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Hay hombres inmunes al ridículo y a la verdad que parecen resueltamente consagrados a la encarnación de una parodia. Por aquel tiempo yo pensaba que Toussaints Morton era uno de ellos: muy alto, exageraba su estatura con botas de tacón y usaba chaquetas de cuero y camisas rosadas con amplios cuellos picudos que casi le llegaban a los hombros. Anillos de muy dudosa pedrería y cadenas doradas relumbraban en su piel oscura y en el vello de su pecho. Mascando un cigarro hediondo agrandaba su sonrisa, y llevaba siempre en el bolsillo superior de la chaqueta un largo mondadientes de oro con el que solía limpiarse las uñas, y se las olía luego discretamente, como quien aspira rapé. Un impreciso olor manifestaba su presencia antes de que uno pudiera verlo o cuando acababa, de marcharse: era la mezcla del humo de su tabaco cimarrón y del perfume que envolvía a su secretaria como una, pálida y fría emanación de su melena lisa, de su inmovilidad, de su piel rosada y translúcida.

Ahora, al cabo de casi dos años, yo he vuelto a reconocer ese olor, que ya será para siempre el del pasado y el miedo. Santiago Biralbo lo percibió por primera vez una tarde de verano, en San Sebastián, en el vestíbulo del edificio donde vivía entonces. Se había levantado muy tarde, había comido en un bar cercano y no pensaba ir al centro, porque aquella noche, era miércoles, estaría cerrado el Lady Bird. Caminaba hacia el ascensor sosteniendo todavía la llave del buzón -seguía mirándolo varias veces al día, por si acaso se retrasaba el cartero- cuando una sensación de lejana familiaridad y extrañeza le hizo erguirse y mirar en torno suyo: un segundo antes de identificar el olor vio a Toussaints Morton y a su secretaria felizmente instalados en el sofá del vestíbulo. Sobre las rodillas juntas y desnudas de la secretaria permanecían el mismo bolso y la misma carpeta que llevaba dos o tres noches antes en la estación del Topo. Toussaints Morton abrazaba una gran bolsa de papel de la que sobresalía el cuello de una botella de whisky. Sonreía casi fieramente apretando el cigarro a un lado de la boca, sólo se lo quitó cuando se puso en pie para tenderle una de sus grandes manos a Biralbo: tenía el tacto de la madera bruñida por el uso. La secretaria, Biralbo supo luego que se llamaba Daphne, hizo un gesto casi humano cuando se levantó: echando a un lado la cabeza se apartó el pelo de la cara, le sonrió a Biralbo, únicamente con los labios.

Toussaints Morton hablaba en español como quien conduce a toda velocidad ignorando el código y haciendo escarnio de los guardias. Ni la gramática ni la decencia entorpecieron nunca su felicidad, y cuando no encontraba una palabra se mordía los labios, decía miegda y se trasladaba a otro idioma con la soltura de un estafador que cruza la frontera con pasaporte falso. Pidió disculpas a Biralbo por su intgomisión: se declaró devoto del jazz, de Art Tatum, de Billy Swann, de las tranquilas veladas en el Lady Bird: dijo que prefería la intimidad de los recintos pequeños a la evidente bobería de la muchedumbre -el jazz, como el flamenco, era una pasión de minorías-: dijo su nombre y el de su secretaria, aseguró que regentaba en Berlín un discreto y floreciente negocio de antigüedades, más bien clandestino, sugirió, si uno abre una tienda e instala un rótulo luminoso los impuestos rápidamente lo decapitan. Señaló vagamente la carpeta de su secretaria, la bolsa de papel que él mismo sostenía: en Berlín, en Londres, en Nueva York -sin duda Biralbo había oído hablar de la Nathan Levy Gallery-, Toussaints Morton era alguien en el negocio de los grabados y los libros antiguos.

Daphne sonreía con la placidez de quien escucha el ruido de la lluvia. Biralbo ya había abierto la puerta del ascensor y se disponía a subir solo al piso octavo, un poco aturdido, siempre le ocurría eso cuando hablaba con alguien después de estar solo durante muchas horas. Entonces Toussaints Morton retuvo ostensiblemente la puerta del ascensor apoyando en ella la rodilla y dijo, sonriendo, sin quitarse el cigarro de la boca:

– Lucrecia me habló mucho de usted allá en Berlín. Fuimos grandes amigos. Decía siempre: «Cuando no me quede nadie, todavía me quedará Santiago Biralbo.»

