Se volvió, Malcolm estaba a un paso, al otro lado de la puerta, en el relámpago de un solo gesto debía soltarse de la barandilla y alcanzar el vagón contiguo, sin mirar hacia abajo, sin ver cómo se movían las planchas metálicas sobre el vertiginoso y curvo sendero de guijarros que la oscuridad engullía como un pozo. Dio un salto con los ojos cerrados y la puerta se abrió y volvió a cerrarse tras él con un solo golpe hermético. Corrió por el vagón vacío hacia otra puerta y otra ventana ovaclass="underline" era posible que la sucesión de filas de asientos sin nadie y luces amarillas y abismos de sombra segada por el viento no terminara nunca, como si el tren viajara únicamente para que él fuera en busca de Lucrecia perseguido por Malcolm, a quien ya no veía, acaso él tampoco acertaba a salir del otro vagón. Oyó golpes, vio aparecer en el óvalo de cristal la cara de Malcolm, que daba patadas a la puerta, que ya había logrado abrirla y venía hacia él con el pelo desordenado por el viento, salió de nuevo a la oscuridad sujetándose con las dos manos a las barras heladas de la barandilla, pero más allá no había ninguna puerta, sólo un muro gris de metal, había llegado al enganche de la locomotora y Malcolm seguía lentamente acercándose a él, inclinado hacia delante, como si caminara contra el viento.
Recordó la pistola: al buscarla se dio cuenta de que la había dejado en el abrigo. Si el tren aminoraba la marcha tal vez se atrevería a saltar. Pero el tren corría como arrojado a una pendiente y Malcolm ya estaba abriendo la única puerta que lo separaba de él. Apoyó la espalda en el metal ondulado y lo vio acercarse como si no fuera a llegar nunca, como si la velocidad del tren los separara. En las manos abiertas de Malcolm no estaba la pistola. Movía los labios, tal vez gritaba algo, pero el viento y el ruido de la locomotora desvanecían sus palabras, el coraje inútil de la ira. Con las piernas muy separadas y las manos abiertas se lanzó sobre Biralbo o fue empujado contra él. No peleaban, era como si se estuvieran abrazando o se apoyaran torpemente el uno en el otro para no caer. Resbalaban sobre la plataforma y caían de rodillas y se levantaban enredándose para caer de nuevo o ser impulsados al mismo tiempo hacia el vacío. Biralbo escuchaba una respiración que no sabía si era suya o de Malcolm, sucias palabras en inglés que tal vez pronunciaba él mismo. Notaba manos y uñas y golpes y el peso de un cuerpo y la lejana sensación de que su cabeza era sacudida contra aristas metálicas. Se puso en pie, vio luces, algo cálido y húmedo que resbalaba por su frente lo cegó: se limpió los ojos con la mano y vio a Malcolm incorporarse junto a él tan despacio como si emergiera de un lago de cieno, sujetándose con las dos manos a la tela de su pantalón, al bolsillo desgarrado de su chaqueta. Más alto y borroso que nunca Malcolm osciló sobre él y extendió hacia su cuello las grandes manos estáticas, y por un momento, cuando Biralbo se hizo a un lado, pareció que se inclinaba sobre la barandilla como para examinar la hondura del terraplén o de la noche. Biralbo vio agitarse las manos como alas de pájaros, vio una mirada de estupor y de súplica cuando el tren saltó como si fuera a volcarse y él cayó derribado contra las planchas metálicas: oyó un grito tan agudo y tan largo como el chirrido de los frenos y cerró los ojos como si la voluntaria oscuridad lo salvara de seguir escuchándolo.
Permaneció aplastado contra el suelo, porque temblaba tanto que no habría sabido mantenerse de pie. Había casas aisladas entre los árboles, vallas de pasos a nivel tras las que esperaban automóviles. Ahora el tren avanzaba un poco más despacio: Biralbo se puso de rodillas, volvió a limpiarse la sucia humedad de la cara, temblando todavía, buscando a tientas un asidero para levantarse. Cuando el tren ya casi se había detenido vio detrás de los árboles una alta luz que desaparecía y regresaba a un ritmo tan demorado y exacto como las oscilaciones de un péndulo. Igual que si volviera de un sueño o de una amnesia absoluta se sorprendió al recordar dónde había llegado y por qué estaba allí.
