Pero él casi no tenía sensación de amenaza: todo, hasta la sospecha de que los automóviles de la policía estuvieran rondando las calles umbrosas de las quintas, le parecía lejano, no vinculado a él, tan indiferente a su vida como el paisaje del mar y el jardín abandonado que circundaban la casa, como la casa misma y el distante fervor de la noche pasada, limpio de toda ceniza, como un fuego de diamantes. Ya no quería, como otras veces, apresar el tiempo para que no le fuera arrebatada la cercanía de Lucrecia, apurar hasta el último minuto no sólo la delicia, sino también el dolor, igual que cuando estaba tocando y eludía las notas finales por miedo a que el silencio aboliera para siempre en su imaginación y en sus manos la potestad de la música. Tal vez lo que le había sido dado bajo la luz inmóvil del amanecer no admitía duración ni conmemoración ni regreso: sería suyo siempre si se negaba a volver los ojos.
Sin que dijeran nada Lucrecia supo lo que estaba pensando y entendió la ilimitada ternura de su despedida en silencio. Lo besó levemente en los labios, se dio la vuelta y fue hacia el dormitorio. Biralbo oyó que marcaba un número de teléfono. Mientras ella preguntaba por alguien en portugués le trajo una taza de café y un cigarrillo. Con una especie de clarividencia futura supo que en estos gestos estaba la felicidad. Con la cara vuelta hacia un lado para sostener el teléfono sobre su hombro desnudo, Lucrecia decía palabras muy veloces que él no logró entender y anotaba algo en una libreta apoyada en sus rodillas. Sólo llevaba una camisa grande y un poco masculina que no se había terminado de abrochar. Tenía el pelo mojado y algunas gotas de agua le brillaban todavía en los muslos. Colgó el teléfono, dejó la libreta y el lápiz sobre la mesa de noche, bebió despacio el café, mirando tras el humo a Biralbo.
– Te espera esta tarde, a las cuatro -dijo, pero su mirada era del todo ajena a sus palabras-. En esa dirección.
– Llama ahora al aeropuerto. -Biralbo le puso el cigarrillo en los labios. Se había sentado junto a ella-. Reserva un billete para el primer avión que salga de Portugal.
Lucrecia dobló la almohada y se recostó en ella, expulsando el humo con los labios muy poco separados, en lentos hilos grises y azules, listados como la penumbra y la luz. Dobló las rodillas y apoyó los pies unidos y descalzos en el borde de la cama.
– ¿Estás seguro de que no quieres venir conmigo?
Biralbo le acariciaba los tobillos: pero no era tanto una caricia como un delicado reconocimiento. Le apartó un poco la camisa, sintiendo todavía en los dedos la humedad de la piel. Volvieron a mirarse: parecía que lo que hicieran sus manos o dijeran sus voces rodeaba la intensidad de sus pupilas tan vanamente como el humo de los cigarrillos.
– Piensa en Morton, Lucrecia. A él y no a la policía es a quien debemos temerle.
– ¿Ésa es la única razón? -Lucrecia le quitó el cigarrillo y lo atrajo hacia ella, tocándole con las yemas de los dedos los labios y la herida de la frente.
– Hay otra.
– Ya lo sabía. Dímela.
– Billy Swann. El día doce tengo que tocar con él.
– Pero será muy peligroso. Alguien puede reconocerte.
– No si uso otro nombre. Procuraré que las luces no me den en la cara.
– No toques en Lisboa. -Lucrecia lo había empujado muy despacio hasta tenderlo junto a ella y le tomó la cara entre sus manos para que no pudiera mirarla-. Billy Swann lo entenderá. Éste no va a ser su último concierto.
– Puede que sí -dijo Biralbo. Cerró los ojos, le besó las comisuras de los labios, los pómulos, el inicio del pelo, en una oscuridad más deseada que la música y más dulce que el olvido.
Capítulo XIX
– ¿No has vuelto a verla desde entonces? -le dije-. ¿Ni siquiera la has buscado?
– Cómo iba a buscarla. -Biralbo me miró, casi retándome a que le contestara-. Dónde.
– En Lisboa, supongo, al cabo de unos meses. La casa era suya, ¿no? Volvería a ella.
– Llamé una vez por teléfono. Nadie contestó.
– Haberle escrito. ¿Sabe que vives en Madrid?
– Le mandé una postal a los pocos días de encontrarme contigo en el Metropolitano y me la devolvieron. «Dirección insuficiente.»
