– Sí, sentadita en una silla y mirando al cielo raso. Ideal.
– Tampoco es eso, mujer. No exageres, ahora. También hay sus distracciones. Tú no conoces las fiestas de los pueblos; la gente se divierte en todas partes.
– Pues mira, si es así, vaya suerte que tienen, porque lo que es yo, por mi parte, suelo aburrirme muchas veces, con todo y que vivo en Madrid. Conque lo otro, date cuenta lo que sería.
– Cuestión de caracteres y lo que esté acostumbrado cada uno.
– A mí lo que me está aburriendo ahora es que ésos no bajen de una vez y comamos. Todo el mundo por ahí comiendo y nosotros aquí todavía, muertos de risa.
– Pues van a ser las tres – dijo Fernando. Miraba por entremedias de los árboles hacia la escalerilla del ribazo, al fondo, donde esperaban verlos aparecer.
– ¿Pero qué harán, digo yo, para tardar de esta manera?
– Bastante han hecho ya con ir, los pobres – dijo Paulina-. Y sin ninguna obligación. No hay derecho a quejarse, tampoco; eso es lo cierto.
– No, si quejarse, aquí nadie se queja – dijo Santos -; el que protesta es el estómago.
– Pues, claro; a ése sí que no hay quien lo calle. Siempre te dice la verdad.
– Y a la hora en punto; va con Sol.
Sebastián levantó la cabeza y se volvió a los otros:
– A mí lo que más me gusta de los pueblos son los higos chumbos. Se rieron.
Miguel decía:
– Vamos muy retrasados. Nos deben de estar echando maldiciones.
– La culpa es tuya – dijo Tito-, con esos admiradores que te salen.
– Esa es la fama, chico – se reía -. ¿Qué quieres que yo le haga? Uno se debe a su público.
– ¿Quién te habrá hecho esa propaganda?
– Seguro que ha sido el dueño, ¿no ves que me conoce de otros veranos?
– Y ese otro se debió de creer que tú eras un Fleta, o poco menos.
– Algo así pensaría.
Venían ya por el trecho de camino entre viñas, paralelo a la tela metálica. Al guarda de la viña no cercada le habían traído la comida y masticaba mirando hacia las cepas. No andaba nadie ahora por los alrededores. Vino el ronquido jadeante de un motor, y un viejo taxi urbano apareció por el camino de los merenderos, avanzando de frente hacia Tito y Miguel. Se echaban a una parte, dejando paso al coche que se desballestaba, repleto de personas, levantando una cola de polvo, hacia la carretera. El guarda viejo de la viña maldijo el taxi, el nubarrón de polvo que llegó a su cuchara, el domingo. Rápidamente recogió la tartera del suelo para taparla y proteger la comida. Alzó los ojos hacia Tito y Miguel; no los había visto llegar.
– ¡Ni comer! – les gritó -. ¡No lo dejan a uno ni comer! ¡La mierda!
Se recrecía de nuevo al ver que alguien le estaba escuchando:
– ¡Domingos de la gran puta!
Y aún blandía en el aire la tartera y la estrellaba contra el suelo. Salsa y judías se derramaron por los terrones, salpicando las cepas. Luego volvió a sentarse y sacó torpemente la petaca, el librito de papel, y le temblaban con violencia los dedos liando el cigarro. Tito y Miguel caminaban de nuevo.
– Está chalado – dijo Tito -; tirar de esa manera la comida…
– ¡Se debe de pasar cada berrinche, el viejo!
– Con cabrearse no adelanta nada. Lo único que saca con eso es perjudicarse a sí mismo.
– Ya. Pero ninguno somos capaces de echarnos esas cuentas cuando nos vemos renegados. Uno se evitaría muchos disgustos, sujetándose a tiempo.
Ya llegaban al borde del ribazo. Las voces que subían de la arboleda y de los merenderos crecieron súbitamente al asomar. Resonaban aplausos en alguna parte. Tito miró en la jarra; dijo:
– El hielo no va a llegar. Está ya casi derretido. Comenzaban a descender con cuidado la escalerilla de tierra.
– ¡Mirarlos! ¡Allí vienen por fin!
Se revolvía todo el grupo. Decían: «¡Miguel, Miguel!», y Miguel se reía de tanto sentirse jaleado. Los ayudaron a soltar todas las cosas.
– ¿Y en esa jarra, qué traéis?
– ¿No os habréis olvidado de algo?
– Que no, mujer, que no.
Andaban revolviendo entre los macutos, buscando cada uno su tartera.
– Esa roja es la mía.
– ¡Si viene hielo aquí metido! ¿Para qué es este hielo?
– ¿Habéis traído más vino?
– Ahí está, ¿no lo ves?
– ¡Huy, mucho vino me parece que es éste!
– ¿Y en dónde habéis mangado los limones?
– Como sigas tirando de esa cinta seguro te cargas el macuto.
– ¡Un poquitito de organización!
– Di, ¿este limón para quién es?
– Para don Federico Caramico.
– Simpático él…
– Oye, y hielo y toda la pesca.
– A ver, a ver… ¡Pero si viene ya medio deshecho!
– Pues tú verás: con lo que han tardado, se les derrite hasta una llave inglesa.
– ¡A comer!
– Aquí, cada oveja con su pareja.
– ¿Y mi oveja, quién es?
– Yo, tu ovejita soy yo – dijo Mely a Fernando.
– ¡…nita tú! Siéntate aquí, mi reina.
– Si llegáis a tardar un poco más, asamos a Daniel – dijo Santos.
– Ése tiene que estar muy correoso.
