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Biralbo se levantó para atizar el fuego. El libro seguía inclinado y abierto sobre la máquina de escribir. Pensó que aquel paisaje tenía la misma delicadeza inmutable que la mirada y la voz de Lucrecia: lo imaginó oculto en la penumbra, invisible para quienes pasaban junto a él y no lo veían, esperando inmóvil, con la lealtad de las estatuas, tan ajeno al tiempo como a la codicia y al crimen. Una palabra había bastado para conseguirlo: pero sólo pudo decirla quien lo merecía.

– Fue tan fácil… -dijo Lucrecia-. Fue como cruzar una calle o subir a un autobús. Llegué al almacén y estaba casi vacío, había hombres cargando muebles viejos y sacos de café en un camión. Entré y nadie me dijo nada, era como si no me vieran… Al fondo había uno de esos escritorios antiguos y un hombre con el pelo blanco que escribía en un libro de registro muy grande, como anotando las cosas que los otros se llevaban. Me quedé parada delante de él, me palpitaba el corazón y no sabía qué decirle. Se quitó las gafas para mirarme bien, las dejó sobre el libro y puso la pluma en el tintero, con mucho cuidado, para no manchar lo que había escrito. Llevaba un guardapolvo gris. Me preguntó qué quería, muy educadamente, como esos camareros viejos de los cafés, sonriéndome. Yo dije: «Burma», creí que no me había entendido, porque sonreía como si no pudiera verme bien. Pero movió la cabeza y me dijo, bajando mucho la voz: «Burma ya no existe. Dejó de existir mucho antes de que la policía llegara»… Volvió a ponerse las gafas, tomó la pluma y continuó escribiendo, aquellos hombres subían del sótano cargando sacos de café y cajas llenas de cosas extrañas, faroles de barco, cuerdas, objetos de cobre, como aparatos de navegación. Seguí a uno de ellos por un corredor y luego por unas escaleras metálicas. El cuadro estaba abajo, en un despacho muy pequeño. Había libros y papeles tirados por el suelo. Cerré la puerta y lo desclavé del marco. Lo guardé en una bolsa de plástico. Salí de allí como si no pisara el suelo. El hombre del pelo blanco ya no estaba en el escritorio. Vi la pluma, el libro abierto, las gafas. Uno de los que cargaban el camión me dijo algo, y los otros se echaron a reír, pero yo no los miré. Estuve dos días encerrada en la habitación de un hotel, mirando el cuadro, tocándolo con las yemas de los dedos, igual que se acaricia. No quería dejar de mirarlo nunca.

– ¿Lo vendiste en Lisboa?

– En Ginebra. Allí sabía adonde ir. Me lo compró uno de esos americanos de Texas que no hacen preguntas. Supongo que lo guardaría inmediatamente después en una caja fuerte. Pobre Cézanne.

– Pero yo podía haber perdido aquella carta -dijo Biralbo después de un largo silencio-. O haberla tirado cuando la leí.

– Tú sabes que entonces eso era imposible. Yo también lo sabía.

– Cogiste el plano aquella noche, en el hotel de la carretera, ¿verdad? Cuando yo salí a esconder el coche de Floro.

– Era un motel. ¿Recuerdas cómo se llamaba?

– Estaba muy perdido. Creo que no tenía ni nombre.

– Pero no saliste para esconder el coche. -Lucrecia se complacía en asediar la memoria de Biralbo-. Dijiste que ibas a comprar bocadillos.

– Oímos un motor. ¿No te acuerdas? Te pusiste pálida de miedo. Creías que Toussaints Morton nos había encontrado.

– Eras tú quien tenía miedo, y no de que nos encontrara Toussaints. Miedo de mí. En cuanto nos quedamos solos en la habitación me dijiste que bajáramos a tomar una copa. Pero había un frigorífico lleno de bebidas. Entonces se te ocurrió ir a buscar bocadillos. Estabas muerto de miedo. Se te notaba en los ojos, en los gestos que hacías.

– No era miedo. No era más que deseo.

– Te temblaban las manos cuando te tendiste a mi lado. Las manos y los labios. Habías apagado la luz.

– Pero si fuiste tú quien la apagó. Desde luego que temblaba. ¿No has sentido nunca que se te cortaba la respiración de desear tanto a alguien?

– Sí.

– No me digas a quién.

– A ti.

– Pero eso fue al principio. La primera noche que te fuiste conmigo. Entonces temblábamos los dos. Ni en la oscuridad nos atrevíamos a tocarnos. Pero no era por miedo. Era porque no creíamos merecer lo que nos estaba ocurriendo.

