– Perdone, me va usted a permitir que lo salude. Carmelo Gil García me llamo yo, soy acérrimo del cante. Le hablaba como a una celebridad de la canción.
– Mucho gusto.
– El mío. Y sobre todo y en particular de lo que es el flamenco – continuó el alguacil -. Mire, este invierno pasado no, el otro invierno anterior, tuve que hacer el sacrificio: me compré el aparato. O sea que me eché los Reyes, eso es. Y todo por el cante; no se crea usted que no me tuve que privar de poco. Y por bien empleado lo doy. Sí, hombre, y Pepe Pinto y Juanito Valderrama, los ases de la canción, todos esos nombres me los conozco, ya lo creo, ya lo creo…
Le seguía estrechando la mano, y Miguel lo miraba sonriente.
– Eh, pero a mí no vaya usted a tomarme por ningún profesional – le decía -. Canto un poquito, nada más. Para los amigos.
– Pues no lo dudo que lo hará usted a base bien. A ver si tengo el gusto de escucharle algún ratillo. Saborearemos lo fino verdad.
Mauricio se impacientó:
– ¡Pero suéltale ya la mano, calamidad! ¡Pues sí que no se suda ya bastante de por suyo, en el día que tenemos, como para andarse encima cogiéndose las manos!
Carmelo obedecía.
– Déjelo usted – dijo Miguel -; es muy amable por su parte…
– No, hombre; si es que en cuanto que tiene un par de vasos, se pone así de pesado con todo aquel que te pilla por banda. Y seguro que lo que anda es detrás de que se arranque usted ahora por bulerías, pero así, en frío y sin comerlo ni beberlo. El alguacil protestaba:
– ¡Mentira! Demasiado que ya me lo sé yo de cómo tiene que salir el cante. ¿Te crees que no lo sé? A nadie va a pedírsele que se desenrede ahí a cantar de buenas a primeras. Es necesario estar metidos en ambiente y que la cosa se vaya caldeando poco a poco, ¿verdad usted?, para que el cante salga fino. ¿A que sí?
– Venga ya. ¿Pero quieres dejarlo ya tranquilo al muchacho, de una vez? ¿Qué le puede importar de ese rollo que tú le estás metiendo? ¿No ves que aburres a la gente?
– ¿Qué va a pasar, hombre? Tenía yo mucho gusto en poder saludarlo aquí al joven y cambiar impresiones de lo que somos devotos conjuntamente. ¿Verdad usted que no ha habido molestia?
– De ninguna manera; todo lo contrario… El carnicero y Chamarís se mondaban de risa.
– ¡Ay qué Carmelo este! ¡Es tronchante, qué tío!
Tito dejó de reprimirse las ganas de reír y luego también Carmelo se sumaba a las risas generales, con una cara atónita y feliz, como sintiéndose halagado de ser el causante de ellas. Tan sólo el hombre de los z. b. no se reía. Apareció en la puerta una niña vestida de rojo; dijo desde el umbraclass="underline"
– Padre… – y se cortaba de pronto al descubrir la presencia del hombre de los z. b. Mauricio dijo:
– Pasa, bonita. No te estés ahí al sol. La niña recelaba. Insistió el Chamarís:
– Pero, entra, Marita; no seas boba. Nadie te va a comer.
Ahora entró de golpe y cruzó como un rayo y ya estaba abrazada a los pantalones del Chamarís. El Chamarís la besaba en el pelo, y le decía:
– Pero hija, ¿qué vergüencillas son esas que te traes hoy? Con lo desenvuelta que es la niña esta. Di, ¿qué querías? La niña contestaba por lo bajo:
– Mamá, que se venga usted a comer.
– Bueno, pues ahora mismo vamos.
La niña se apretujaba cada vez más contra la pierna de su padre, volviéndoles las espaldas a todos los presentes. Ahora el hombre de los z. b. se acercó y se ponía en cuclillas junto a ella; sonriendo le dijo:
– Si ya lo sé que eres tú la de esta mañana. No te creas que no te conozco lagartija.
Ella escondía la cara entre las piernas del Chamarís. El hombre de los z. b. le insistía de nuevo:
– Vuélvete, mujer; mira un momento para acá. ¿Crees que me enfado yo por eso?
Apareció media cara de la niña y ya empezaba a sonreírse; se volvía a esconder. El otro continuaba:
– ¿No quieres ser mi novia?
Ahora la niña se reía más y de pronto mostró toda la cara. Le dijo el padre:
– ¿Qué secretos te traes tú con el barbero?
– Cosas nuestras – decía el hombre de los z. b. -; ¿verdad que sí, bonita? ¿Cómo te llamas?
– Mari.
El Chamarís apuraba el vaso; dijo:
– Alguna picardía os traéis entre los dos. Vamonos, hija, para casa.
– Tiene usted una chiquilla muy salada. – le decía, levantándose, el hombre de los z. b. -. Bueno, Mari, preciosa, que nos veamos. Ya sabes.
– Anda, hija mía, por lo menos contéstale al barbero, ya que sois tan amigos.
– Adiós, señor barbero.
– ¿No me das un besito?
Inclinaba la cara hacia la niña, y ella lo besó maquinalmente, rozándole apenas.
– Así. Hasta la vista, guapa.
– Taluego, señores. ¡Toma, Azufre…! El perro se levantó de un salto y salió por la puerta, delante de los suyos.
– Hasta la tarde.
El hombre de los z. b. comentaba:
– Tiene una chica muy crecidita, para ser él tan joven. ¿Qué años podrá tener la niña esta?
– Pues seis o siete debe tener. Miguel dijo a Mauricio:
– Oiga: ¿y usted no podría dejarnos una jarra y unos cachos de hielo, para poner una sangría?
