– ¡Oye, venir vosotros! ¡Os tenemos que contar una cosa!
– Cotilla – dijo Fernando -. ¿Ya se lo vas a soltar todo entero? Pues vaya cosa importante que van a oír.
– Tonto, si es nada más para que vengan. Fernando se sonreía:
– Sí, sí, para que vengan… Eres, hija mía, de lo que no hay. En cuanto se te antoja eres capaz de poner en movimiento a media humanidad. Pero, hija, luego tienes ese don, que le caes en gracia a la gente, y uno no puede por menos de aguantarte las cosas.
– ¿Ah, sí? – decía ella afectando un tono reticente-. ¿Tantas cosas me tenéis que aguantar?
– ¡Cómo te gusta que te lo digan!, ¿eh? Lo que te halaga a ti que te cuente estas cosas…
– ¿A mí?
– No disimules, ahora, vamos; que ya te has puesto en evidencia.
– ¡Huy qué odioso! – decía medio picada y delatando una sonrisa -. ¡Qué odioso te sabes poner, hijo mío, cuando te ríes con esa risa de conejo que te sale! ¡Hiii! ¡Me da una rabia que es que te mataba, fíjate! – le sacudía la cara delante, apretando los dientes y guiñando los ojos -. ¡Hiii, qué risa de conejo! – y se reía ella misma, divirtiéndose con su propia rabia -. ¡Tonto, odioso! Ya vienen estos…
Ahora Santos se divertía con el miedo de Carmen, porque la había arrastrado hasta un punto en el que apenas los hombros le sobresalían.
– ¡Mirar ésta, el canguelo que tiene! – les gritaba riendo a los otros.
La chica se le agarraba con ambas manos y estiraba el cuello, como queriendo apartarse del agua cuanto podía.
– ¡Chulo, eres un chulo, ya está! ¡Ay, aquí cubre, Santos; ay, no me sueltes, me cubre!
Se retrepaba toda hacia Santos, abrazada a sus hombros.
– Si encoges las rodillas, claro. Pon los pies en el suelo, mujer, verás cómo no te cubre. ¡Me estás clavando las uñas! No hay que tener tanto miedo.
– Eres un chulo, te diviertes conmigo, y llamas a los demás para que se rían – protestaba con un tono caprichoso -. ¡Yo me quiero salir!
Los otros tres estaban detrás de ellos, y Sebastián nadaba en círculos, torpemente, formando mucho alboroto de espuma y tropezando de continuo con las gentes que llenaban el río. Había un niño, en los brazos de su padre, que lloraba y pataleaba con alaridos de terror, al sentirse tan cerca del agua, y el padre se limitaba a rociarle la cabeza y decirle constantemente: «Ya, ya, hijo mío, ya…» Paulina y Lucí lo miraban.
– ¡Qué crios! No sé qué empeño de bañarlos.
– A mí me está dando frío – dijo Lucí -. Llevamos mucho rato; ¿nos salimos?
– Espera a ver qué hace Sebas.
Lo buscó con la vista, entre toda la gente.
– Allí va – dijo Lucí -; míralo. Se marcha donde aquéllos.
Se alejaba nadando hacia Miguel y los otros.
– Sólo por el escándalo que mete ya sabes por dónde va – comentaba Paulina -. No hay una sola persona en todo el río que forme la cuarta parte de espuma que va formando él. Ni el Cuin Mery, hija mía. Vamonos.
Se encontraron a Tito, tendido al sol en un claro de árboles. Se acercaron.
– ¿Qué haces?
– Al sol. ¿Ya os salís?
– Nosotras sí – dijo Lucí -. ¿Te molestamos tomar el sol aquí contigo?
– Qué tonterías se te ocurren, Lucita.
– No lo sé… A lo mejor te gustaba estar solo. Se había puesto colorada.
– ¡Qué ideas!
Paulina y Lucí se tendieron a su lado.
– Ahora sí que gusta el sol – dijo Paulina.
– Poco dura. Yo ya empiezo a sentirlo. Es sólo al pronto de salir.
– ¿Y qué hace el Dani? ¿Has ido adonde él?
– Allí sigue. Me acerco a por el tabaco, y fritito; ni se movió.
Paulina dijo:
– ¡Venir al río para eso…!
Un perrito amarillo entró de pronto, rozando los pantalones del hombre de los zapatos blancos, y empezó a hacerles fiestas a todos, alegre y cimbreante, como queriendo saludar. Luego se puso en el quicio y miraba afuera y estaba inquieto; hacía sonar la cola contra la última tabla del mostrador.
– Cuidado el perrito éste – dijo Mauricio -, lo revoltoso que es.
– Se parece a su amo – observó el carnicero -; tiene las mismas maneras que el Chamarís.
– Todos los perros acaban pareciéndose a los amos – terciaba Lucio -; en todavía tengo yo la señal del muerdo que me atizó uno negro que tuvo mi cuñada.
El carnicero se echó a reír sonoramente.
– ¡Tiene un golpe! – decía.
El perrito volvió a alborotar; entraban dos hombres; puso el hocico contra los pantalones del hombre de los zapatos blancos y husmeaba.
– Muy buenos días tengan ustedes.
El hombre de los zapatos blancos se había vuelto al notar el hocico en su pierna.
– ¡Azufre, quieto! – gritaba el amo. Y el perro se compuso.
– ¿Qué hay? – dijo Mauricio.
– Mucho calor. ¿Habrá traído usted cerveza?
– Está en el hielo desde la mañana.
– Así me gusta.
– Hay que esperar a que sea domingo, para tomar aquí cerveza.
– Ah, eso si ustedes quieren la traigo a diario; con tal que se comprometan a consumirme una caja en el día. De la otra forma, nada; luego pierden presión y ya no me las toman.
