– Ya no volvió a apetecerte -dijo Biralbo, sonriendo, para atenuar la queja inútil, la reprobación que él mismo advertía en su voz.
– Todos los días. -Lucrecia se echó el pelo hacia atrás, conteniéndolo con las manos apoyadas en las sienes-. Todos los días y a todas horas sólo pensaba en escribirte. Te escribía aunque no lo hiciera. Te iba contando todas las cosas a medida que me sucedían. Todas, incluso las peores. Incluso las que ni yo misma habría querido saber. Tú también dejaste de escribirme.
– Sólo cuando me devolvieron una carta.
– Me marché de Berlín.
– ¿En enero?
– ¿Cómo lo sabes? -Lucrecia sonrió: jugaba con un cigarrillo sin encender, con las gafas. En su atenta mirada había una distancia más definitiva y gris que la de la ciudad tendida en la bahía, dispersa tras las colinas y la bruma.
– Billy Swann te vio entonces. Acuérdate.
– Tú te acuerdas de todo. Siempre me daba miedo tu memoria.
– No me dijiste que pensabas separarte de Malcolm.
– No lo pensaba: una mañana me desperté y lo hice. Aún no ha terminado de creérselo.
– ¿Sigue en Berlín?
– Supongo. -En la mirada de Lucrecia había una resolución que por primera vez ignoraba la duda y el miedo: también la piedad, pensó Biralbo-. Pero no he sabido nada de él desde entonces.
– ¿A dónde te fuiste? -A Biralbo le daba miedo preguntar. Notaba que iba a llegar a un límite tras el que ya no se atrevería a seguir. Sin eludir su mirada Lucrecia guardó silencio: podía negar algo sin decir que no ni mover la cabeza, sólo mirando fijamente a los ojos.
– Quería ir a cualquier sitio donde él no estuviera. Ni él ni sus amigos.
– Uno de ellos estuvo aquí -dijo lentamente Biralbo-. Toussaints Morton.
Lucrecia hizo un brevísimo gesto de alarma que no llegó a conmover su mirada ni la línea delgada y rosa de sus labios. Por un instante miró en torno suyo como si temiera ver a Toussaints Morton sentado a una mesa cercana, acodado en la barra, sonriendo tras el humo de uno de sus chatos cigarros.
– Este verano, en julio -continuó Biralbo-. Creía que tú estabas en San Sebastián. Me dijo que erais grandes amigos.
– Él no es amigo de nadie, ni siquiera de Malcolm.
– Estaba seguro de que tú y yo vivíamos juntos -dijo Biralbo con melancolía y pudor, y cambió de tono en seguida-. ¿Tiene negocios con Malcolm?
– Trabaja solo, con esa secretaria suya, Daphne. Malcolm era una especie de asalariado. Malcolm ha sido siempre la mitad de importante de lo que él mismo piensa.
– ¿Te amenazó?
– ¿Malcolm?
– Cuando le dijiste que te ibas.
– No dijo nada. No se lo creía. No podía creer que una mujer lo dejara. Aún estará esperándome.
– A Billy Swann le pareció que tenías miedo de algo cuando fuiste a verle.
– Billy Swann bebe mucho. -Lucrecia sonrió de una manera que Biralbo desconocía: era como su forma de apurar una copa o de sostener un cigarro, señales del tiempo, de la tibia extrañeza, de una antigua lealtad gastada en el vacío-. No puedes imaginar mi alegría cuando supe que estaba en Berlín. No quería oírlo tocar, sólo que me hablara de ti.
– Ahora está en Copenhague. Me llamó el otro día: lleva seis meses sin beber.
– ¿Por qué no estás tú con él?
– Tenía que esperarte.
– No me voy a quedar en San Sebastián.
– Tampoco yo. Ahora puedo irme.
– Ni siquiera sabías que yo fuera a volver.
– A lo mejor es que no has vuelto.
– Estoy aquí. Soy Lucrecia. Tú eres Santiago Biralbo.
