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– De modo que has venido -le dijo a Biralbo, y al abrazarlo se apoyó en él como un boxeador tramposo-. No quisiste tocar conmigo en Lisboa, pero has venido para verme morir.

– Vengo a pedirte trabajo, Billy -dijo Biralbo-. Me ha dicho Oscar que no tienes pianista.

– Lengua de Judas. -Sin quitarse las gafas Billy Swann hundió de nuevo la cabeza entre los almohadones-. Ni batería ni pianista. Nadie quiere tocar con un muerto. ¿Qué hacías en París?

– Leer novelas en la cama. Tú no estás muerto, Billy. Estás más vivo que nosotros.

– Explícale eso a Oscar y a la monja y al médico. Cuando entran aquí se empinan un poco para mirarme, como si ya me vieran en el ataúd.

– Tocaremos juntos el día doce, Billy. Como en Copenhague, como en los viejos tiempos.

– Qué sabes tú de los viejos tiempos, muchacho. Ocurrieron mucho antes de que tú nacieras. Otros murieron en el momento justo y llevan treinta años tocando en el Infierno o dondequiera que mande Dios a la gente como nosotros. Mírame, yo soy una sombra, yo soy un desterrado. No de mi país, sino de aquel tiempo. Los que quedamos fingimos que no hemos muerto, pero es mentira, somos impostores.

– Tú nunca mientes cuando tocas.

– Pero tampoco digo la verdad…

Cuando Billy Swann se echó a reír su cara se contrajo como en un espasmo de dolor. Biralbo recordó las fotografías de sus primeros discos, su perfil de pistolero o de héroe canalla con un mechón reluciente de brillantina entre los ojos. Eso era lo que el tiempo había hecho con su rostro: lo había contraído, hundiéndole la frente sobre la que todavía quedaba un resto de aquel mechón temerario, uniendo en una sola mueca como de cabeza reducida la nariz y la boca y el hendido mentón que casi desaparecía cuando Billy Swann tocaba la trompeta. Pensó que tal vez estaba muerto, pero que nadie lo había doblegado, nadie ni nada, nunca, ni siquiera el alcohol o el olvido.

Llamaron a la puerta. Oscar, que había permanecido junto a ella como un silencioso guardián, la abrió un poco para mirar quién era: en el resquicio apareció la cabeza móvil y alada de la monja, que examinó la habitación como si buscara whisky clandestino. Dijo que era muy tarde, que ya iba siendo hora de que dejasen dormir a mister Swann.

– Yo no duermo nunca, hermana -dijo Billy Swann-. Tráigame un frasco de vino consagrado o pídale al Dios de los católicos que me cure el insomnio.

– Vendré mañana a verte. -Biralbo, que guardaba el miedo infantil a las tocas blancas de las monjas, acató en seguida la obligación de marcharse-. Llámame si necesitas algo. A la hora que sea. Oscar tiene el teléfono de mi hotel.

– No quiero que vengas mañana. -Los ojos de Billy Swann parecían más grandes tras los cristales de las gafas-. Vete de Lisboa, mañana mismo, esta noche. No quiero que te quedes a esperar que me muera. Que se vaya Oscar contigo.

– Tocaremos juntos, Billy. El día doce.

– No querías venir a Lisboa, ¿te acuerdas? -Billy Swann se incorporó, apoyándose en Oscar, sin mirar a Biralbo, como un ciego-. Yo sé que te daba miedo y que por eso me contaste esa mentira de que ibas a tocar en París. No te arrepientas ahora. Sigues teniendo miedo. Hazme caso y márchate y no vuelvas la cabeza.

Pero era Billy Swann quien tenía miedo aquella noche, me dijo Biralbo, miedo a morir o a que alguien viera cómo se moría o a no estar solo en las horas finales de la consumación: miedo no sólo por sí mismo, sino también por Biralbo, quién sabe si únicamente por él, que no debía ver algo que Billy Swann ya había vislumbrado en la habitación de aquel sanatorio en el confín del mundo. Como para salvarlo de un naufragio o de la contaminación de la muerte le exigió que se fuera, y luego cayó sobre la almohada y la monja le subió el embozo y apagó la luz.