Saltó a las vías para que nadie lo viera y se alejó de las luces de la estación caminando entre vagones abandonados, tropezando en raíles ocultos bajo la maleza. Cruzó una cerca de tablas podridas, resbaló y cayó al subir un terraplén y ya no veía la estación ni la luz del faro. Muerto de frío siguió avanzando sobre una tierra empapada y grumosa, entre árboles dispersos, rehuyendo luces de quintas donde ladraban los perros y tapias de jardines que le cerraban el paso. Al rodear interminablemente una de ellas temió haberse perdido: estaba en una calle limpia y vulgar, con verjas cerradas y farolas en las esquinas y papeleras de plástico. Pensó: «Tengo la ropa desgarrada, tengo la cara sucia de sangre, si alguien me ve llamará a la policía.» Pero no tenía inteligencia ni voluntad sino para seguir la línea recta de la calle, buscando el sonido o el olor del mar, la luz del faro entre los eucaliptos.
Sin duda la calle era tan recta y tan larga porque discurría junto a la carretera de la costa: a veces Biralbo escuchaba muy cerca motores de automóviles y percibía débilmente en la cara el aire del mar. Las tapias iguales de las quintas concluyeron al fin en un descampado cenagoso donde se levantaban contra la rasa oscuridad del cielo los andamios de un edificio en construcción. A un lado estaba la carretera, y luego el faro y los precipicios del mar. Para eludir las luces de los automóviles se alejó del arcén y caminó casi al filo del acantilado. Muy al fondo se alzaba y fosforecía la espuma contra los rompientes: no quiso seguir mirándola porque le daba miedo el influjo de aquella hondura que lo inmovilizaba y parecía llamarlo. El faro lo alumbraba con una claridad semejante a la de la gran luna amarilla del verano, una luz giratoria y poliédrica que multiplicaba su sombra y lo confundía al extinguirse. Con la cabeza baja y con las manos en los bolsillos caminaba con la obstinación de los vagabundos circulares de las calles, sin más cobijo contra el viento frío del mar que las solapas levantadas de su chaqueta. Estaba ya muy lejos del faro cuando vio sobre las copas de los pinos la casa que Billy Swann le había anunciado. Una tapia muy larga que no podía descubrirse desde la carretera, luego una verja entornada y un nombre: Quinta dos Lobos.
Entró temiendo escuchar ladridos de perros. La verja se abrió silenciosamente al empuje de su mano y únicamente oyó mientras cruzaba un vago jardín el ruido de sus pasos sobre la grava. Vio una torre, un breve porche con columnas, una ventana iluminada. Se detuvo ante la puerta con la misma sensación de vacío y de límite que había tenido en la plataforma del tren y al filo del acantilado. Pulsó el timbre y no ocurrió nada. Volvió a hacerlo: esta vez sí lo oyó, muy lejos, al fondo de la casa. Luego el silencio, el viento entre los árboles, la certeza de haber oído unos pasos y de que había alguien cautelosamente inmóvil tras la puerta. «Lucrecia», dijo, como si le hablara al oído para despertarla, «Lucrecia».
Pero yo no sé imaginar cómo era el rostro que Biralbo vio entonces ni el modo en que sucedió entre ellos el reconocimiento o la ternura, nunca los vi ni supe imaginarlos juntos: lo que los unía, lo que tal vez ahora sigue uniéndolos, era un vínculo que en sí mismo contenía la cualidad del secreto. Nunca hubo testigos, ni siquiera cuando ya no los acuciaba la obligación de esconderse: si alguien a quien yo no conozco estuvo con ellos o los sorprendió alguna vez en cualquiera de aquellos bares y hoteles clandestinos donde se citaban en San Sebastián, estoy seguro de que no pudo advertir nada de lo que verdaderamente poseían: una trama de palabras y gestos, de pudor y codicia, porque nunca creyeron merecerse y nunca desearon ni tuvieron nada que no estuviera únicamente en ellos mismos, un mutuo reino invisible que casi nunca habitaron, pero del que tampoco podían renegar, porque sus fronteras los circundaban tan irremediablemente como la piel o el olor a la forma de un cuerpo. Al mirarse se pertenecían, igual que uno sabe quién es cuando se mira en un espejo.