Un amigo común le había hablado de mí. «Malcolm», dijo, y luego mascó el cigarro y dejó las copas en la barra como para darme tiempo a que recordara. «Bruce Malcolm», repitió con el acento más extraño que yo haya escuchado nunca, y se apartó de un manotazo el humo de la cara. «Pero me parece que aquí le llamaban el americano.»

Hablaba como ejerciendo una parodia del acento francés. Hablaba exactamente igual que los negros de las películas y decía ameguicano y me paguece y nos sonreía a Floro Bloom y a mí como si hubiera mantenido con nosotros una amistad más antigua que nuestros recuerdos. Nos preguntó quién tocaba el piano y cuando se lo dijimos repitió admirativamente: Bigalbo. Llevaba una chaqueta de cuero. La piel de sus manos tenía la pálida y tensa textura del cuero muy gastado. Tenía el pelo crespo y gris y nunca cesaba de aprobar lo que veían sus grandes ojos vacunos. Moviendo mucho la cabeza nos pidió perdón y recobró sus copas: con notorio orgullo, con humildad, nos dijo que su secretaria lo estaba esperando. Sin duda es un hecho milagroso que sin dejar ninguna de las dos copas ni quitarse de la boca el cigarro depositara una tarjeta en la barra. Floro Bloom y yo la examinamos al mismo tiempo: Toussaints Morton, decía, cuadros y libros antiguos, Berlín.