Lucrecia alargó sus manos sobre la mesa hasta unirlas con las de Biralbo, que permanecieron inmóviles. Le tocó la cara y el pelo como para reconocerlo con una certeza que no lograba la mirada. Acaso no la conmovía la ternura, sino la sensación de una mutua orfandad. Dos años más tarde, en Lisboa, durante una noche y un amanecer de invierno, Biralbo iba a aprender que eso era lo único que los vincularía siempre, no el deseo ni la memoria, sino el abandono, sino la seguridad de estar solos y de no tener ni la disculpa del amor fracasado.
Lucrecia miró su reloj, aún no dijo que debía marcharse. Ése fue casi el único gesto que él reconoció, la única inquietud de otro tiempo que recobraba intacta. Pero ahora Malcolm no estaba, no había razón para la clandestinidad y la premura. Lucrecia guardó los cigarrillos y el mechero y se puso las gafas.
– ¿Sigues tocando en el Lady Bird?
– Casi nunca. Pero si quieres tocaré esta noche. A Floro Bloom le gustará verte. Siempre me preguntaba por ti.
– No quiero ir al Lady Bird -dijo Lucrecia, ya en pie, subiéndose la cremallera del anorak-. No quiero ir a ningún sitio que me recuerde aquellos tiempos.
No se besaron al decirse adiós. Igual que hacía tres años, Biralbo vio cómo se alejaba el taxi donde ella iba, pero esta vez Lucrecia no se volvió para seguir mirándolo desde la ventanilla trasera.
Capítulo VIII
Volvió despacio a la ciudad, caminando junto a la barandilla del paseo Marítimo, salpicado a veces por la fría espuma deshecha en los rompientes. El hombre del abrigo oscuro y el sombrero aún estaba en el mismo lugar, mirando acaso a las gaviotas. Por la escalinata del Acuarium bajó al puerto de los pescadores, aturdido, hambriento, un poco ebrio, empujado por una exaltación moral que no se parecía ni a la felicidad ni a la desgracia, que era anterior o indiferente a ellas, como el deseo de comer algo o de fumar un cigarrillo. Mientras caminaba iba diciendo en voz baja los versos de una canción que Lucrecia había preferido siempre y que era una contraseña y una impúdica declaración de amor cuando ella y Malcolm entraban en el Lady Bird y Biralbo comenzaba a tocarla, no entera, sólo insinuándola, dispersando unas pocas notas indudables en otra melodía. Descubrió que esa música ya no lo emocionaba, que no aludía a Lucrecia ni al pasado, ni siquiera a él mismo. Recordó algo que le había dicho Billy Swann: «No le importamos a la música. No le importa el dolor o el entusiasmo que ponemos en ella cuando la tocamos o la oímos. Se sirve de nosotros, como una mujer de un amante que la deja fría.»
Aquella noche iba a cenar con Lucrecia. «Llévame a algún sitio nuevo», le había dicho ella, «a un lugar donde yo no haya estado nunca». Lo dijo como si exigiera no un restaurante, sino un país desconocido, pero ése era el modo en que ella había hablado siempre, poniendo una especie de apetencia heroica y deseo imposible en los más banales episodios de su vida. A las nueve volvería a verla, acababan de sonar las tres en los campanarios cercanos de Santa María del Mar: de nuevo el tiempo era para Biralbo como un lugar irrespirable, como las habitaciones de los hoteles donde hacía tres años se encontraba con Lucrecia cuando ella se iba y lo dejaba solo frente a la cama deshecha y al mar inmóvil que veía desde la ventana, ese mar de San Sebastián que en los atardeceres de invierno, desde la lejanía, es como una lámina vertical de pizarra. Deambuló por los soportales, entre redes apiladas y cajas vacías de pescado, hallando un vago alivio en los colores de las casas, amortiguados por el gris del aire, en las fachadas azules, en los postigos verdes o rojizos de las ventanas, en la alta línea de tejados que se extendían hacia las colinas del fondo. Era como si el regreso de Lucrecia le permitiera ver de nuevo la ciudad, que casi no había existido para sus pupilas mientras ella no estaba. Hasta el silencio que enaltecía sus pasos y los olores recobrados del puerto le confirmaban la proximidad de Lucrecia.