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– No tocamos para ellos, Billy -dijo Oscar. Estaban los cuatro, también el baterista rubio y francés, Buby, agrupados al final de un pasadizo de cortinas, las luces del escenario ya les iluminaban los rostros.

Biralbo tenía la boca seca y le sudaban las manos. Al otro lado de las cortinas escuchaba voces y silbidos dispersos. «En esos teatros es como salir al circo», me dijo una vez, «uno agradece que otro salga primero a que lo coman los leones». Salió primero Buby, el baterista, con la cabeza baja, sonriendo, moviéndose con el rápido sigilo de ciertos animales nocturnos, golpeándose rítmicamente los costados del pantalón vaquero. Un breve aplauso lo recibió: Oscar apareció tras él, gordo y oscilante, con un gesto de desprecio impasible. El contrabajo y la batería ya estaban sonando cuando Biralbo salió. Lo cegaron los focos, redondos fuegos amarillos tras los cristales de sus gafas, pero él sólo veía la listada blancura y la longitud del teclado: posar en él las dos manos fue como asirse a la única tabla de un naufragio. Con cobardía y torpeza inició una canción muy antigua, mirando sus manos tensas y blancas que se movían como huyendo. Buby hizo redoblar los tambores con una violencia de altos muros que se derrumban y luego rozó circularmente los platillos y estableció el silencio. Biralbo vio que Billy Swann pasaba junto a él y se detenía al filo del escenario levantando muy poco los pies de la tarima, como si avanzara a tientas o temiera despertar a alguien.

Alzó la trompeta y se puso la boquilla en los labios. Cerró los ojos: tenía roja y contraída la cara, todavía no comenzó a tocar. Parecía que se estuviera preparando para recibir un golpe. De espaldas a ellos les hizo una señal con la mano, como quien acaricia a un animal. A Biralbo lo estremeció una sagrada sensación de inminencia. Miró a Oscar, que tenía los ojos cerrados y estaba echado hacia delante, la mano izquierda abierta sobre el mástil del contrabajo, ávidamente esperando y sabiendo. Le pareció entonces que escuchaba el susurro de una voz imposible, que veía de nuevo el absorto paisaje de la montaña violeta y el camino y la casa oculta entre los árboles. Me dijo que aquella noche Billy Swann ni siquiera tocó para ellos, sus testigos o cómplices: tocó para sí mismo, para la oscuridad y el silencio, para las cabezas sombrías y sin rasgos que se agitaban casi inmóviles al otro lado del telón de las luces, ojos y oídos y rítmicos corazones de nadie, perfiles alineados de un sereno abismo donde únicamente Billy Swann, armado de su trompeta, ni aun de ella, porque la manejaba como si no existiera, se atrevía a asomarse. Él, Biralbo, quiso seguirlo conduciendo a los otros, avanzar hacia él, que estaba solo y muy lejos y les daba la espalda, envolviéndolo en una cálida y poderosa corriente que Billy Swann parecía por un momento acatar como si lo detuviera la fatiga y de la que luego huía como de la mentira o de la resignación, porque tal vez era mentira y cobardía lo que ellos tocaban: como un animal que sabe que quienes lo persiguen no podrán atraparlo cambiaba súbitamente la dirección de su huida o fingía que se quedaba rezagado y quieto, olfateando el aire, estableciendo con su música una línea inaudible que lo circundaba como una campana de cristal, un tiempo únicamente suyo en el interior del tiempo disciplinado por los otros.