Biralbo no dijo nada. Subieron juntos en el ascensor, manteniendo un difícil silencio únicamente mitigado por la sonrisa irrompible de Toussaints Morton, por la fijeza de las pupilas azules de su secretaria, que miraba la rápida sucesión de los números iluminados como vislumbrando el paisaje creciente de la ciudad y su serena lejanía. Biralbo no les dijo que entraran: se internaron en el corredor de su casa con el complacido interés de quien visita un museo de provincias, examinando aprobadoramente los cuadros, las lámparas, el sofá donde en seguida se sentaron. De pronto Biralbo estaba parado ante ellos y no sabía qué decirles, era como si al entrar en su casa los hubiera encontrado conversando en el sofá del comedor y no acertara a expulsarlos ni a preguntar por qué estaban allí. Cuando pasaba muchas horas solo su sentido de la realidad se le volvía particularmente quebradizo: tuvo una breve sensación de extravío muy semejante a la de algunos sueños, y se vio a sí mismo parado ante dos desconocidos que ocupaban su sofá, intrigado no por el motivo de su presencia sino por los caracteres de la inscripción que había en la medalla de oro que llevaba al cuello Toussaints Morton. Les ofreció una copa: recordó que no tenía nada de beber. Gozosamente Toussaints Morton descubrió la mitad de la botella que traía y señaló la marca con su ancho dedo índice. Biralbo pensó que tenía dedos de contrabajista.

– Lucrecia siempre lo decía: «Mi amigo Biralbo sólo bebe el mejor bourbon.» Me pregunto si éste será lo bastante bueno para usted. Daphne lo encontró y me dijo: «Toussaints, es algo caro, pero ni en Tennessee lo encontrarás mejor.» Y la cuestión es que Daphne no bebe. Tampoco fuma, y no come más que verduras y pescado hervido. Díselo tú, Daphne, el señor habla inglés. Pero ella es muy tímida. Me dice: «Toussaints, ¿cómo puedes hablar tanto en tantos idiomas?» «¡Porque tengo que decir todo lo que no dices tú!», le contesto… ¿Lucrecia no le habla de mí?

Como si el impulso de su carcajada lo empujara hacia atrás Toussaints Morton apoyó la espalda en el sofá, posando una mano grande y oscura en las rodillas blancas de Daphne, que sonrió un poco, serena y vertical.

– Me gusta esta casa. -Toussaints Morton paseó una mirada ávida y feliz por el comedor casi vacío, como agradeciendo una hospitalidad largamente apetecida-. Los discos, los muebles, ese piano. De niño mi madre quería que yo aprendiera a tocar el piano. «Toussaints», me decía, «alguna vez me lo agradecerás». Pero yo no aprendí. Lucrecia siempre me hablaba de esta casa. Buen gusto, sobriedad. En cuanto lo vi a usted la otra noche se lo dije a Daphne: «Él y Lucrecia son almas gemelas.» Conozco a un hombre mirándolo una sola vez a los ojos. A las mujeres no. Hace cuatro años que Daphne es mi secretaria, ¿y cree usted que la conozco? No más que al presidente de los Estados Unidos…

«Pero Lucrecia nunca ha estado aquí», pensó lejanamente Biralbo: la risa y las incesantes palabras de Toussaints Morton actuaban como un somnífero sobre su conciencia. Aún estaba de pie. Dijo que iría a buscar vasos y un poco de hielo. Cuando les preguntó si querían agua, Toussaints Morton se tapó la boca como fingiendo que no podía detener la risa.

– Por supuesto que queremos agua. Daphne y yo pedimos siempre whisky con agua en los bares. El agua es para ella, el whisky para mí.

Cuando Biralbo volvió de la cocina Toussaints Morton estaba de pie junto al piano y hojeaba un libro, lo cerró de golpe, sonriendo, ahora fingía una expresión de disculpa. Por un instante Biralbo advirtió en sus ojos una inquisidora frialdad que no formaba parte de la simulación: ojos grandes y muertos, con un cerco rojizo en torno a las pupilas. Daphne, la secretaria, tenía las manos juntas y extendidas ante sí, con las palmas hacia abajo, y se miraba las uñas. Las tenía largas y sonrosadas, sin esmalte, de un rosa un poco más pálido que el de su piel.