– Permítame -dijo Toussaints Morton. Le quitó a Biralbo la bandeja de las manos y llenó dos vasos de bourbon, hizo como si al inclinar la botella sobre el vaso de Daphne recordara de pronto que ella no bebía. Dejó el suyo sobre la mesa del teléfono después de paladear ruidosamente el primer trago. Se hundió más en el sofá, confortado, casi hospitalario, prendiendo con amplia felicidad su cigarro apagado.
– Yo lo sabía -dijo-. Sabía cómo era usted antes de verlo. Pregúntele a Daphne. Le decía siempre: «Daphne, Malcolm no es el hombre adecuado para Lucrecia, no mientras viva ese pianista que se quedó en España.» Allá en Berlín Lucrecia nos hablaba tanto de usted… Cuando no estaba Malcolm, desde luego. Daphne y yo fuimos como una familia para ella cuando se separaron. Daphne se lo puede decir: en mi casa Lucrecia tenía siempre a su disposición una cama y un plato de comida, no fueron buenos tiempos para ella.
– ¿Cuándo se separó de Malcolm? -dijo Biralbo. Toussaints Morton lo miró entonces con la misma expresión que lo había inquietado cuando volvió al comedor con los vasos y el hielo, e inmediatamente rompió a reír.
– ¿Te das cuenta, Daphne? El señor se hace de nuevas. No necesario, amigo, ustedes ya no tienen que esconderse, no delante de mí. ¿Sabe que algunas veces fui yo quien echó al correo las cartas que le escribía Lucrecia? Yo, Toussaints Morton. Malcolm la quería, él era mi amigo, pero yo me daba cuenta de que ella estaba loca por usted. Daphne y yo conversábamos mucho sobre eso, y yo le decía, «Daphne, Malcolm es mi amigo y mi socio pero esa chica tiene derecho a enamorarse de quien quiera». Eso es lo que pensaba yo, pregúntele a Daphne, no tengo secretos para ella.
A Biralbo las palabras de Toussaints Morton comenzaban a producirle un efecto de irrealidad muy semejante al del bourbon: sin que él se diera cuenta habían bebido ya más de la mitad de la botella, porque Toussaints Morton no cesaba de volcarla con brusquedad sobre los dos vasos, manchando la bandeja, la mesa, limpiándolas en seguida con un pañuelo de colores tan largo como el de un ilusionista. Biralbo, que desde el principio sospechó que mentía, empezaba a escucharlo con la atención de un joyero no del todo indecente que se aviene por primera vez a comprar mercancía robada.
– No sé nada de Lucrecia -dijo-. No la he visto desde hace tres años.
– Desconfía. -Toussaints Morton movió melancólicamente la cabeza mirando a su secretaria como si buscara en ella un alivio para la ingratitud-. ¿Te das cuenta, Daphne? Igual que Lucrecia. No me sorprende, señor -se volvió digno y serio hacia Biralbo, pero en sus ojos había la misma mirada indiferente al juego y a la
simulación-. También ella desconfió de nosotros. Díselo, Daphne. Dile que se marchó de Berlín sin decirnos nada.
– ¿Ya no vive en Berlín?
Pero Toussaints Morton no le contestó. Se puso en pie muy trabajosamente, apoyándose en el respaldo del sofá, jadeando con el cigarro en la boca entreabierta. La secretaria lo imitó con un gesto automático, la carpeta como acunada entre los brazos, el bolso al hombro. Cuando se movía, su perfume se dilataba en el aire: había en él una sugerencia de ceniza y de humo.
– Está bien, señor -dijo Toussaints Morton, herido, casi triste. Al verlo de pie recordó Biralbo lo alto que era-. Lo entiendo. Entiendo que Lucrecia no quiera saber nada de nosotros. Hoy en día no significan nada los viejos amigos. Pero dígale que Toussaints Morton estuvo aquí y deseaba verla. Dígaselo.
Impulsado por una absurda voluntad de disculpa Biralbo repitió que no sabía nada de Lucrecia: que no estaba en San Sebastián, que tal vez no había regresado a España. Los tranquilos y ebrios ojos de Toussaints Morton permanecían fijos en él como en la evidencia de una mentira, de una innecesaria deslealtad. Antes de entrar en el ascensor, cuando ya se marchaban, le tendió a Biralbo una tarjeta: aún no pensaban regresar a Berlín, le dijo, se quedarían unas semanas en España, si Lucrecia cambiaba de opinión y quería verlos ahí le dejaban un teléfono de Madrid. Biralbo se quedó solo en el pasillo y cuando entró de nuevo en su casa cerró con llave la puerta. Ya no se escuchaba el ruido del ascensor, pero el humo de los cigarrillos de Toussaints Morton y el perfume de su secretaria aún permanecían casi sólidamente en el aire.