– Y lo mismo te coges una garza de no te menees. El noventa por ciento de la carne del Dani debe ser puro alcol.
– Y el otro diez por ciento, mala leche – añadía Fernando. Alicia le replicó:
– Tú no hables. Que gracias a él te has librado de subir tú a por la comida.
– Tiran con bala – dijo Carmen.
Daniel levantó la cara y miró a Fernando.
– A ti, Fernando, te gusta mucho incordiar esta mañana por lo visto. Yo no te recomiendo que sigas por ahí. Conque ya sabes.
Fernando le contestó:
– ¡Ah, vamos! Ahora te da por espabilarte, ya era hora. ¿No habréis traído la tartera de Dani?
– Ahí está. Esa que queda debe ser la suya.
– Anda, pues si dijimos que no se bajara. Miguel levantó la voz:
– ¡Qué dijimos ni qué narices! Haberte subido tú, y entonces no la bajabas si no querías.
– Bueno, Miguel, bueno; no te pongas así.
– Tiene razón Miguel – interrumpía Carmen-. ¿No te han traído a ti la tuya? Pues da las gracias y a callar.
– A eso le llamo yo compañerismo.
Terciaba Mely:
– Pues ya está bien, digo yo. ¿Se come o no se come? Siéntate, Fernando.
– Aquí lo que hay es mucho mar de fondo.
– Otra que viene a malmeter. Me vais a hacer que cante – dijo Miguel -; a ver si así os calláis. Tú, Tito, ¿qué haces ahí de pie, que pareces el sacristán de la parroquia?
– ¡Vamos allá!, que se enfría – apremiaba Santos. Dijo Mely:
– Canta, Miguel, anda. Anda, alégranos la comida. Tito se despojó de la camisa y se sentó junto a Miguel.
– ¿No te desnudas tú? Te sentirás más fresco.
El otro denegó con la cabeza. Estaba destapando una cacerola roja que había venido atada con cordeles, curioseaba el contenido.
– Oye tú – dijo Tito, de pronto -; ¿y la sangría?
– ¡Calla, se me olvidó! ¡Pues rápido, que se va el hielo!
– ¡El limón! ¿Dónde está?
– ¿Habéis visto alguno el limón?
– En la fresquera a refrescar.
– Chístale a ver si acude.
– Menos bromas, que os quedáis sin sangría. El hielo está para pocas.
– ¿No se lo habrá guardado Mely por dentro del bañador?- dijo Fernando-. A ver, Mely…
– Anda, búscalo, chato – le contestaba Mely -; a ver si te quemas. Pero va a ser del guantazo que te arreo.
– ¡Pues si está aquí! ¿O es que no tenéis ojos en la cara? Se ha espachurrado un poquito, pero le queda sustancia todavía.
– Dámelo acá.
Miguel puso las manos en rejilla sobre la boca de la jarra y escurrió todo el agua del hielo en el polvo. Tito partía el limón en rodajas.
– ¿Cómo destaparíamos las gaseosas?
– Pues Sebas tiene una navaja de esas que sirven para todo.
Sebastián limpió la hoja en la servilleta y le pasaba a Miguel la navaja. Carmen dijo:
– Dejar un par de botellines para el que no quiera sangría.
– Aquí quiere sangría todo el mundo. Paulina replicó:
– A mí dejarme una gaseosa. Yo sangría no tomo.
– Echa el limón – dijo Miguel con la jarra en la mano.
Tito volcó las rodajas en el hielo del fondo. Luego cogió
la jarra y Miguel destapó las gaseosas y las mezcló también.
– A ver el vino.
Tito estaba mirando hacia Daniel, mientras sostenía la jarra donde Miguel echaba el vino.
– Listos – dijo Miguel-. Una sangría como el Mapamundi.
Se llevaba la jarra. Tito se sentó junto a Daniel.
– ¿Qué haces, Dani? ¿No comes? Aquí tienes un sitio.
– No quiero molestaros.
_ Venga ya de bobadas. Toma tu tartera. Y ahora mismo te pones a comer.
Ahora Santos se había vuelto a mirar la comida de Sebas:
– A ver qué te han puesto a ti.
– Nada. Pochitos con porotos.
Cubría lo suyo con la tapadera de aluminio.
– Te la cambio sin verla.
– Vamos, pira.
– Salías ganando, fíjate. Tito insistía con Danieclass="underline"
– Para mí que te quieres hacer de rogar. Venga ya, galápago; no seas…
Sebastián y Santos intervinieron:
– Como sigas en ese plan, nos repartiremos tu comida. Tú verás lo que haces.
Se levantó Daniel y recogía su tartera; se miraba con Mely un momento. Ella le dijo a Alicia, mirando hacia el suelo y ajuntándose un tirante del bañador:
– Tampoco tiene por qué estar así… Daniel se había sentado.
Sebastián lo veía un poco serio y lo cogió por el cogote, sacudiendo:
– ¡Aupa Daniel!, ¡que a ti lo que te priva es el etílico!
– También es bueno comer de vez en cuando – le decía Santos a Daniel, con tono consejero -; tomar de estas cositas, ¿no ves tú? Ya sabemos que el vino es la base de la existencia, pero esto tampoco no hace daño a nadie. Si no se abusa, claro está. A ti no te dé asco, prueba un poquito. Ya verás como te acostumbras poco a poco…
Se sonreía mientras hablaba, separando muy ordenadamente, en su tartera, con dos dedos, las patatas fritas de todo lo demás. Levantó la mirada hacia Daniel, y Daniel lo miró sonriendo; le dijo:
– ¡No eres tú guasón…!