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– ¿Está solo, señor? -El camarero había vuelto con la bandeja vacía y lo miraba sin sonreír tras la barra de mármol. Tenía la cara muy larga y el pelo aplastado sobre la frente-. No hay por qué estarlo en el Burma.

– Gracias -dijo Biralbo-. Espero a alguien.

El camarero le sonrió con sus labios excesivamente rojos. No lo creía, desde luego, tal vez aspiraba a darle ánimos. Biralbo pidió una ginebra y se quedó mirando la barra simétrica del fondo. El mismo camarero, el mismo smoking con una hechura como de 1940, el mismo bebedor con los hombros caídos y las manos inmóviles junto a la copa. Casi lo alivió descubrir que no miraba un espejo porque el otro no estaba fumando.

– ¿Espera a una mujer? -El camarero hablaba un español eficaz y arbitrario-. Cuando llegue pueden pasar al veinticinco. Usted toca el timbre y yo le llevo las copas.

– Me gusta este lugar. Y su nombre -dijo Biralbo, sonriendo como un borracho solitario y leal. Lo inquietó pensar que el otro bebedor estaría diciéndole lo mismo al otro camarero. Pero el mayor mérito de la ginebra cruda y helada es que lo derriba a uno en seguida-. Burma. ¿Por qué se llama así?

– ¿El señor es periodista? -El camarero desconfiaba. Tenía una sonrisa de vidrio.

– Estoy escribiendo un libro. -Biralbo sintió con felicidad que al mentir no ocultaba su vida, que la iba inventando-. «La Lisboa nocturna.»

– No hace falta que lo cuente todo. A mis jefes no les gustaría.

– No pensaba hacerlo. Sólo pistas, ya sabe… Hay quien llega a una ciudad y no encuentra lo que busca.

– ¿El señor beberá otra ginebra?

– Me ha adivinado el pensamiento. -Después de tantos días sin hablar con nadie Biralbo notaba un impúdico deseo de conversación y de mentira-. Burma. ¿Hace mucho que está abierto?

– Casi un año. Antes era un almacén de café.

– Los dueños quebraron, supongo. ¿Entonces ya se llamaba así?

– No tenía nombre, señor. Ocurrió algo. Parece que el café no era el verdadero negocio. Vino la policía y rodeó el barrio entero. Se los llevaron esposados. El juicio salió en los periódicos.

– ¿Eran contrabandistas?

– Conspiraban. -El camarero se acodó frente a Biralbo y se acercó mucho a su cara, hablándole en voz baja, con sigilo teatral-. Algo de política. Burma era una sociedad secreta. Había armas aquí…

Sonó un timbre y el camarero cruzó el salón caminando como en contenidos pasos de baile hacia una puerta donde se había encendido la luz roja. El otro bebedor se descolgó lentamente de la barra del fondo y avanzó hacia la salida siguiendo una sospechosa línea recta. Sobre su cara se sucedían como fogonazos los tonos de la luz y de la penumbra. Era muy alto y sin duda estaba borracho, llevaba las manos hundidas en los bolsillos de un chaquetón de aire militar. No era portugués, tampoco español, ni siquiera parecía europeo. Tenía los dientes grandes y una barba recortada y rojiza, y la cara un poco aplastada y la peculiar curvatura de la frente le hacían parecerse de manera lejana a un saurio. Se paró ante Biralbo, meciéndose sobre sus grandes botas con hebillas, sonriéndole con aletargado estupor, con júbilo lento de borracho. Frente a la mirada de aquellos ojos azules la memoria de Biralbo retrocedió a los mejores días del Lady Bird, a los más antiguos, a la felicidad cándida y casi adolescente de ser amado por Lucrecia. «¿No te acuerdas de mí?», le dijo el otro, y él reconoció su risa, su acento perezoso y nasal. «¿Ya no te acuerdas del viejo Bruce Malcolm?»

Capítulo XIV

– Allí estábamos -dijo Biralbo-, el uno frente al otro, mirándonos con recelo, con simpatía, como dos conocidos que no llegaron a intimar y que tardan menos de cinco minutos en no saber qué decirse. Pero me era simpático. Tantos años odiándolo y al final resultaba que me complacía estar con él hablando de los viejos tiempos. A lo mejor la ginebra tuvo la culpa de todo. El caso es que cuando lo vi me dio un vuelco el corazón. Se acordaba de San Sebastián, de Floro Bloom, de todo. Pensé que nada une más a dos hombres que haber amado a la misma mujer. Y haberla perdido. Él también había perdido a Lucrecia…

– ¿Hablasteis de ella?