Capítulo VII
– Míralo -dijo Biralbo-. Mira cómo sonríe.
Me acerqué a él y aparté ligeramente la cortina para mirar a la calle. En la otra acera, inmóvil y más alto que quienes pasaban a su lado, Toussaints Morton miraba y sonreía como aprobándolo todo: la noche de Madrid, el frío, las mujeres quietas que fumaban cerca de él, al filo de la acera, apoyadas en un indicador de dirección, en la pared de la Telefónica.
– ¿Sabe que estamos aquí? -me aparté del balcón: me había parecido que la mirada de Toussaints Morton me alcanzaba, desde lejos.
– Seguro -dijo Biralbo-. Quiere que yo lo vea. Quiere que sepa que me ha encontrado.
– ¿Por qué no sube?
– Tiene orgullo. Quiere darme miedo. Lleva dos días ahí.
– No veo a su secretaria.
– Tal vez la ha mandado al Metropolitano. Por si yo salgo por otra puerta. Lo conozco. Todavía no quiere atraparme. Por ahora sólo pretende que yo sepa que no puedo escaparme de él.
– Apagaré la luz.
– Da igual. Él sabrá que seguimos aquí.
Biralbo echó del todo las cortinas y se sentó en la cama sin soltar el revólver. La habitación se me volvía cada vez más pequeña y oscura bajo la sucia luz de las mesas de noche. Sonó entonces el teléfono: era un modelo antiguo, negro y muy anguloso, de aspecto funeral. Parecía únicamente concebido para transmitir desgracias. Biralbo lo tenía al alcance de la mano: se lo quedó mirando y luego me miró a mí mientras sonaba, pero no lo descolgó. Yo deseaba que cada timbrazo fuera el último, pero volvía a repetirse tras un segundo de silencio, más estridente aún y más tenaz, como si lleváramos horas escuchando. Al fin cogí el teléfono: pregunté quién era y no me contestó nadie, luego escuché un pitido intermitente y agudo. Biralbo no se había movido de la cama: estaba fumando y ni siquiera me miraba, comenzó a silbar una lenta canción al mismo tiempo que expulsaba el humo. Me asomé al balcón. Toussaints Morton ya no estaba en la acera de la Telefónica.
– Volverá -dijo Biralbo-. Siempre vuelve.
– ¿Qué quiere de ti?
– Algo que yo no tengo.
– ¿Vas a ir al Metropolitano esta noche?
– No me apetece tocar. Llama tú de mi parte y pregunta por Mónica. Dile que estoy enfermo.
Hacía un calor insano en la habitación, el aire caliente zumbaba en los acondicionadores, pero Biralbo no se había quitado el abrigo, parecía que de verdad estuviera enfermo. Siempre lo veo con él en mis recuerdos de aquellos últimos días, siempre tendido en la cama, o fumando tras las cortinas del balcón, la mano derecha en el bolsillo del abrigo, buscando el tabaco, acaso la culata de su revólver. En el armario guardaba un par de botellas de whisky. Bebíamos en los vasos opacos del lavabo, metódicamente, sin atención ni placer, el whisky sin hielo me quemaba los labios, pero yo seguía bebiendo y casi nunca decía nada, sólo escuchaba a Biralbo y miraba de vez en cuando hacia la otra acera de la Gran Vía, buscando la alta figura de Toussaints Morton, estremeciéndome al confundirlo con cualquiera de los hombres de piel oscura que se detenían en las esquinas al anochecer. Desde la calle subía el miedo hacia mí como un sonido de sirenas lejanas: era una sensación de intemperie, de soledad y viento frío de invierno, como si los muros del hotel y sus puertas cerradas ya no pudieran defenderme.
Pero Biralbo no tenía miedo: no podía tenerlo, porque no le importaba lo que ocurriera en el exterior, al otro lado de la calle, tal vez mucho más cerca, en los corredores de su hotel, detrás de la puerta, cuando sonaban pasos amortiguados y llaves girando en una cerradura muy próxima y era un huésped desconocido e invisible al que luego oíamos toser en la habitación contigua. Con frecuencia limpiaba su revólver empleando en ello la desocupada atención de quien se lustra los zapatos. Recuerdo la marca inscrita en el cañón: Colt trooper 38. Tenía la extraña belleza de una navaja recién afilada, en su forma reluciente había una sugestión de irrealidad, como si no fuera un revólver que súbitamente podía disparar o matar, sino un símbolo de algo, letal en sí mismo, en su recelosa inmovilidad, igual que un frasco de veneno guardado en un armario.