– Seguro que estará buscándote.
– No a mí, sino a Santiago Biralbo. -Buscó su pasaporte en la mesa de noche y me lo tendió, abierto por la primera página-. No a Giacomo Dolphin.
El pelo crespo y muy corto, las gafas oscuras, una dispersa sombra de varios días sin afeitar en las mejillas, alargándole la cara vertical y muy pálida que ya era de otro hombre, él mismo, el que pasó varios días oculto en un lugar que no era exactamente un hotel esperando a que le creciera la barba para ser igual que el hombre de la fotografía, porque aquel español, Maraña, antes de hacérsela, le había sombreado con un lápiz de maquillar y una pequeña brocha untada de polvos grises el mentón y los pómulos, rozándole la cara con sus dedos húmedos, frente al espejo, como a un actor inhábil, y le había levantado el pelo, mojándoselo con fijador, diciéndole luego, satisfecho de su obra, atento a corregir detalles menores mientras preparaba la cámara, «ni tu madre te reconoce; ni Lucrecia».
Durante tres días, encerrado en aquella habitación con una sola ventana desde la que veía una cúpula blanca y tejados rojizos y una palmera, esperando siempre que volviera Maraña con el pasaporte falso, se fue convirtiendo en el otro con la lentitud de una metamorfosis invisible, tan lentamente como la barba le crecía y le ensuciaba la cara, fumando frente a la bombilla del techo, frente a la cúpula donde la luz era primero amarilla y luego blanca y terminaba siendo gris y azul, mirándose en el espejo del lavabo donde goteaba un grifo con la regularidad de un reloj, trayéndole cuando lo abría del todo un hálito de sumidero. Se pasaba las manos por las mejillas ásperas como buscando indicios de una transfiguración que todavía no era visible y contaba las horas y el goteo del agua y murmuraba canciones imitando el sonido de la trompeta y del contrabajo mientras desde la calle le venían voces de muchachas chinas que llamaban a los hombres y se reían como pájaros y olores de carne asada en brasas de carbón y guisos con especias. Una de las jóvenes chinas, diminuta y pintada, dotada de una obscena cortesía infantil, le subía con puntualidad de enfermera café y platos de arroz con pescado y vino verde y té y aguardiente y cigarrillos americanos de contrabando, porque el señor Maraña se lo había ordenado así antes de irse, y hasta una vez se tendió a su lado y empezó a besarlo como un pájaro que picotea el agua, riéndose luego con los ojos bajos cuando Biralbo le hizo entender suavemente que prefería estar solo. El español, Maraña, volvió al tercer día con el pasaporte enfundado en una bolsa de plástico que estaba húmeda cuando Biralbo la tocó, porque a Maraña le sudaban mucho las manos y el cuello y subía las escaleras desde la calle resoplando como un cetáceo, con su traje como de lino colonial y sus gafas de cristales verdes que ocultaban unos ojos de albino y su pesada hospitalidad de sátrapa. Pidió café y aguardiente, ahuyentó con palmadas a las muchachas chinas, no se quitó las gafas para hablar con Biralbo: sólo levantó un poco los cristales y se limpió los ojos con la punta de un pañuelo.
– Giacomo Dolphin -dijo, manejando el pasaporte como para que Biralbo advirtiera el mérito de su flexibilidad-. Nacido en Oran, en mil novecientos cincuenta y uno, de padre brasileño, aunque nacido en Irlanda, y de madre italiana. Desde hoy ése eres tú, compañero. ¿Has visto los periódicos? Ya no hablan de ese yanqui al que liquidaste el otro día. Trabajo limpio, lástima que te dejaras el abrigo en el tren. Lucrecia me lo explicó todo. Un empujón y a la vía, ¿no?
– No me acuerdo. En realidad no sé si se cayó él solo.
– Tranquilo, hombre. ¿Somos compatriotas o no? -Maraña bebió un trago de aguardiente y el sudor le cubrió la cara-. Yo me siento como un cónsul de los españoles en Lisboa. O van a la embajada o vienen a mí. En cuanto a ese mulato de la Martinica que andaba buscándote, ya se lo dije a Lucrecia: tranquilidad. Me ocuparé personalmente de ti hasta que te vayas de Lisboa. Te llevaré a ese teatro donde vas a tocar. En mi propio coche. ¿Anda armado el mulato?