– Creo que sí. Al cabo de tres o cuatro ginebras. Miró el local y dijo: «Seguro que le gustaría a Lucrecia.»

Pero tardaron en decir ese nombre, lo rozaban siempre, se detenían cuando estaban a punto de pronunciarlo, como ante un círculo vacío que fingieran no ver, que se ocultaban mutuamente con alcohol y palabras, con preguntas y mentiras sobre los últimos tiempos e invocaciones a un pasado cuyos días cenitales eran indivisibles, porque el espacio vacío que tanto tardaron en atreverse a nombrar los aliaba como una antigua conjura. Pedían más ginebra, la penúltima siempre, decía Malcolm, que aún recordaba algunas bromas españolas, se remontaban a sucesos cada vez más lejanos, disputándose pormenores salvados del olvido, vanas exactitudes, la primera vez que se encontraron, el primer concierto de Billy Swann en el Lady Bird, los dry martinis de Floro Bloom, pura alquimia, dijo Malcolm, los cafés con nata del Viena, aquella vida sosegada de San Sebastián, parecía mentira que sólo hubieran pasado cuatro años, qué habían hecho desde entonces: nada, decadencia, sórdida madurez, astucia para eludir el infortunio, para ganar un poco más de dinero vendiendo cuadros o sobrevivir tocando el piano en clubes de ciudades demasiado frías, soledad, dijo Malcolm, con los ojos turbios, loneliness, apretando la copa entre sus dedos sombreados de vello rojizo como si quisiera romperla. Entonces Biralbo sintió miedo y frío y un desconsuelo como de vaticinio de resaca y pensó que tal vez Malcolm guardaba una pistola, aquella que Lucrecia había visto, la que se hincó una vez en el pecho de un hombre que estaba siendo estrangulado con un hilo de nilón… Pero no, quién creería esa historia, quién puede imaginar que los asesinos existan fuera de las novelas o de los noticiarios y que se sienten con uno a beber ginebra y le pregunten por amigos comunes en un sótano de Lisboa: estaban igual de solos y casi igual de ebrios, apresados por la misma cobardía y nostalgia, la única diferencia perceptible era que Malcolm no fumaba, y hasta eso los volvía cómplices, porque los dos recordaron los caramelos medicinales que en aquella época llevaba siempre Malcolm consigo, los regalaba a todo el mundo, también a Biralbo, que una noche había tirado y pisoteado uno en la puerta del Lady Bird, envenenado de rencor y de celos. De pronto Malcolm se quedó en silencio ante su copa vacía y miró a Biralbo sin levantar la cabeza, alzando sólo las pupilas.

– Pero yo siempre te envidié -dijo, en otro tono de voz, como si hasta entonces hubiera fingido que estaba borracho-. Me moría de envidia cuando tocabas el piano. Terminabas de tocar, te aplaudíamos, venías a nuestra mesa sonriendo, con tu copa en la mano, con aquella mirada de desprecio, sin fijarte en nadie.

– No era más que miedo. Todo me asustaba, tocar el piano, hasta mirar a la gente. Temía que se burlaran de mí.

– …envidiaba el modo en que te miraban las mujeres. -Malcolm seguía hablando sin oírlo-. No te importaban, tú ni siquiera las veías.

– Nunca creí que ellas me vieran -dijo Biralbo: sospechó que Malcolm le mentía, que le hablaba de otro.

– Incluso Lucrecia. Sí, también ella. -Se detuvo como a punto de revelar un enigma, bebió un trago de ginebra, limpiándose la boca con la mano-. Tú no te dabas cuenta, pero no he olvidado cómo te miraba. Subías a la tarima, tocabas unas notas y ya no existía para ella nada más que tu música. Recuerdo que pensé una vez: «Exactamente así es como desea un hombre que lo mire la mujer que ama.» Me dejó, ya sabes. Toda una vida juntos y me dejó tirado en Berlín.