– De hielo no crean ustedes que ando muy bien. Lo tengo que durar hasta la noche. Ya veremos a ver. La jarra sí. ¡Faustina! También llevarán gaseosa, en ese caso.
– Sí. Y un limón – dijo Tito -, a ser posible.
– Un limón me parece que sí. Entró Faustina.
– ¿Qué?
– Mira a ver una jarra por ahí, para estos jóvenes. Y un limón.
La mujer asintió con la cabeza y se volvió a meter.
– Eso está bien pensado – dijo Lucio -; una buena sangría se agradece, con estos calores. Y yo que ustedes, ¿saben lo que le echaba? Pues tres o cuatro cepitas de ginebra. Así el alcol que se pierde al ponerle gaseosa, se recobra, es decir, se compensa con el alcol de la ginebra, ¿eh? ¿Qué les parece la receta?
– Está bien; pero es que eso es mucha mezcla ya, y después a las chicas se les sube a la cabeza por menos de nada.
– Ah, bueno, en ese caso… Si ustedes quieren tener consideraciones con las faldas, ahí ya no entro yo. Pero le advierto que en mis tiempos no andábamos con esos respetos; se hacía lo que se podía. Se conoce que ahora…
Entró Faustina; dejó la jarra sobre el mostrador. Ya volvía a meterse de nuevo y se detuvo en la puerta, dirigiéndose a Tito, y señalaba la jarra con el índice:
– Y no me la rompan ustedes. ¿Eh? Que es la única jarra que tengo. Así que cuidadito.
– Descuide, señora; más que si fuera nuestra. Faustina volvió a meterse hacia el pasillo.
– ¡Y el limón! – le gritaba Mauricio detrás, levantando la cara de la caja del hielo.
Ya sacaba unos cuantos pedazos y los metió en la jarra.
– Con este poco tienen que arreglarse. No les puedo dar más.
– Ya es bastante. Muchísimas gracias.
– ¿Cuántas gaseosas quieren?
– ¿Qué te parece a ti, Miguel?, ¿cuántas nos llevaríamos? Miguel estaba ocupado en preparar los macutos con las botellas de vino y las tarteras.
– Pues… Que nos ponga ocho, por ejemplo. Yo creo que con ocho habrá bastante. Y otra grande de vino. La que tienen abajo debe de estarse ya finiquitando, a estas alturas.
– Ocho, entonces. Faustina entraba; dijo:
– El limón.
Lo puso junto a la jarra, con un toque rotundo, y salió. Miguel y Tito aparejaban los cachivaches. El carnicero comentaba:
– Pues se han venido ustedes unos cuantos.
– Once venimos en total – se dirigió a Mauricio -. Oiga, póngales usted aquí unos vasitos por nuestra cuenta, haga el favor.
– Se le agradece, joven.
– De nada, figúrese usted.
– Pues mala cosa es esa de ser impares, viniendo de jira – dijo Lucio -. Hay siempre uno que es el que está de más.
– No se preocupe; el que venía de más ya se cogió la tranca por su cuenta y se durmió como un pedrusco. Ni se bañó siquiera – dijo Miguel.
Tito le preguntó:
– Oye, es verdad; y la tartera del Dani, ¿qué hacemos con ella?, ¿la bajamos por fin?
– Naturalmente. ¿Cómo querías que le hiciésemos una guarrada semejante?
– Pues él nos la hizo a nosotros el primero.
– ¿Y te vas a tomar el desquite por esa tontería?
– No, ¡qué va! Yo no tengo ningún interés. Vosotros lo dijisteis. Si es por mí, se la bajamos, desde luego, y no hay más que hablar.
Miguel había terminado y saludaba:
– Bueno, pues hasta luego, entonces.
– Vaya; que sigan ustedes pasándolo bien.
– Adiós, jóvenes. Tengan cuidado ahí, no tropezar, que van ustedes muy cargados.
– Ya; gracias. Adiós.
Salieron ambos, con los macutos colgados de los hombros y del cuello. Miguel llevaba tres botellas en las manos y Tito la otra botella y la jarra azul que Faustina les había dejado. El carnicero preguntó:
– ¿Qué hora va siendo?
– La de comer. Las dos y media ya pasadas. El alguacil había vuelto a quitarse la gorra y se rascaba la cabeza. El carnicero le dijo:
– ¿Te pica?
– De puro talento, le pica – comentaba Mauricio. El carnicero bostezaba y se asomó al umbral; se oía la música lejana; dijo:
– Desde aquí mismo se oye la que hay formada en el río.
– Tiene que haber mucho público, sí.
– Antes éramos los de los pueblos – decía el hombre de los z. b. – los que íbamos a pasarnos las fiestas a las capitales. Ahora, en cambio, son los de las capitales los que se vienen al campo.
– Ninguno está conforme con lo que tiene – dijo Lucio -. Siempre se echa de menos lo contrario.
– Sí, lo que es – replicaba Carmelo -; como estuviera yo en los Madriles, escapado iba a echar yo de menos todo esto de aquí. Mejor campando por tus respetos en un Madrid, aunque sea no siendo uno nadie, que alcalde en Torrejón, con toda la importancia de ese pueblo. Si ya lo dice la gente: «De Madrid al cielo», ahí está; con eso ya queda dicho.
El carnicero se volvió, sonriendo, hacia él.
– Bueno, ¿y tú qué harías en un Madrid?, vamos a ver. Cuéntanoslo.
– ¿Yo…? ¿Que qué haría…? – se le encendía la cara -. ¿Qué es lo que haría yo en Madrid? – chasqueó con la lengua, como el que va a empezar a relatar alguna cosa alucinante-. Pues, lo primero… Me iba a un sastre. A que me hiciese un traje pero bien. Por todo lo alto. Un terno de quinientas pesetas…