– Y no lo merecíamos. -Lucrecia afirmó sus palabras con el ademán de encender un cigarrillo. Pero no lo hizo: con él ya en los labios, le ofreció el mechero a Biralbo en la palma de su mano, para que él lo tomara y lo encendiera: ese único gesto negaba la nostalgia y enaltecía el presente-. No éramos mejores que ahora. Éramos demasiado jóvenes. Y demasiado viles. Lo que estábamos haciendo nos parecía ilícito. Creíamos que nos disculpaba el azar. Acuérdate de aquellas citas en los hoteles, del miedo a que nos descubriera Malcolm o a que nos vieran juntos tus amigos.

Biralbo negó: no quería acordarse del miedo ni de las horas sórdidas, dijo, al cabo de los años había borrado de su conciencia todo lo que pudiera difamar o desmentir las dos o tres noches cenitales de su vida, porque no le importaba recordar, sino elegir lo que ya le pertenecía para siempre: la noche indeleble en que salió del Lady Bird con Lucrecia y con Floro y detuvo un taxi y subió a él enconado por los celos y la cobardía y Lucrecia abrió la puerta y se sentó a su lado y le dijo: «Malcolm está en París. Me voy contigo.» Desde la acera, Floro Bloom, gordo y sonriente, cobijado del frío por su chaquetón de arponero, les decía adiós con la mano.

– Tú también llevabas un chaquetón con las solapas muy grandes -dijo Biralbo-. Negro, de una piel muy suave. Casi te tapaba la cara.

– Lo dejé en Berlín. -Ahora Lucrecia estaba tan cerca como en el interior de aquel taxi-. No era piel de verdad. Me lo había regalado Malcolm.

– Pobre Malcolm. -Biralbo recordó fugazmente las dos manos abiertas que buscaban en el aire un asidero imposible-. ¿También falsificaba abrigos?

– Quería ser pintor. Amaba la pintura tanto como tú puedes amar la música. Pero la pintura no lo amaba a él.

– Hacía mucho frío aquella noche. Tenías las manos heladas.

– Pero no era de frío. -También ahora Lucrecia buscó sus manos mientras lo miraba: notó en ellas el mismo frío que sentía en las suyas cuando salía a tocar y las posaba por primera vez sobre el teclado-. Me daba miedo tocarte. Tu cuerpo entero y el mío los tocaba en tus manos. ¿Sabes cuándo me acordé de ese momento? Cuando salí de aquel almacén con el cuadro de Cézanne en una bolsa de plástico. Todo era al mismo tiempo imposible e infinitamente fácil. Como levantarme de la cama y quitarle a Malcolm el plano y el revólver y marcharme para siempre…

– Por eso no éramos viles -dijo Biralbo: ahora el vértigo no mitigado de la velocidad del tren se confundía con el de aquel taxi que los había conducido hacia el final de la noche por las remotas calles de San Sebastián-, Porque sólo buscábamos cosas imposibles. Nos daba asco la mediocridad y la felicidad de los otros. Desde la primera vez que nos vimos te notaba en los ojos que te morías de ganas de besarme.

– No tanto como ahora.

– Me estás mintiendo. Nunca habrá nada que sea mejor que lo tuvimos entonces.

– Lo será porque es imposible.

– Quiero que me mientas -dijo Biralbo-. Que no me digas nunca la

verdad. -Pero al decir esto ya estaba rozando los labios de Lucrecia.

Capítulo XVIII

Al abrir los ojos creyó que sólo había dormido unos minutos. Recordaba el abstracto azul de la ventana, las frías claridades grises que iban atenuando la luz de la lámpara y devolviendo lentamente su forma a las cosas, pero no los colores, igualados o disueltos en el azul pálido de la penumbra, en la blancura de las sábanas, en el brillo fatigado y tibio de la piel de Lucrecia. Había tenido o soñado la sensación de que sus dos cuerpos crecían y ocupaban avariciosamente la integridad del espacio y removían al estremecerse las sombras adheridas a ellos: en el límite del apetecido y mutuo desvanecimiento los revivía una tranquila gratitud de cómplices. Tal vez nada les fue devuelto aquella noche: tal vez en aquella extraña luz que no parecía venida de ninguna parte obtuvieron al verse algo que ignoraban, que ni siquiera habían sabido desear hasta entonces, el fulgor con que les era posible descubrirse en el tiempo tras la absolución de la memoria.