Cuando Biralbo llegó a la estación le sorprendió descubrir que sólo eran las nueve de la noche. Pensó que aquellos lugares, el sanatorio, el bosque, la aldea, el castillo de torres cónicas y muros ocultos por la hiedra, eran exclusivamente nocturnos, que nunca llegaba a ellos el amanecer o que se desvanecían como la niebla con la luz del sol. En la cantina bebió un aguardiente de color de ópalo y fumó un cigarrillo mientras esperaba la salida del tren. Con un poco de felicidad y de espanto se sintió perdido y extranjero, más que en Estocolmo o en París, porque los nombres de esas ciudades al menos existen en los mapas. Con la temible soberanía de quien está solo en un país extraño apuró otra copa de aguardiente y subió al tren, sabiendo el estado justo de consciencia que le otorgarían el alcohol, la soledad y el viaje. Dijo Lisboa cuando vio acercarse las luces de la ciudad como se dice el nombre de una mujer a la que uno está besando y que no le conmueve. En una estación que parecía abandonada el tren se detuvo junto a otro que avanzaba en dirección contraria. Sonó el silbato y los dos comenzaron a moverse muy lentamente, con un ruido de metales que chocaban sin ritmo. Biralbo, empujado hacia delante, miró las ventanillas del otro tren, rostros precisos y lejanos que no volvería a ver nunca, que lo miraban a él con una especie de simétrica melancolía. Sola en el último vagón, antes de las luces rojas y de la regresada oscuridad, una mujer fumaba con la cabeza baja, tan absorta en sí misma que ni siquiera había alzado los ojos para mirar hacia afuera cuando su tren se puso en marcha. Llevaba un chaquetón azul oscuro con las solapas levantadas y tenía el pelo muy corto. «Fue por el pelo», me dijo luego Biralbo, «por eso al principio no la reconocí». Inútilmente se puso en pie e hizo señales con la mano al vacío, porque su tren había ingresado vertiginosamente en un túnel cuando se dio cuenta de que durante un segundo había visto a Lucrecia.

Capítulo XIII

No recordaba cuánto tiempo, cuántas horas o días anduvo como un sonámbulo por las calles y escalinatas de Lisboa, por los callejones sucios y los altos miradores y las plazas con columnas y estatuas de reyes a caballo, entre los grandes almacenes sombríos y los vertederos del puerto, más allá, al otro lado de un puente ilimitado y rojo que cruzaba un río semejante al mar, en arrabales de bloques de edificios que se levantaban como faros o islas en medio de los descampados, en fantasmales estaciones próximas a la ciudad cuyos nombres leía sin lograr acordarse de aquella en la que había visto a Lucrecia. Quería rendir al azar para que se repitiera lo imposible: miraba uno por uno los rostros de todas las mujeres, las que se le cruzaban por la calle, las que pasaban inmóviles tras las ventanillas de los tranvías o de los autobuses, las que iban al fondo de los taxis o se asomaban a una ventana en una calle desierta. Rostros viejos, impasibles, banales, procaces, infinitos gestos y miradas y chaquetones azules que nunca pertenecían a Lucrecia, tan iguales entre sí como las encrucijadas, los zaguanes oscuros, los tejados rojizos y el dédalo de las peores calles de Lisboa. Una fatigada tenacidad a la que en otro tiempo habría llamado desesperación lo impulsaba como el mar a quien ya no tiene fuerzas para seguir nadando, y aun cuando se concedía una tregua y entraba en un café elegía una mesa desde la que pudiera ver la calle, y desde el taxi que a medianoche lo devolvía a su hotel miraba las aceras desiertas de las avenidas y las esquinas alumbradas por rótulos de neón donde se apostaban mujeres solas con los brazos cruzados. Cuando apagaba la luz y se tendía fumando en la cama seguía viendo en la penumbra rostros y calles y multitudes que pasaban ante sus ojos entornados con una silenciosa velocidad como de proyecciones de linterna mágica, y el cansancio no lo dejaba dormir, como si su mirada, ávida de seguir buscando, abandonara el cuerpo inmóvil y vencido sobre la cama y saliera a la ciudad para volver a perderse en ella hasta el final de la noche.