Cuando Biralbo alzaba los ojos del piano veía su perfil rojizo y contraído y sus párpados apretados como una doble cicatriz. Ya no podían seguirlo y se dispersaban, cada uno de los tres afanosamente extraviado en su persecución, sólo Oscar pulsaba las cuerdas del contrabajo con una tenacidad ajena a cualquier ritmo, sin rendirse al silencio y a la lejanía de Billy Swann. Al cabo de unos minutos también las manos de Oscar dejaron de moverse. Entonces Billy Swann se quitó la trompeta de la boca y Biralbo pensó que habían pasado varias horas y que el concierto iba a terminarse, pero nadie aplaudió, no se oyó ni un rumor en la sobrecogida oscuridad donde la última nota aguda de la trompeta no se había extinguido aún. Billy Swann, tan cerca del micrófono que podía escucharse como una resonancia pesada su respiración, estaba cantando. Yo sé cómo cantaba, lo he escuchado en los discos, pero Biralbo me dijo que nunca podré imaginar el modo en que sonó su voz aquella noche: era un murmullo despojado de música, una lenta salmodia, una extraña oración de aspereza y dulzura, salvaje y honda y amortiguada como si para escucharla fuera preciso aplicar el oído a la tierra. Él levantó sus manos, acarició el teclado como buscando una fisura en el silencio, empezó a tocar, guiado por la voz como un ciego, aceptado por ella, imaginando de pronto que Lucrecia lo escuchaba desde la sombra y podía juzgarlo, pero ni siquiera eso le importaba, sólo la tenue hipnosis de la voz, que le mostraba al fin su destino y la serena y única justificación de su vida, la explicación de todo, de lo que no entendería nunca, la inutilidad del miedo y el derecho al orgullo, a la oscura certidumbre de algo que no era el sufrimiento ni la felicidad y que los contenía indescifrablemente, y también su antiguo amor por Lucrecia y su soledad de tres años y el mutuo reconocimiento al amanecer en la casa de los acantilados. Ahora lo veía todo bajo una impasible y exaltada luz como de mañana fría de invierno en una calle de Lisboa o de San Sebastián. Como si despertara se dio cuenta de que ya no oía la voz de Billy Swann: estaba tocando solo y Oscar y el baterista lo miraban. Junto al piano, frente a él, Billy Swann se limpiaba los cristales de las gafas, golpeando despacio el suelo con el pie y moviendo la cabeza, como si asintiera a algo que escuchaba desde muy lejos.

– ¿Volvió a beber?

– Ni una gota. -Biralbo se levantó de la cama y fue a abrir el balcón: ya había un relumbre de sol en los tejados de los edificios, en las ventanas más altas de la Telefónica. Luego se volvió hacia mí mostrándome una botella vacía-. Porque no había renunciado al alcohol y a la música. Se le terminaron en Lisboa. Igual que esta botella. Por eso le daba lo mismo estar vivo que muerto.

Abrió del todo las cortinas y tiró la botella vacía a una papelera. Parecía como si a la luz de la mañana ya no nos conociéramos. Lo miré pensando que debía marcharme y sin saber qué decirle. Pero yo nunca he sabido decir adiós.

Capítulo XX

En los días siguientes hice un breve viaje a una ciudad no muy lejana de Madrid. Al volver pensé que ya era tiempo de escribirle a Floro Bloom, de quien nada sabía desde que me fui de San Sebastián. Ignoraba su dirección: decidí pedírsela a Biralbo. Llamé a su hotel y me dijeron que no estaba. Por un motivo que ahora no recuerdo tardé unos días en ir a buscarlo al Metropolitano. Volver a lugares donde estuve hace diez o veinte años no suele conmoverme, pero si voy a un bar que visité habitualmente al cabo de sólo dos semanas o un mes, siento una intolerable oquedad en el tiempo, que ha seguido pasando sobre las cosas en mi ausencia y las ha sometido sin mi conocimiento a cambios invisibles, como quien deja su casa una temporada a inquilinos desleales.

En la puerta del Metropolitano ya no estaba el cartel del Giacomo Dolphin Trio. Era temprano aún: un camarero a quien yo no conocía me dijo que Mónica comenzaba su turno a las ocho. No le pregunté por Biralbo y sus músicos: había recordado que ése era el día de la semana en que no iban a tocar. Pedí una cerveza y fui bebiéndola despacio en una mesa del fondo. Mónica llegó unos minutos antes de las ocho. No me vio al principio: miró hacia mí cuando le dijo algo el camarero de la barra. Venía despeinada y se había maquillado muy apresuradamente. Pero ella siempre parecía llegar a todas partes al final del último minuto. Sin quitarse el abrigo se sentó frente a mí: por su manera de mirarme supe que me preguntaría por Biralbo. En su voz no me sonaba extraño que se llamara Giacomo.

– Desapareció hace diez días. -Me dijo. Nunca habíamos hablado solos. Noté por primera vez que había tonos violeta en el color de sus ojos-. Sin decirme nada. Pero Buby y Oscar sí sabían que iba a marcharse. Se han ido ellos también.ç

– ¿Se fue solo?