– ¿De quién es esa moto de ahí afuera? – preguntó el que había entrado con el amo del perro.
– De unos muchachos de Madrid que han venido a pasar el domingo.
– Me parecía la del médico de Torrejón. Es de la misma marca.
– Yo no distingo – dijo Mauricio -; me parecen todas iguales. Es un cacharro que a mí…
– Pues una moto está bien – le replicaba el carnicero -. Para el que tenga que desplazarse por carretera, le va estupendamente. Vas rápido y vas cómodo. Como pudiera uno meterla a campo traviesa, verías qué pronto la cambiaba un servidor por el caballo; no lo pensaba más.
– Con bastante dinero encima tendría que ser. Mauricio hizo un guiño y declaró:
– Éste lo tiene.
– Diga usted, Aniano, ¿a cómo vendrá costando una moto de ésas?
– Pues… Una Dekauve de este modelo, con sus cinco caballos, transmisión sin cadena; desde luego cara…
– Eche usted un cálculo aproximado.
– De treinta y cinco a cuarenta billetes; depende el uso.
– Pues eso – comentó el carnicero -; cinco veces lo que viene a costar un caballo. Claro. ¿No dice usted que son cinco los que tiene?
– Sí, señor, cinco.
– Ahí está – dijo Lucio -; igual te cuestan los de carne que los de acero. Caballos son al fin y al cabo tanto los unos como los otros.
Aniano corrigió:
– Cuidado, usted; que no se trata de caballos de acero, sino caballos de vapor.
– Pues de vapor, lo que usted quiera; para el caso es lo mismo.
El alguacil comentaba agitado:
– Será como si la moto tuviera cinco caballos encerrados en el motor – se reía -; por eso mete ese escándalo al andar. Y cuantos más caballos tenga, más escándalo. Una que tenga ciento, fíjate – sacudía los dedos -, ¡la que armaría!
Aniano se aflojó la corbata; traía un trajecillo claro, rozado en las bocamangas, y un lapicero amarillo con capucha le asomaba en el bolsillo superior; la piel del cuello le sudaba y se pasó los dedos. El Chamarís venía con una especie de sahariana gris claro, con cremallera por el pecho; la cremallera estaba abierta hasta abajo y la camisa desabrochada al tercer botón; enseñaba una muñequera de cuero en el pulso de la mano derecha y la alianza en el dedo anular. De pronto dijo:
– Ahí va tabaco, señores.
Ofreció a Lucio una petaca oscura. Aniano, más bien bajito, se apoyaba de espaldas, con ambos codos, en el mostrador; miraba al fondo, la alacena de pino y un cromo tras la cabeza del alguacil; eran conejos, melones, y una paloma muerta, sobre un tapete. El alguacil se creía que Aniano lo miraba, vaciló, se echó a un lado; luego él también miró hacia el fondo, al ver que Aniano seguía con los ojos allí. Acaso fue a decir algo de los cromos, pero Aniano cambió de postura y cogió el vaso de cerveza del mostrador.
Ahora entraron las dos mujeres, que ya volvían de San Fernando, cargadas. Justina se acercó a Lucio y le entregaba el tabaco; le dijo:
– La cajetilla.
– ¿No le dará a usted calor la cazalla? – le preguntaba Aniano al carnicero.
– Ca; la cerveza es lo que da más calor, contrariamente a lo que se piensa. Cuanta más tomas, más te pide el cuerpo, y acaba uno aguachinado – le pasó la petaca -. Tenga.
– También puede ser cierto – comentó el Chamarís -. Es como el baño: hay veces que a mí me da por echarme a bañar en el río, más por aseo que por otra cosa, y lo que digo, en el pronto parece que refresca, pero después acabas sudando todavía más.
El alguacil seguía con los ojos la petaca de mano en mano. Ahora Aniano se la daba a Mauricio.
– Gracias, lo acabo de tirar – señaló al suelo con la barbilla-. Déle a Carmelo.
Y el alguacil recogió la petaca con un diminuto alborozo, igual que un niño al que le dan un dulce.
– Bueno, echaremos un pito…-decía chasqueando la lengua.
– Las cosas se combaten con ellas mismas – dijo Lucio-; el frío con frío y el calor con calor. No hay más que ver que en el invierno te restriegas la cara con nieve y se te pone en seguida igual que una amapola, de puro colorada y abrasando. No hay nada como eso para entrar en reacción. Lo mismo le pasa a él con la cazalla; se ve que lo inmuniza de calores.
– ¿Y usted entonces, por qué no la toma, imitando el ejemplo de aquí?
Lucio se tocó el vientre, señalando:
– Ay, amigo, yo no tengo esa salud. La gata no le gusta la cazalla; dice que no. Buena se pone de rabiosa; se me lía a arañar y a morder, ni que la pisaran el rabo.
El Chamarís sonreía:
– ¿Usted también? – le dijo-. ¿Usted también con úlcera?
Lucio asintió.
– Choque esos cinco – proseguía el Chamarís, y se estrecharon la mano -. Pues mire, la otra tarde en Coslada, salió esta misma conversación, y estuvimos echando la cuenta, porí curiosidad, a ver cuántos eran los que conocíamos en el pueblo ulcerados de estómago. Pues bueno, dése cuenta que estábamos sólo cuatro, ¿y cuántos dirá usted que nos salieron? Eche un cálculo a ver: diga usted un número a voleo.
Ya se iba a guardar, distraído, la petaca que Carmelo le había devuelto, pero éste le dio en la manga y señalaba levantando las cejas hacia el hombre de los zapatos blancos que seguía de espaldas en el quicio, mirando hacia los buitres. El Chamarís se le acercó; le tocaba en el hombro con la petaca.